Después de horas pateando salas y más salas llenas de retratos, bodegones y paisajes, tapices y esculturas… descubrí una puerta con un letrero en el que ponía «Solo personal autorizado». Esta es la mía, me dije, y en un despiste del guía la empujé con disimulo y me colé dentro.
Derrengada, me dejé caer en el suelo del cuartucho. Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad, se me saltaron las lágrimas de la emoción al ver tan bien ordenaditos en aquel hueco una escoba, un recogedor, unos trapos amarillos con rayitas rojas y un plumero.