De pronto comienza a llover. Fuerte. Se puede escuchar la hierba, los árboles, los tejados mientras él se ríe, con los brazos abiertos a la intemperie, casi invisible.
Todos lo conocen, pero nadie sabe quién es. No busca el contacto con la gente y dice lo justo, menos con la voz que con sus manos, donde aletean gaviotas. A su paso respira la brisa y se escucha un ronroneo que no cesa de algas y de sal. Suele estar por el embarcadero, o de espaldas a la playa. Tranquilo. Sus latidos van al compás de la luna: dos cada día, sístole y diástole. Y cuando la marea es grande, y creíble la tormenta, le es imposible evitar el toser nubarrones. A veces alguien se aventura a consultarle el tiempo que hará mañana: cuando contesta que malo, será un día de calor.
En alguna ocasión decide volver a casa, por si alguien lo esperase, pero los restos del naufragio están vacíos. Él es el único que aquella noche nació, en vez de morir.
Vuelve a la costa y mira hacia tierra.