Hablar de la muerte no significa devolver la muerte al hecho de morir.
Ser-hacia-la-muerte es concebir la existencia humana como una posibilidad. Ya que he nacido, estoy vivo y lo estoy en el lenguaje, estoy en relación con mi ser como posibilidad: soy libre para mis posibilidades hasta -e incluso más allá de- cualquier posibilidad real. La muerte es mi posibilidad extrema: más allá de toda posibilidad, ya que es la posibilidad de mi imposibilidad y, por lo tanto, me es inconcebible.
No podemos existir nuestra muerte. Esta adviene constantemente para el existente que soy al convertirme en mí mismo. No soy sólo un cuerpo vivo: estoy tendido a ser, tengo que dar sentido y esta toma de sentido es propia de lo humano. Mi existencia pertenece al orden de la posibilidad y no me es dada, sino que me corresponde realizarla.
Lo que hace Cleofé Campuzano en «El ocho de las abejas» es, precisamente, encontrarse de frente con todo esto. La existencia es una posibilidad y, en esa posibilidad, lo más extremo es la muerte. No se trata de un libro sobre la muerte sino, más bien, contra la muerte. Pero para atacar algo, es necesario ser consciente de que ese algo es posible, que forma parte. Es un tiempo, medido en segundos, que está allí al margen de su muerte[1]CAMPUZANO, Cleofé. 2018. El ocho de las abejas. Madrid: Devenir, p. 32, en palabras de la poeta. Existir es, por tanto, tener la propia existencia fuera de sí y fuera de todo. Eso es estar al margen y, sin embargo, todo este saber de la muerte, ¡qué complejidad sobrelleva!
No hay nada en el mundo como la muerte para hacer temblar nuestra lucidez: ciertamente, nacer es decir «ya es demasiado tarde». Y en la distancia, mientras se necesita la noche, no hay ni hubo –no habrá- nombres propios[2]Ibíd., p. 23. En medio de esto, «El ocho de las abejas» deviene liturgia, secuencia nunca agotada de oraciones e invocaciones. La muerte se manifiesta de otras formas en el presente, como resurgimientos, como atavismo latente. Eso es, quizás, lo que logra dotar al libro de una temporalidad estrictamente perecedera, flotante, fantasmal. Transitamos un santuario casi petrificado en un presente amnésico: Es falaz la vivencia[3]Ibíd., p. 38.
La muerte nunca está demasiado lejos, pero Campuzano ha conseguido que resulte casi dulce y familiar, íntima, heimliche.
Y en ese territorio familiar, somos siempre bárbaros al escribir: lo extraño, lo Otro es el poema, no la muerte. El poeta es el bárbaro de la literatura, en la medida en que lo describe introduce la barbarie, las palabras –esos nombres propios que no hay, que no son- que llevan a la ex-sistencia del decir mismo.
Hay una oscilación, una vacilación entre el uso narrativo del Yo y del Nosotros, como si hablar de uno mismo pudiese hacerse desde la oscilación de lo propio hacia algo más impersonal, hacia algo que es más de todos que de uno solo. Del lado de lo impersonal. Todas las personas verbales del libro no son sino una duplicación del Yo.
Fais en sorte que je puisse te parler. Asegúrate de que pueda hablar contigo, escribe Blanchot, en «L’attente, l’oubli» (1962)[4]BLANCHOT, Maurice. 2013. L’attente, l’oubli. Paris: Gallimard, p. 12. Somos el otro que escucha en silencio, el testigo, casi como compañero invisible -si no del escritor, al menos de la escritura- y tal vez, de manera más precisa, de lo que se escribe.
Leemos a la poeta: Oíd las palabras que no resucitarán[5]Campuzano, 2018, Op. Cit., p. 34. Oíd las palabras que escribe ella, que inventa. Nadie describe la muerte en este libro, sólo la crea porque es posible. Igual que Blanchot no detalla jamás la muerte, sino que la hace una especie de ficción, la condensa y altera, Cleofé Campuzano parece repetirse a sí misma la máxima del filósofo: nous devons être les figurateurs et les poètes de notre mort [6]BLANCHOT, Maurice. 1995. L’espace littéraire. Paris: Folio, p. 160. Debemos ser los creadores y poetas de nuestra muerte. La muerte como el otro nombre de la vida, como una verdad secreta o como esa parte de mí que no ilumino. Llegada al confín del páramo[7]Campuzano, 2018, Op. Cit., p. 55.
La muerte de cualquier ser humano, en medio de la vorágine existencial, resulta anónima y por tanto, trivial hasta cierto punto.
Se trata, empero, de (d)escribirla a través de cada poema. Cada poema nos habla, a su manera, de una vida que está ocurriendo, y que ocurre siempre a la sombra de la muerte, como pasión secreta. Que es posible porque la muerte lo es, y no al contrario. La muerte da sentido a la vida y esta sobrevive, en un inefable ejercicio de malabarismo, transformada en l’instant de ma mort […] toujours en instance[8]BLANCHOT, Maurice, and Derrida, Jacques. 2000. The Instant of My Death. Demeure: Fiction and Testimony. Trad. Elizabeth Rottenberg. Stanford: Stanford UP, p. 10. El instante de mi muerte siempre pendiente.
Claro que esto modifica el espacio literario: la literatura es, apenas, la vida que trae la muerte y continúa en ella. Creo que «El ocho de las abejas» constituye, por utilizar el término jabèsiano, un libro de preguntas, en la que el tiempo acaece como la gran pregunta de la historia, la pregunta de todas las preguntas.
La verdad es el orden de lo que muere[9]JABÈS, Edmond. 1991. El libro de las preguntas, Vol. II. Madrid: Siruela, p. 69, dice Jabès, y mientras tanto hemos de crear una temporalidad imaginaria, un vaho del hiato que nos salva[10]Campuzano, 2018, Op. Cit., p. 49. Este espacio literario donde el reino de lo imaginario es aquel en el que el ser es perpetuado como nada, como un espacio de morir incesante que nos expone mientras vivimos, imagen errante, siempre presente y siempre ausente.
Lo que empuja al lector –y Cleofé Campuzano lo consigue hasta el final mismo del libro- es que, acostumbrado a otras historias, busca la trama. Hay una historia, pero ¿cuál? La voz poética, este yo que no descansa, puede poner al lector en una extraña inestabilidad. Uno está molesto, una vez más, por los devenires, lee lo contrario de lo que esperaba. No lee ese Cállate, que no deseo preguntarme cada día si quiero vivir[11]Ibíd., p. 20, sino su traducción: Habla tú (Celan siempre omnipresente), que deseo preguntarme cada día si no quiero morir.
No es el sentido, por tanto, lo que guía la lectura, sino aquello que no entiendo. Lo que no entiendo-todo.
No reconocemos lo que sabemos. Así es como la poeta de este espléndido «El ocho de las abejas» le pide al lector que abandone lo que sabe, no que lea con lo que sabe. Nada hay más cierto que la muerte y por eso somos los primeros en ser participados de la verdad de la muerte, aun cuando aquella está escrita desde la experiencia de la vida.
Esta es la lógica. Esta la conversación ininterrumpida: debemos aceptar ser llevados por otro tiempo.
Título: El ocho de las abejas |
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Referencias
↑1 | CAMPUZANO, Cleofé. 2018. El ocho de las abejas. Madrid: Devenir, p. 32 |
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↑2 | Ibíd., p. 23 |
↑3 | Ibíd., p. 38 |
↑4 | BLANCHOT, Maurice. 2013. L’attente, l’oubli. Paris: Gallimard, p. 12 |
↑5 | Campuzano, 2018, Op. Cit., p. 34 |
↑6 | BLANCHOT, Maurice. 1995. L’espace littéraire. Paris: Folio, p. 160 |
↑7 | Campuzano, 2018, Op. Cit., p. 55 |
↑8 | BLANCHOT, Maurice, and Derrida, Jacques. 2000. The Instant of My Death. Demeure: Fiction and Testimony. Trad. Elizabeth Rottenberg. Stanford: Stanford UP, p. 10 |
↑9 | JABÈS, Edmond. 1991. El libro de las preguntas, Vol. II. Madrid: Siruela, p. 69 |
↑10 | Campuzano, 2018, Op. Cit., p. 49 |
↑11 | Ibíd., p. 20 |