«Te deseo lo que te mereces» canta Viva Suecia por encima del ruido de la lavadora mientras hace la comida de hoy y aprovecha para cocinar algunas verduras al horno para otro momento. Está sola en casa y eso ya es todo un privilegio. Escuchar música, cocinar o dejar la casa recogida en soledad son, desde que tiene una criatura, actividades de ocio. Le da vueltas a la letra de la canción y recuerda lo que la médica le dijo ayer, cuando le explicó sus síntomas psicosomáticos tan claramente ligados al trabajo –en vacaciones desaparecieron totalmente–: «Pues tendrás que aprender a llevarlo mejor». También le ofreció medicación, claro, y algo le comentó de practicar relajación. Ella le contestó: «Pues tendrán que mejorar mis condiciones laborales» y declinó la medicación, pero salió de allí con ganas de llorar.
Sus síntomas no iban a mejorar a corto plazo y la culpa era de ella, que no sabía llevarlo bien. Nada que ver con que la vuelta al cole signifique que tiene diez centros educativos que atender, con alumnado que vive situaciones familiares complicadas, que no tendrá ropa de abrigo cuando empiece el frío, que sufre abusos o violencia, o que se pasa el día entre pantallas; con profesorado superado por las dificultades que se encuentra en las aulas, que también necesita escucha, cuidados; y con familias preocupadas, sin recursos, que no dan para más…
¿Tiene que dejar de importarle todo eso? ¿Tiene que soportar la impotencia de no llegar? ¿Tiene que dejar más casos sin atender? Sabe que al menos en parte sí, porque no sólo es la forma de cuidarse ella misma, sino de evidenciar que hacen falta más recursos. Pero también sabe que, mientras llegan y no, está dejando a niñas y niños sufriendo, que la desprotección de la infancia es enorme y que no hacemos casi nada, porque las criaturas no tienen voz pública, y no votan, y casi que ni son consideradas personas. Cómo si no podemos permitir la violencia cotidiana que sufren cada día: los gritos, los azotes, los ahora-te-quedas-solo/a-en-tu-cuarto-hasta-que-se-te-pase… Acciones todas ellas que, al menos de cara a la galería, ya no decimos que está bien hacérselas a otra persona adulta, aunque sea mujer, negra o pobre. Y eso pasa a nuestro lado, todos los días, y no decimos nada.
Y entonces piensa que ella también grita a veces a su hijo, porque se queda sin herramientas, porque está cansada y no puede más. Y aunque luego lo intenta reparar disculpándose y explicándole que eso no está bien, que tendría que haber sido amable porque nadie se merece que le traten mal, la culpa se le va quedando dentro. Tampoco está llegando a ser una «buena madre». Que sí, que ahora reivindicamos ser «malas madres» y está genial, porque es una forma de decir que sobre nuestros hombros llevamos demasiado peso y eso tiene que cambiar, que se tienen que implicar los padres, pero también la sociedad en general, con otros horarios laborales, ayudas a la crianza, conciliación real, etc. Pero, mientras eso no cambia, las criaturas no pueden pagarlo, porque no es verdad eso de que «no salimos tan mal», sólo hay que ver las noticias sobre salud mental y escuchar, de verdad, a la gente que tenemos alrededor…
Y las ganas de llorar vuelven. Y deja que las lágrimas ensucien sus gafas y que la música le ayude a sacar la rabia. Y piensa que tendrá tirar de las herramientas que ya tiene –las amigas, fundamentalmente– para saber ser una equilibrista entre seguir siendo una persona a la que le importa el mundo y no caer en la trampa del productivismo salvaje interiorizado. Ir más despacio es una clave. Pero también, se dice, recordar las palabras del psiquiatra Guillermo Rendueles: «usted no necesita un psicólogo, necesita un sindicato». Y donde dice sindicato, pon también tribu o colectivo social organizado. Pero, ahora –se ríe–, vuelve a poner la atención en la comida o se te quemará.