«No existe el pueblo palestino. Esto no es como si nosotros hubiéramos venido a ponerles en la puerta de la calle y apoderarnos de su país. Ellos no existen».
Golda Meir (1898-1978), política israelí.
El 14 de mayo de 1948 Israel obtenía su independencia del Reino Unido. 73 años después la inmensa mayoría de quienes pueblan aquellas tierras solo han conocido desde entonces la guerra, el odio y el dolor como expresión habitual de sus vidas.
En especial el pueblo palestino, despojado desde entonces de cualquier derecho y víctima propicia de un genocidio permanente con la incapacidad manifiesta para detenerlo de las organizaciones de todo el mundo coaccionadas por una nutrida y poderosa élite judía residente de forma mayoritaria en Estados Unidos.
En un anterior artículo publicado en esta misma revista en 2018, con motivo de otra ola de violencia desatada tras una nueva violación de las resoluciones de la ONU por parte del estado hebreo cuando este trasladó su capital a la ciudad de Jerusalén, hacíamos un recorrido por el conflicto desde sus inicios, más allá incluso de la citada declaración de independencia.
Desde que el movimiento sionista impulsado por el periodista austro-húngaro Theodor Herzl en la segunda mitad del SXIX manifestara la necesidad de agrupar a todos los judíos del mundo en Palestina, la Tierra Prometida por Yahvé a Abraham.
Pasando por la Declaración Balfour, un documento ciertamente confuso redactado por los británicos durante el derrumbe del Imperio Otomano en la I Guerra Mundial que atribuía esos mismos derechos a los judíos, hasta la declaración de independencia de Israel y las sucesivas guerras y enfrentamientos posteriores hasta nuestros días.
Una parte de la historia que más allá de tímidos alegatos apenas si ha tenido en cuenta a los pobladores naturales de esas mismas tierras, el pueblo árabe que a finales del SXIX representaba el 90 % de la población.
A partir de ese momento y hasta el día de hoy a través de la subversión, la ayuda exterior, la violación constante de las resoluciones de la ONU, un extraordinario poderío militar y un nacionalismo tan pertinaz como excluyente hace cada vez más irreconocible a un pueblo hebreo que ha sufrido lo indecible a lo largo de su dilatada diáspora.
Tanto que resulta significativo que cada vez que se produce una acción bélica por parte del ejército israelí en Gaza o Cisjordania son las instalaciones de los medios de comunicación internacionales destacados en ambas franjas las primeras en ser aniquiladas por el mismo.
Por supuesto que Israel tiene todo el derecho a su defensa y que de no ser por su impresionante capacidad militar sufriría de forma mucho más dolorosa la lluvia de cohetes que de manera indiscriminada hace caer sobre su territorio Hamas, una organización islamista fundada en 1987 y considerada un grupo terrorista según quién se trate.
Pero que en cualquier caso eso no exculpa tampoco al ejército hebreo de golpear también sin distinción a los palestinos con un apabullante desequilibrio de fuerzas y de víctimas por su parte. Antes incluso de la existencia de Hamas como en lo que en su día se conoció en la primera Intifada «la guerra de las piedras», por la forma en que los palestinos hacían frente a la caballería acorazada israelí.
Un nuevo estallido
Desde hace algunas semanas, aunque a la hora de escribir estas líneas se abra la posibilidad de un alto el fuego que como en el resto de ocasiones tendrá una duración más o menos efímera, se han reabierto de nuevo las acciones bélicas –que no las hostilidades que no se han detenido nunca-, de la misma manera de siempre: Israel provoca, Hamas ataca y la guerra vuelve con el mismo desigual resultado.
En esta ocasión la mecha ha sido la expropiación de viviendas de ciudadanos árabes-israelíes (los que quedaron en Israel tras la expulsión de los palestinos y la partición de los territorios), en favor de ciudadanos judíos solo por el mero hecho de serlo.
Además de las manifestaciones desatadas por esto último y la violenta irrupción en la mezquita de Al-Aqsa de las fuerzas israelíes durante la celebración del ramadán en el mismo contexto.
Desalojos y expropiaciones en forma de apartheid desde 1948 que han venido todavía a redundar más una ley aprobada por el parlamento israelí en 2018 que define el estado de Israel como propiedad exclusiva de los judíos, elimina el árabe como lengua oficial y queda fuera del mismo a dos millones de ciudadanos –el 20 % de la población entre palestinos, cristianos, drusos, etc.-, que no lo son.
El propio Netayanhu así lo afirmó en ese momento llamando a Israel un estado judío y democrático con los mismos derechos para todos pero el estado nacional solo del pueblo judío.
Una vuelta de tuerca más a una situación que se dilata de forma indefinida y que mantiene abierta la caja de los truenos de un conflicto que pone en evidencia una vez más las incoherencias y la incapacidad de las citadas instituciones internacionales para ponerle fin.
Que ha causado centenares de miles de víctimas y sirve de permanente excusa para el polvorín de Oriente Medio además de todas sus repercusiones en el resto del mundo.
«La oscuridad no puede sacarnos de la oscuridad. Solo la luz puede hacerlo. El odio no puede sacarnos del odio. Solo el amor puede hacerlo».
Martin Luther King (1929-1968) Religioso estadounidense.