¿Cuándo acaba la infancia y comienza todo lo demás? Podemos nombrar a cientos de autores que han hablado de estadios y etapas evolutivas, pero eso sigue sin responder nuestra cuestión. Son tan diversas las circunstancias que rodean a cada niño, que resulta muy complicado concretar, porque no podemos limitarnos a una edad o a una serie de cambios biológicos y hormonales. En Luciérnagas (Ana María Matute, 1949) ese tránsito es tan doloroso como injusto y se descubre sin pudores, del mismo modo que se sucede la realidad: «Cortante, brusco, llegaba el redoble de alguna ametralladora, como el rebote de un juguete siniestro, hasta las paredes blancas de aquel cuarto, que se diría sólo contenía una paz tierna, ignorante, de colegiala».[1]MATUTE, Ana María. 1993.Luciérnagas. Madrid: Círculo de Lectores, p. 39
Ana María Matute y Sol –la protagonista y el eje de esta historia- comparten el tajo hondo y la cicatriz reseca de todos aquellos que, por puro azar, se ven en medio de una guerra que no han dispuesto, ni anticipado; quizás porque les pilló hojeando álbumes de cromos coloreados o chupando paloduz. En este caso concreto, su reducido universo dio un vuelco porque nada tenían que ver el antes y el después, y «el mundo resultó distinto a todo lo que ella aprendió a temer o amar»[2]Ibíd., p. 11. Entonces, sólo en ese momento, uno se quita el antifaz y se detiene a observar el rostro menos amable del carnaval, que puede ser siniestro, triste, grotesco y esperpéntico.
No voy a confundir a nadie, ni obviar que es ésta una lectura incómoda, ya que nos expone ante años pasados de una Historia muy reciente. Y, sobre todo, ante unos seres que sólo pueden empuñar una bandera, sin colores, ni panfletos que la ondeen. La supervivencia es el único estandarte que mantiene a aquellos que han perdido la esperanza, que tienen la decepción como migaja de sueños mutilados y sacrificios baldíos. No obstante, para valorar la vida –en su sentido más profundo-, también hay que conocer la parcela más sombría del ser humano y los estragos que pueden causar en la masa –que no es tal- las decisiones de los que, desde lejos, aprueban batallas y masacres entre hermanos.
Retomando lo dicho con anterioridad y valiéndome de lo que Abraham Maslow planteó en los años cuarenta[3]vid. MASLOW, Abraham. 1983. El hombre autorrealizado: Hacia una psicología del ser. Barcelona: Kairós, la novela despoja a los personajes de sus ropas habituales y los reduce a harapos, mostrándonos animales sociales que se transforman, a medida que descienden en una pirámide donde las prioridades marcan su comportamiento. Sólo se atienden necesidades superiores cuando se han cubierto las inferiores. Aunque nos neguemos a atribuirnos unas características tan mezquinas y a pesar de que «cuando Luis y Elena se casaron, seguramente no pensaban en aquellos carnets. Ni, sobre todo, en aquellos tickets amarillos que controlaban y satisfacían el hambre»[4]Matute, Op. Cit., p. 131, no somos semidioses y, precisamente por eso, se inventaron los cuentos de hadas y las raras avis.
Respirar, beber, alimentarse, dormir, evitar el dolor y mantener la temperatura son acciones que realizamos habitualmente, sin darnos cuenta, que forman parte del entramado de la fisiología humana; mas, en una ciudad saqueada y reducida a escombros, éstos pueden ser los únicos objetivos del día a día. El siguiente peldaño en la escalera sería la seguridad y, más tarde, la afiliación. Al fin y al cabo, los vínculos de fraternidad, amor, amistad, no son sólo palabras. ¿Y qué ansiamos cuando poseemos lo ya mencionado? Reconocimiento, respeto por parte de los otros, éxito, autorrealización. Sólo a estas alturas la dignidad tiene auténtico significado; sólo llegados a la cima de esta pirámide, se perfila como algo real, importante e imprescindible.
Luciérnagas está compuesta de retratos imperfectos. Algunos lucen intactos hasta que alguien los toca con manos sucias y groseras; otros fueron estigmatizados con el sepia desde antes de existir. Sol tuvo veranos que parecían paraísos, pero un remolino devastador trajo consigo el hambre, pesando sobre ella y su familia de un modo material y terrible. Elena –su madre-, sumida en la irresponsabilidad de creer que su posición social la preservaría de cualquier sacudida, se replegó en el caparazón de la añoranza y en la quietud de la espera. Por su parte, Cloti creció sola, ejerció la prostitución y renunció al amor porque sospechaba que no tenía derecho a él; por ello, no sentía lástima, ni remordimientos cuando ahora la miseria pertenecía a otros. Eduardo aprendió a ratear para huir y la muerte de su padre supuso para él romper con la cadena impuesta. A Pablo, como primogénito, lo criaron con alegría; Cristián fue el hermano bisagra y su nacimiento trajo consigo temor y preocupación; Daniel, al contrario de lo que sucede en la prosperidad con los benjamines, entrañó disgusto, contrariedad y resignación.
«Un grillo que tenía María en la cocina se quedó cómicamente reseco y encogido, dentro de su jaula de alambres. De un soplo se deshizo, como la ceniza»[5]Ibíd., p. 53 y es que las ruinas de las guerras, con la distancia, se caricaturizan en lecciones que memorizar desde pupitres que no pueden ni imaginar la oscuridad, la desnudez y los gritos de generaciones que le precedieron. Puede que las fechas y los nombres que se le dan a las contiendas no sean tan cruciales como una buhardilla destrozada, con grandes huecos en la pared y en el techo, desde donde contemplar el cielo y llorar con desesperación.
En ocasiones, las novelas dejan al lector un vacío incontenible en el pecho, un sentimiento de frustración por aquello que ya no se puede reemplazar porque se hizo y no se enmendó. Ni la censura puede amordazar eso, como tampoco pudo evitar que la crónica de muchas luciérnagas fuera editada antes o después.
Título: Luciérnagas |
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