A Julio, mi padre, que compartió conmigo el último visionado de esta película
Que Klute (1971), la obra maestra absoluta de Alan J. Pakula, no aparezca encuadrada, desde el principio, como una película política, no significa en absoluto que no lo sea. Es cierto que lo primero en saltarnos a la vista es la franqueza con la que aborda la cuestión del sexo: su disposición a exponer no ya el acto en sí, sino también toda la lógica social, económica y discursiva, creada para enmarcarla.
Y sin embargo, es innegable que Klute sienta las bases para una compleja trilogía política, completada más tarde por The Parallax View (El último testigo, 1974) y All the President’s Men (Todos los hombres del presidente, 1976), dos películas que abordan el tema de la política de frente, pero que, en esencia, lo hacen a través de temas que ya se exploran aquí. De hecho, es la cuestión del control la que se aborda a través de este supuesto de la sexualidad. Una sexualidad que se expresa, obviamente, a través del cuerpo, pero también de la palabra, siempre omnipresente.
Porque aunque la sexualidad se nos muestra en Klute, sobre todo se dice.
Se dice y repite a través de una grabación de sonido que resuena a lo largo de la película como un leitmotiv inquietante. Repetido, desmantelado más tarde y expuesto en piezas de repuesto para la psicóloga a la que, aunque es cierto que vemos escuchar a Bree (Jane Fonda) en el momento de una confesión, no es menos cierto que se ausenta en determinado momento de la película, dejando a Klute (Donald Sutherland) en el propio papel de analista. Sabemos así que Bree se dedica a la prostitución porque, según sus propias palabras, eso le permite vivir en la comodidad de la insensibilidad y tener la ilusión de dominar su existencia mientras domina a sus clientes.
La sexualidad, convirtiéndose así en el objeto de un discurso, deviene equilibrio de poder que se arrastra entre los individuos, ya sea parte de una lógica comercial, como es el caso de la prostitución, o más en general, parte de esta mecánica de la revelación a la que lo alienta el aparato psicoanalítico. Al revelarse de este modo al otro, los seres se exponen y se dejan ver al mismo tiempo que lo hacen sus deseos más íntimos o sus debilidades más secretas. Bree domina a sus clientes tan pronto como les da la impresión de liberar sus fantasías y las controla tan pronto como están desnudos, de modo y manera que cada cliente pueda pensar que su pequeño juego de seducción ha tenido éxito.
Ahora bien, es a través de las intimidades violadas, por así decirlo, que la película de Pakula nos revela que ya no hay ningún «secreto» posible y parece insinuar que la privacidad no lo hace estar más protegido de la vigilancia del organismo social. Pakula anuncia de alguna forma un film posterior que, a mi juicio y en comparación, resulta mucho menor. Me refiero a La conversación (1974), de Coppola.
Esto es, en efecto, lo que determina el suspense. Esa naturaleza del vicio que se exprime a cada minuto y que se debe especialmente a la sensación sofocante de un descubrimiento forzado, de un voyeurismo que va más allá de los límites y cuyo espectador sería el cómplice todopoderoso, invitado a espiar, desde lo más alto de su posición privilegiada, las fantasías de los demás.
De esta forma, Pakula procede a una subversión del principio mismo del espectáculo, colocando al público en cierta manera frente a sí mismo, tan pronto como lo pone en presencia de otro espectador-oyente, el asesino, que es de hecho su doble actor. Con un pulso endiablado que la acerca, por momentos, al cine de terror, esa subversión es también la del deseo en sí: el deseo sexual que se aviva durante la puesta en escena, pero también el deseo de ver y de saber, que es el que satisface el cine.
El escenario parece, en este sentido, perfecto: primero vemos a una familia en felices apariciones, reunidas alrededor de la mesa del comedor; luego, la imagen icónica de una banda magnética que perfora el velo socialmente decente de esta unidad ilusoria al exponer, claro, los impulsos que busca enterrar.
Klute es, sin duda, una obra fundamental que empuja los límites de la representación del sexo en el cine popular estadounidense y supera las expectativas del espectador: le da a ver lo que quiere e incluso más. ¿Pero a qué precio? Al de la intimidad, por supuesto, que, cuando se ve, se distorsiona tan pronto como es grabada y constituye el objeto de un discurso, formando parte de una lógica de poder que niega la privacidad hasta su mismo derecho a existir. Pero la incomodidad parece aún más profunda, pues al mismo tiempo que el derecho a la intimidad, existe una libertad aún más fundamental que parece estar en peligro. Klute, después de todo y como decíamos al inicio, es una película política, una película sobre la supresión sistémica de los derechos individuales.
Excepto que, en este caso, lo político es invisible y por ello, tanto más preocupante es que esté en todas partes y aterrice de forma más precisa en el lugar donde se pensaba que estaba ausente: en la guarida clandestina de deseos y fantasías donde el individuo se creyó a sí mismo fuera de la vista de los demás. Infiltrándose en lo íntimo para establecer su autoridad, el poder ya no tiene una forma fija, sino que se desarrolla, mejor dicho, como una red cada vez más compleja de relaciones, de dispositivos que limitan por diversos medios la libertad del cuerpo.
En este sentido, el microcosmos de la prostitución es un caso ejemplar que la película usa con ingenio para exponer su tesis: más allá de la relación con el cliente, el proxenetismo (dibujado en Ligourin, el terrorífico personaje de Roy Scheider) y la dependencia de las drogas atestiguan este mecanismo de dominación, de sumisión que dicta la naturaleza de los intercambios entre seres. Desde entonces, el asesino obsesionado ya no aparece como algo simple o fuera de lo común, sino que es, por el contrario, la perversión lógica del sistema que ejemplifica. La obtención de placer a través de la escucha y la vigilancia funda un sentimiento de poder que existe como aquello que dicha relación trae a la realidad del ver sin ser visto.
Ahora es el espectador quien comparte con él este privilegio, cuya posición se cuestiona en última instancia y que, en realidad, se enfrenta a un equilibrio de poder diferente. ¿Quizás, de repente, se siente observado a su vez? ¿O es que acaso cuestiona su relación con la imagen? Ciertamente, Klute siembra la duda, anunciando la era de la paranoia en América, la era de las conspiraciones, la desilusión… todo ello sin abordar directamente el objeto de sus miedos más íntimos y operando, por tanto, al borde de lo explícito.
Esa nueva era se abre, entonces, con el retrato que hace Pakula de Bree y que cambia las dinámicas narrativas y morales que habían sido preponderantes hasta entonces. Tal retrato es el de una mujer como fascinante paradigma de los mejores y más provocadores narradores. Guardianes, además, en su caso, de agendas ocultas. Pakula establece en el personaje de Bree un marcado contraste con todas las figuras masculinas de la película, que no son sino una colección de individuos mucho más silenciosos, en comparación, y a los que el director trata como sexualmente frustrados, amén de engañados. Prueba de ello es también la forma en que Pakula asocia constantemente la visión autoritaria y problemática en la película con sus dos personajes masculinos.
Estas distorsiones se producen en parte debido al enamoramiento de Klute y Cable con Bree. Así, las imágenes introductorias de Peter Cable como amigo –más tarde, enemigo- son poco más que reflejos virtuales distorsionados en ventanas de vidrio. Análogamente, John Klute es un extraño. Pareciera que nunca encaja en su entorno (una observación apoyada por Bree, que lo llama square, término que lo mismo podríamos traducir como honesto o carca, que como recto o cuadrado, lo que tendría que ver más con el espacio ocupado, tanto físico como psíquico, por Klute). En este sentido, resulta fundamental la escena inicial en la que se establece la desaparición de Tom y la posible infidelidad hacia su esposa. Allí, Klute aparece torpe y malhumorado, atrapado detrás de la mesa del comedor de Gruneman –diríase el detective un niño que acaba de superar una bicicleta eterna tres ruedas-; después, cuando parece ganar más poder sobre Bree, está sentado en una mecedora con ella, como un niño a sus pies.
Mucho es, por tanto, lo que puede decirse acerca de esta figura misteriosa que encarna un inmenso Donald Sutherland. Klute es alguien que parece entender a Bree y aceptarla. Alguien cuya presencia es, para ella, tranquilizadora, perturbadora y enigmática. Tranquilizadora, porque Klute no viene de Nueva York, la ciudad donde Bree obviamente se ha perdido, porque la protege de un perseguidor misterioso y desaprueba, sin juzgarla, su profesión de Bree y sus dudosas relaciones con seres abyectos como el antedicho Ligourin. Perturbadora, porque en cierto modo amenaza el estilo de vida destructivo en el que la joven se divierte, lo que le lleva a perder, gradualmente, su sensación de control total, aunque no exento de comicidad, que ejerce sobre los hombres. Y enigmático porque sabemos que, si bien llegamos a aprender mucho sobre Bree durante la película, nunca sabemos nada sobre él.
John Klute le permitirá a Bree hacer algo que ella había rechazado con obstinación: rendirse. Él la libera, por lo tanto, y es probable que el silencio que se mantiene en la película sobre su pasado apunte a atribuirle, aunque sea de sutiles modo y manera, la dimensión casi mística del salvador. Pero, qué duda cabe, la de un salvador muy sorprendente, del que nada se conoce.
No por nada, Pakula insiste en una claustrofobia predominante y mete a sus personajes entre las líneas geométricas de huecos de escalera o ascensor, claraboyas, cercados de malla y otros accesorios que, combinados con ángulos de cámara conscientemente oblicuos y sombras oscuras, contribuyen a simbolizar una insuperable brecha entre lo masculino y lo femenino.
Transmutado en historia narrativa, ningún personaje logra convertirse en prueba irrefutable. Por lo tanto, al alinear constantemente la historia de la película, como tal, con la fantasía visual del voyeur, Klute retrata a todos, incluso al propio espectador, como blanco, como objetivo.
Y eso es lo que realmente asusta.
Ficha técnica |
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Con motivo de la entrega a Donald Sutherland del premio Donostia del Zinemadia 2019, he recordado KLUTE una película de Alan J. Pakula que hace más de 40 años me puso los pelos de punta y a la que me referí en algunos comentarios de aficionado al cine. Estando buscando información al respecto me he encontrado con éste extraordinario artículo sobre ésta película fetiche de lo cual me alegro muchísimo porque me ha parecido muy bueno. Enhorabuena y gracias por compartirlo.