Que Edward Norton es una rara avis ya no debería sorprender a nadie. Cuando irrumpió en las pantallas con la muy reivindicable Primal Fear (Gregory Hoblit, 1996), consiguió superar, sin excesivo esfuerzo, a su compañero Richard Gere y colocarse a un nivel sin duda parejo al de Laura Linney o Francis McDormand. De aquella nominación al Oscar se catapultó a papeles como los de American History X (Tony Kaye, 1998) o El Club de la lucha (David Fincher, 1999), películas de calidad discutible, aunque en ningún caso por su labor interpretativa. Sea como fuere, Norton ha pasado a ser considerado ya, y con justicia, uno de los más grandes actores de su generación.
Han pasado casi dos décadas desde que se colocase tras las cámaras con Keeping the Faith (2000) y esta segunda vez ha conseguido manufacturar la que es, ya sin género de dudas, una de las mejores películas estrenadas a finales de 2019. Motherless Brooklyn, que adapta la novela homónima de Jonathan Lethem, deviene toda una labor de amor para Norton, que escribe, produce y dirige, además de protagonizar esta inteligente y sabia mezcla de realismo social y thriller detectivesco. Por un lado, el regusto a cine clásico -al mismo tiempo que ofrece su propia visión de la estructura social y las jerarquías del Nueva York de los años cincuenta-, se mezclan con una muestra de la mejor clase de humanidad, pues Norton interpreta a Lionel Essrog, un investigador privado que posee memoria eidética y también el –entonces nada tratado- Síndrome de Tourette.
Este preciado empleado de Frank Minna (Bruce Willis) -un experimentado detective que ha adoptado a Lionel, así como a otros huérfanos, para su propia agencia-, se verá inmerso en una complicadísima investigación por cuenta propia después de que una reunión secreta, parte de un caso, resulte en el asesinato de Minna. En esta trama de intriga, corrupción y violencia, se topará con una serie de variopintos personajes, entre los que destacan un misterioso ingeniero (Willem Dafoe), una empleada administrativa (Gugu Mbatha-Raw) o un oscurísimo comisionado de Brooklyn (Alec Baldwin).
Para entender con cuidado el material que maneja el guión del propio Norton es fundamental tener en cuenta su actuación, puesto que, aunque sabemos que no es ajeno a dar vida a personajes inestables, otro actor podría haberse acercado a Lionel sólo a través de un exceso de tics. En cambio, Norton expresa la sintomatología del trastorno de Tourette de la manera en que el personaje la describe y que, si lo pensamos, es la que más se aproxima a la realidad de esta condición: «como si hubiese un anarquista viviendo dentro de mí » o como poseedor de «una cabeza llena de cristales rotos». Arrebatos incontrolables, actos repetitivos y hasta la existencia de una voz interior. Tal condición, si bien en un principio resulta violenta para los demás, deviene, de alguna forma, una virtud por la que otros están dispuestos a escucharle.
Al tratarse, además, de un personaje que no puede mezclarse con cualquiera en un humeante bar de jazz (mención aparte tiene la banda sonora de la película, que refleja yuxtaposiciones inesperadas, ya que el jazz supone, per se, parte de la acción y los acontecimientos cruciales o la agradecida y fundamental presencia de un trompetista que no es sino un joven Miles Davis) o enfrentarse a un sospechoso con destreza, Lionel se convierte en una figura efectiva y desarmante para este medio adusto e inhóspito en el que se mueve. Uno de los mejores ejemplos de esto es el momento en que le pide fuego una bella femme fatale y debido a su naturaleza obsesiva, se siente insatisfecho con cada cerilla que enciende, soplándola cuando la acerca a su cigarrillo y provocando que la mujer se aleja molesta. La incapacidad de Lionel de controlar sus arrebatos lo hace destacar en una sociedad en la que todos están obligados a conformarse con nociones de autoridad o fortaleza.
En cualquier caso, esta aceptación de lo inusual afirma la representación del propio Lionel así como su lugar en la ciudad, incómodo pero vinculado, propio aunque nunca ajeno. Claro que la ciudad y la ambientación son cruciales aquí, en tanto que los diferentes distritos de Nueva York marcan todo aquello que está en juego en este drama de inapagable regusto noir. El fabuloso director de fotografía Dick Pope rueda la película en tonos fríos, en los que hasta la ropa de los personajes y las construcciones adquieren un tono melancólico y sublime. El sabio uso de la profundidad de foco captura cada uno de los edificios en detalle, convirtiéndolos en figuras significativas dentro de la composición visual. Los flashbacks de Lionel están a menudo sobreexpuestos, expresando su confusión y claridad simultáneas con lo que ve.
Sin embargo, Motherless Brooklyn es toda ella, en conjunto, una obra sobre lo distinto, lo inusual. No sólo se trata, pues, del síndrome y sintomatología de Norton, sino que, por ejemplo, el personaje de Baldwin tiene un caminar distintivo y casi cómico; la viuda de Frank, Julia (Leslie Mann), parece no poseer empatía alguna; el ranchero de Dafoe está enfermo de culpa e ira; Billy Rose (Robert Ray Wisdom) tiene un brazo dañado… Es decir que, a lo largo de la película, todos parecen tener algo que es identificablemente extraño en ellos. De alguna manera, la paradoja de la anormalidad cotidiana caracteriza a la película en su conjunto.
Por otra parte, Motherless Brooklyn contiene los suficientes elementos familiares del género detectivesco como para no salirse de aquellos conceptos a los que estamos, por inercia, acostumbrados, incluyendo matones amenazantes, sombreros y abrigos distintivos, autoridades poco fiables, diálogos curtidos y la sensación de que el detective es la única figura de integridad en la tradición de, digamos, un Philip Marlowe o un Lew Archer.
¿Qué evita, entonces, y por todos los medios, el cliché? Lisa y llanamente, que estos aspectos aparecen mezclados con el realismo social. Los enemigos con los que Lionel se encuentra a lo largo del camino, aunque cometan crímenes, no son gánsteres en el sentido tradicional. La corrupción que Lionel descubre es endémica, pero también intrínseca a la ciudad, tanto en la institución urbana como en el registro de votantes y la administración electoral con la que trabaja Laura (extraordinaria la bellísima actriz británica Gugu Mbatha-Raw).
Todos los que nos son desvelados como corruptos creen estar haciendo lo correcto para la ciudad, impulsados por singulares realidades de desarrollo urbano y social, más que por un deseo de poder o incluso por mera codicia material.
La portentosa actuación de Alec Baldwin –hace tiempo que este actor de teatro merece una sincera defensa- incluye algunos monólogos elegantes, pero en lugar de recordarnos al Gutman de Sidney Greenstreet en El Halcón Maltés (John Huston, 1941) o, en fin, a un Vito Corleone cualquiera, recuerdan más a cualquier figura política contemporánea. La construcción de nuevas instalaciones tales como puentes, parques y muros se equipara con una buena acción para la ciudad, mientras que la gente, especialmente los habitantes negros de Harlem, se ve arrastrada por el implacable impulso del progreso.
De esta manera, Motherless Brooklyn se compromete con el peligro –tan contemporáneo también- de los demagogos y la tecnificación, destacando la malevolencia del empresariado industrial y el desarrollo urbano (eso que hoy llamamos gentrificación). Hacerlo desde la perspectiva de un protagonista aquejado de un trastorno mental y una mujer afroamericana hace que esta extraordinaria película de Norton se convierta, de súbito, en un grito reivindicativo hacia los menos representados y privilegiados. Las voces de estos grupos están en gran medida excluidas del discurso dominante y, por lo tanto, deben ser constantemente destacadas. Como en toda buena muestra de cine negro que se precie, las eventuales revelaciones y confrontaciones de la película son silenciadas, ofreciendo poco en aras del triunfo o incluso de la resolución, lo que le da a la película un final casi de abatimiento, de impotencia. Esta sobriedad también refleja los acontecimientos modernos, toda vez que los descubrimientos sobre fechorías o impropiedades políticas parecen servir para poco, formando parte de la economía política en la que vivimos y que la película dramatiza.
Motherless Brooklyn es, por todo ello, una oportuna pieza de reflexión social, además de un atractivo y exquisito drama criminal que equilibra el desánimo con un suave, si genuino, sentido de esperanza en la decencia humana (por ejemplo, el ambiguo Minna que, como destacará Laura, nunca, ni desde la tumba, ha dejado de cuidar a nuestro detective Lionel). Que, al final, todo funcione en ella ocurre gracias a la pasión de Norton, tanto delante como detrás de la cámara, y a su idea sobre ese mítico sueño americano que se desvanece ante una industrialización ciega sobre cualquier cosa que se aleje de ella misma.
Ficha técnica |
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