Se mudaron a esta casa hace más de tres años. Les gustó la luz, la ventilación cruzada y que la cocina diese al salón. Todavía no sabían que la tarima flotante lo era en su literalidad, y que caminar sobre su superficie sería sobrevivir a la ondulación de una marejada. La casa no tenía cortinas, así que pusieron estores en el dormitorio y el estudio. El resto de ventanas quedaron descubiertas al no estar ubicadas en zonas conflictivas para la intimidad.
Al poco tiempo se rompió uno de los estores. Después le siguió el otro en un acto de solidaridad fraternal sin precedentes. El hogar quedó entregado por completo al ojo externo como una secuencia más de La ventana indiscreta versión Paquita Salas. Decidieron dejarlo así. Y así sigue. Les gusta pensar que las criaturas que viven enfrente pueden ver en pequeña pantalla los besos que en la grande a veces les son negados.
El bloque tiene tres plantas. Ubicar su piso desde la calle es fácil por esta apología de una vida sin cortinas. El vecindario es público obligado a su cotidianidad. Las han visto en bragas regar los geranios a primera hora. Hacer yoga, sacarse mocos, destrozar a dos voces Shallow. También bailar, discutir, llorar, reírse a carcajadas y morirse de pena con el edredón hasta las cejas. Han intuido cada polvo cuando las persianas se han bajado con cuidado y se han subido al rato. Al volver a escena, han apreciado también el dildo reposando en la mesita y las sábanas revueltas. Han conocido a sus amigues y amantes. Han intuido los éxitos y los fracasos, las fases lunares y hasta las peores resacas.
Sus ventanas sin cortinas son rectángulos rebeldes que hacen más porosa la privacidad que promete la fachada. Les enorgullece pensar que son el resultado de una geometría algo más amable que la del pasado.
Base por altura, ¿qué dimensiones han contenido tu sexualidad, tu género, tu yo?
Rectángulo 1: cancha
El patio de tu colegio se despliega, como casi todos, en torno a una pista de deporte. Siempre te ha fascinado la infinidad de líneas que la atraviesan. Cada una de un color, cada una correspondiente a las reglas de un deporte diferente. Desde muy pequeña aprendes que los adverbios que das en Lengua también dibujan fronteras en el espacio. Lejos o cerca de la norma. Dentro o fuera del campo de fútbol. Marimacho o niña a secas.
Rectángulo 2: pizarra
No sabes calcular la de horas que te pasas mirando a esa extensión verde oscuro con borrones de tiza. Por ella transitan distintas personas que te enseñan a leer, escribir, sumar, restar. Raíces cuadradas que no sabrás repetir. Geografía, geometría, geología. La escala de sol y la flauta dulce que a tus padres les suena amarga en la siesta. El infierno hecho lista de verbos irregulares. Aprendes que “piensas, luego existes”, aunque por mucho que te comes la cabeza jamás ves reflejada tu existencia en aquel tablero escolar.
Rectángulo 3: piscina
Llevas yendo a nadar desde los tres años. Sabes bien que sumergirse en el agua es el último eslabón de una cadena infinita de exposición no siempre deseada. El vestuario como aduana de género. La ropa como límite de la carne. El paseo en bañador como desfile forzoso. Ante la desnudez ajena, observas con curiosidad y cautela. Ves pelos incipientes en la entrepierna. Aprecias la diversidad morfológica de algunas tetas. Recorres las siluetas allí presentes. Sus pieles. Sus pliegues. Sus arrugas. Sus cicatrices. Ese baile de cuerpos heterogéneos es la clase de anatomía que hubieras necesitado.
Rectángulo 4: televisión
Estás sola en el salón y, mando en mano, cambias compulsivamente de canal hasta llegar a tu objetivo. Te detienes cuando la pantalla se inunda de franjas horizontales vibrantes y te entregas al porno codificado. Te masturbas a trompicones y suspiros mudos por miedo a que te escuchen. Intuyes un vaivén de culo, una melena, un pene, unas esposas. Te sientes en uno de esos ejercicios de percepción visual en los que hay que completar figuras. Combinas un poco de agudeza visual y mucha imaginación hasta correrte. Tu memoria está plagada de relatos eróticos que no encuentras en la programación audiovisual.
Rectángulo 5: bar
Una butch de unos cincuenta años os abre. Es la primera vez que entras en un local de ambiente. Le quitas importancia porque te has bebido unas copas y te acompaña un amigo que también está de estreno. Pones un pie dentro y radiografías la sala, no sabes si con intención de ligar o con miedo a encontrarte a alguien que no te espere allí. Hay densidad en las miradas. Sientes que aquel lugar es un agujero negro de fantasía que no esperabas en tu ciudad de provincias. Te refugias en él y construyes el universo que te impides de día en las calles.
Rectángulo 6: pancarta
Te mudas a otra ciudad y dejas atrás algunos rectángulos asfixiantes (entre ellos el armario). Un día acudes a una asamblea de tu facultad y terminas haciendo de esa acción puntual algo cotidiano. La política se despliega entre las cuatro esquinas de tela que recogen un lema donde cabes tú y caben otres. Sigues encontrándote áreas y perímetros hostiles, la diferencia es que ahora tienes una comunidad disidente que te presenta otros mapas.
La vida más allá del centro
La etimología de «rectángulo» nos dice que viene del latín rectus, que es «derecho», y del griego anklus, que es «doblado, torcido». Aunque tiene que ver con los cuatro ángulos rectos que lo componen, no deja de ser paradójico. Parece como si su origen quisiera susurrarnos al oído que la rigidez del marco impuesto también tiene sus flaquezas. Y es en las posibilidades de esas coordenadas suspendidas donde seguimos resistiendo. Más allá del centro, de la norma. Sin cortinas y con mucha purpurina.