“Todo es una farsa”. Con esta declaración de intenciones el mérito de la última obra de Rita Azevedo, coproducida con Gonzalo García Pelayo (qué unión tan inimaginable, qué cines más diferentes, y qué resultado tan acertado), es incuestionable. Si a la farsa se le une el cine dentro del cine, pues no se nos oculta que estamos dentro de un rodaje, y que la pareja que forman Pierre Léon y Rita Durâo son actores, el que a lo largo de los minutos disfrutemos de sus conversaciones como si realmente asistiéramos a las de una pareja que lo fue y que poco a poco vuelve a reencontrarse gracias al poder sanador de la música (y algo más) hace que el logro sea absoluto. Adélia y Paul no son reales, son la creación de un autor que construye a partir de la representación actoral el paradigma de la pareja en el cine, pero si la historia está llena de ejemplos de rupturas a partir de pasiones que parecen imperecederas, la apuesta de Azevedo, a partir del texto de Eric Rohmer, es representar el camino inverso, desde la ruptura al reenamoramiento gradual de una pareja madura que se ha seguido respetando a lo largo de los años de distancia.
Uno se imagina los que ha debido suponer para el mundo de la cultura verse ante el abismo cuando estalla la pandemia, atenazados por su imposibilidad física de explorar su capacidad creativa algunos han recurrido a mecanismos de filmación que ayudaran a seguir trabajando sin poner en riesgo a los participantes, otros han desistido y muchos han esperado. Para un artista crear es algo más que una satisfacción espiritual, es un medio de vida insustituible, y Azevedo, como ha sido también el caso de Gomes y Fazendeiro, (por eso de seguir en Portugal) se sirve de un pequeño espacio, mitad arquitectónico mitad natural, para, con 4 actores, y mucho ingenio, dar una vuelta al texto original y permitir que el cine vuelva a hacer el milagro de olvidarnos de todo su entramado, sus repeticiones, sus errores, sus cambios, sus enfados, haciéndonos creer, a lo largo de un año ficticio, que esa pareja retoma sus viejos hábitos y costumbres hasta darse cuenta de que se echan de menos más allá de lo que unos buenos amigos pueden sentir. El buen cine no necesita grandes despliegues, grandes escenografías, grandes equipos; el ingenio y la calidad no necesitan grandes presupuestos.
Si la conversación puede ser rohmeriana (se filma en francés una obra producida entre España y Portugal) y el azar, en forma de excusa musical, es la excusa sobre la que gravitan las indefiniciones y enfados de la pareja en su trayecto final; la puesta en escena, el ejercicio de luz que acaricia a los personajes, el encuadre y la manera de enfocar a los personajes, es característico del buen cine de la directora portuguesa (aunque en este caso no puede decirse que lo tenga malo). El uso del espacio, la diáfana claridad de los huecos por los que entra la iluminación aparentemente natural, el contraste con el contraluz y el claroscuro que se utiliza en la noche, proporciona a la película una agradable sensación de calma, de tormenta apaciguada, de fluida naturalidad entre los personajes que, pese a ensayar, repetir, modificar y filmar, no pierden nunca su capacidad de empatía recíproca. Si el trío en mi bemol mayor, “Keggelsttatt”, de Mozart, marca el ritmo y genera la ansiedad provocada por el anhelo de Paul y la ignorancia de Adélia, la película de Azevedo guarda otro elemento provocador de enorme interés y acierto que, por un lado, nos devuelve a la realidad cada cierto tiempo para que no olvidemos que estamos en una ficción dentro de una ficción, y por otro añade un elemento humorístico de primer nivel al conjunto.
En todo rodaje, y aunque la fluidez invita a olvidarse de que nos encontramos dentro de un set, hay un director. El casi octogenario Ado Arrieta en el papel de Jorge (qué poca importancia damos en nuestro país a determinados autores y Arrieta es uno de ellos) dirige la película. Es un decir, está, indica, cambia, repite, para la filmación y la deja para el día siguiente aunque todo haya salido bien pero algo hay que no le convence. Filma a la espera de que algo suceda, dejando fluir las palabras escritas pero sin aparentar conocer el camino y el destino de su película. Constantemente pierde el guion que recupera la joven script, pero se deshace de él inmediatamente en una invitación a que el creador se libere de su corsé y la palabra escrita para dar paso a la improvisación, a la revelación de una mirada, de un movimiento, de un desconocido rapto de genio que atraviese el set y de, al conjunto, la mirada precisa. La parsimonia, tranquilidad, hasta desinterés que el director muestra por la filmación (los bellísimos planos en la playa podrían ser un ejemplo) contribuyen a ese tono relajado con el que discurre la película, como un cuento amoroso de Rohmer digno de una playa normanda; pues, no en vano, Las cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle deberían haber sido cinco y este trío formar parte de ella. Ver “Trío en mi bemol” es un goce, un raro lujo en los actuales tiempos donde la atención se mantiene unos segundos en una pantalla, es el disfrute de ver y escuchar a personas hablando y entendiéndose, de cómo la palabra enamora y la música emociona. Viendo “Trío” es como si esta película se hubiera desgajado, hubiera nacido, de una conversación durante el rodaje de “Danzas macabras”, ésta más trascendental, más seria, más intelectual; mientras “Trío” es un divertimento. Como la música de Mozart, capaz de unir la excelencia con la apariencia de sencillez que no es tal. Rita Azevedo mantiene muy alto su nivel creativo y para el espectador no deja de ser una excelente noticia encontrar refugios de esta entidad.
O TRIO EM MI BEMOL. 2022. Portugal, España. Dirección y guion: Rita Azevedo Gomes. A partir de una obra de teatro de Maurice Schérer (Eric Rohmer). Producción: Basilisco Filmes, Gong Producciones. Fotografía: Jorge Quintela. Reparto: Rita Durão, Pierre Léon, Ado Arrieta, Olivia Cábez. Montaje, escenografía y vestuario: Rita Azevedo. Productores: Rita Azevedo, Gonzalo García Pelayo. 127 minutos.