Aunque viviera y muriera siete veces, seguirían fascinándome Tennessee Williams y su teatro. No sé si las influencias de Chejov y Faulkner fueron tan determinantes en su trayectoria como dramaturgo o, simplemente, las circunstancias que le rodearon desde niño, pero es indudable que Williams tenía un talento difícil de igualar. Sus personajes laten y sus historias están impregnadas de la áspera realidad de una época, cuyas restricciones socioeconómicas y morales marcaron generación tras generación.
Este tranvía llamado «Deseo», que conduce al cementerio y de ahí, hasta la sexta parada en los «Campos Elíseos» de un barrio del Mississipi, lleva a bordo todo el calor de Nueva Orleans; también, sus casas y paredes de cemento agrietado por el tiempo, sus galerías exteriores con extraños motivos decorativos, sus gentes de diferentes razas y procedencias. Inevitablemente, sus personajes lucen los rostros de Marlon Brando, Vivien Leigh y Kim Hunter, ya que Elia Kazan -a través de la gran pantalla- consiguió que esta obra de teatro fuera universal, con una dirección precisa y una adaptación muy convincente, cuya pulsión arrastra al espectador a una convulsa trama de emociones y tensiones no resueltas. Un Tranvía llamado Deseo (1947) no es sólo uno de los textos teatrales más importantes de la literatura estadounidense, sino un grito de soledad ahogado por el galope incesante de una marabunta sorda, insensible al propio ser humano, que lo engulle y lo hace correr sin aliento: la misma vida aniquilando a la vida.
Blanche, desorientada y confusa, llega a casa de su hermana Stella -esposa de Stanley Kowalsky- esperando encontrar otra Belle-Reve, esa mansión familiar que acaba de perder debido a los excesos cometidos y a sus malas gestiones con los prestamistas. Desde el inicio, el autor la presenta envuelta en gasas y telas vaporosas, perlas, blancura, misterio. Puede ser un ángel o un fantasma; quizás, ambas cosas a la vez. La aparente inocencia de Blanche induce al lector a protegerla, a mostrarse indulgente con este ser tan puro, débil a simple vista, cuya única arma son su educación y esa dulzura infantil que a muchos encandila. Sin embargo, no tardaremos mucho en descubrir la tormenta en su interior: alcoholismo, inseguridad, culpa, desequilibrio e, incluso, perversiones, que ella se encarga de ocultar y maquillar con fantasías e historias inventadas, tras las que esconder un pasado cargado de sinsabores y gravedades que no pueden borrar las palabras: «Yo no digo verdades… Digo cosas que debieran ser verdad… ¡Y si eso es malo pues al infierno conmigo!»[1]WILLIAMS, Tennessee. 1988.
Un Tranvía Llamado Deseo. Madrid: Ediciones MK, p. 100.
Este personaje constituye el eje de muchas piezas teatrales de Tennessee Williams y podemos enumerar algunas, aparte de Blanche: Laura Wingfield (El Zoo de Cristal, 1944), la chica introvertida que colecciona animalitos de cristal, tan frágiles como ella; Alma (Verano y Humo, 1948), la hija del predicador, a la espera de un viejo amor aún latente; Catherine (De repente, el Último Verano, 1958), víctima del egocentrismo de su primo Sebastian y del celo enfermizo de su tía Violet. Todas son Rose, la hermana que le inspiró y le provocó tantos desvelos. Williams y ella se sentían muy unidos desde la infancia, sirviéndose el uno al otro como bastón y socorro ante la difícil atmósfera familiar. Él jamás superó el vertiginoso descenso que experimentó su Rose hacia el infierno de la locura; marioneta de la ciencia y de la decisión de una madre dominante, quien no dudó en aceptar que le practicaran una lobotomía para calmar esa conducta vergonzosa y esos «demonios azules» -tal y como los nombraba Williams- que habían trastocado a su pequeña.
Es un ejercicio agotador el de Blanche, pretendiendo ganarle el pulso al transcurso de los años, tomando baños calientes y empolvando su cara para ahuyentar a la madurez. La obsesión por su apariencia es similar al miedo que experimenta cuando alguien levanta alguno de los pliegues de su pasado, pues su estado de ruina es general y se extiende también a un interior emponzoñado por la frustración y la neurosis -haciendo alusión a la «histeria» de Freud y todo lo que ha dado de sí, en cuanto a personajes femeninos se refiere-. «Hábleme de alguien que no haya sufrido y tendré que decirle que no es una persona completa…»[2]Ibíd., p. 43 y es por esto por lo que el personaje nos atrae, al mismo tiempo que nos produce rechazo. Como el juego de luces y sombras al que ella misma se somete: necesita un halo que la enfoque constantemente, pero sustituye la luz cruda de las bombillas por la penumbra que genera la llama de una vela.
Por otra parte, Tennessee Williams no quiso pasar por alto la sempiterna hostilidad entre los Du Bois y los Kowalski; en otras palabras, la diferencia de clases y la concatenación de desencuentros que este hecho ha generado durante siglos. En este caso, los Du Bois representan a una aristocracia decadente, próxima a desaparecer, que aún tiene los arrestos de vanagloriarse de un brillo antiguo y que, sin embargo, no es más que el producto de un golpe de suerte: inmigrantes europeos que hicieron fortuna en el Nuevo Mundo y olvidaron el hambre y la suciedad que padecieron sus antepasados. Los Kowalski dejaron Polonia, Rusia o Italia en otra época, teniendo que conformarse con ocupar los suburbios de las ciudades, con ser obreros en cualquier fábrica y con vivir hacinados en apartamentos minúsculos. Unos, se envuelven con eufemismos; otros, como Stanley, los detestan: «¡Mírate con esa mierda de traje viejo alquilado en una tienda de disfraces!… ¡Esa corona ridícula!… Una reina… ¿Reina de dónde?»[3]Ibíd., p. 109.
A estas alturas, aún se repite una polca hasta que la interrumpe un disparo; también, un piano y un blues, mientras una mujer invidente vende flores de hojalata. El deseo es lo contrario que la muerte, como un campo cubierto de margaritas. «Los débiles tienen que brillar como… como si fueran farolillos…»[4]Ibíd., p. 65 y, por ello, siempre dependen del cariño de los demás. ¿Dónde está ese tranvía?
Título: Un Tranvía Llamado Deseo |
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