La noche del 21 de febrero de 1942 estuvieron cenando con un amigo y dos días después encontraron sus cadáveres, tendidos en la misma cama. Stefan Zweig y su esposa Lotte Altmann, el uno junto al otro, dormían eternamente; habían perdido la paciencia esperando el amanecer en aquella larga noche en la que se había sumido Europa. El continuo peregrinaje desde Austria a Londres, Nueva York y más tarde, Brasil, fue alimentando la angustia del escritor judío ante la amenaza nazi. En más de una ocasión, sus allegados referían que padecía el «Síndrome de la Mujer de Lot»: se convirtió en una estatua de sal, paralizado ante el escenario terrible que le planteaba un continente al que había dedicado su obra, en el que tenía fe.
Puede que uno de los títulos más populares de Zweig sea Carta de una Desconocida (1922), llevada al cine en 1948 por Max Ophüls e interpretada por la carismática Joan Fontaine y su partenaire Louis Jourdan. Sin embargo, su prolífico repertorio incluye teatro, poesía, novela y hasta biografías. Uno de sus textos es Mendel el de los libros (1929), con menos de sesenta páginas y una lectura sencilla, sin florituras ni descripciones redundantes. El protagonista -un librero de viejo de Viena- no cuenta su historia en primera persona, pues ya se ha transformado en un recuerdo, en una reliquia de uno de los muchos cafés de la ciudad. Para acercarnos a él tan sólo contamos con un narrador nostálgico y con el testimonio de la señora Sporschil, encargada de los aseos del local.
Jakob Mendel, querido y admirado por universitarios, profesores, investigadores y usuarios del café, «leía como otros rezan, como juegan los jugadores, tal y como los borrachos, aturdidos, se quedan con la mirada perdida en el vacío».[1]ZWEIG, Stefan. 2016. Mendel el de los libros. Barcelona: Acantilado, p. 12 Su único universo eran los libros, dominaba las bibliotecas mejor que los bibliotecarios y el mundo de los otros no existía para él. No por ello era más espiritual o empático, tampoco más sabio. Lejos de esa imagen que puede ofrecer la breve sinopsis y confundir al lector, no se trataba de un anciano apacible, de sonrisa dulce y manos cálidas, sino de un ser insensible a todo aquello que no fuera un título, un precio, una cubierta, una página o un catálogo con cientos de ejemplares. Su mente era un inventario y su placer no se vinculaba al dinero que pudiera extraer con sus trapicheos; más bien, al acto vanidoso de saberse poseedor de un conocimiento superior al de la mayoría.
Pero todo aquel que, de alguna manera, permanece aislado y ajeno a su alrededor, acaba sufriendo las consecuencias de ese todo que ignora. Nada le preocupaba, tampoco la guerra. Nunca levantó la vista cuando los vendedores de periódicos vociferaban la desgracia en forma de titular, ni cuando fueron desapareciendo conocidos y no se volvían a nombrar (por si acaso). Tampoco cuando la leche y el pan fueron sustituidos por brebajes y mendrugos incomestibles. Y entonces, llegó el día en que Mendel fue tratado como un loco y arrastrado a un campo de concentración por haber descuidado los trámites de su nacionalidad y seguir siendo ciudadano ruso, por enviar correspondencia a países enemigos y hacerlo abiertamente, en busca de volúmenes y reproducciones antiguas, amarillentas y desconocidas. Porque la ingenuidad es todavía una cualidad o defecto que resulta inverosímil; aún más, cuando las calles se convierten en un polvorín y perdemos la poca humanidad que nos hayan dejado quienes deciden cuándo y por qué han de matarse los pueblos.
Jakob Mendel encierra, entre otros, dos conceptos diferentes que, en ocasiones, se convierten en fieles compañeros de viaje: el individualismo y la introspección. Fue esa entrega total al politeísmo de los libros y su capacidad de abstracción las que le llevaron, poco a poco, a olvidarse de sí mismo y de los demás. Desarrolló un egoísmo insano, amparándose en párrafos, autores y fechas; obvió el sufrimiento, la necesidad y la caída de lo tangible -y en absoluto innecesario-. Nuestro protagonista no fue menos cruel que todos aquellos que le volvieron la espalda. Su compasión fue tan miserable como la de sus vecinos al verle marchar. Su mirada estaba tan fija en el horizonte que se perdió todo aquello que lo circundaba, viviendo una irrealidad cómoda y amable. «En su mundo superior de los libros no había guerras, ni malentendidos, tan sólo el eterno saber y querer aún más números y palabras, títulos y nombres»[2]Ibíd., p. 42, hasta que la evidencia lo abofeteó y unos gendarmes lo arrestaron. A partir de ese momento, cuando lo despojaron de sus libros y perdió sus gafas -el telescopio mediante el que accedía a su cosmos-, se convirtió en un despojo de sí mismo.
Aventurándome a errar, puede que Stefan Zweig derramara algo propio al crear al librero judío de Viena, ya que fueron muchos los que le reprocharon su incapacidad para tomar partido y posicionarse abiertamente contra Hitler y el nazismo alemán. Por otra parte, desarrolló una extraordinaria sensibilidad hacia los otros, aunque ésta no le llevase a revolverse contra el régimen del terror que sufrían sus semejantes y él mismo, tan sólo a un continuo exilio que le devolvió un sentimiento de culpa y desarraigo perpetuos. Sería improcedente juzgarle, teniendo en cuenta que el ser humano y el instinto de supervivencia toman múltiples formas, derribando estructuras ideológicas y morales que parecían firmes en tiempos de vino y rosas.
Al final, unas manos ajadas por el trabajo que no habían abierto más que la Biblia, consideraron la importancia de guardar un pedazo sustancial de alguien que, como muchos, fue condenado por la insensatez y la ambición. «Si aún tengo el libro que dejó entonces sobre la mesa. ¿Dónde habría podido llevárselo? Y después, como no se presentó nadie, después pensé que podría quedármelo como recuerdo»[3]Ibíd., p. 56 y la señora Sporschil, sin pretenderlo, aunó toda la pureza en un solo gesto.
Título: Mendel el de los libros |
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