Henri Lefebvre afirmaba que los barrios son los mantenedores de la producción de capital, donde apenas importa el ESPACIO PÚBLICO (cultural, social, convivencia …), y donde las personas son hacinadas en edificios a los que acuden a descansar después de una dura jornada laboral. Parece una definición bastante acertada.
Yo crecí en un barrio. Mi madre compraba las zapatillas de verano en el “Mercadillo” y mi padre intercambiaba los Tebeos en “el quiosco de Juan” a duro la “pieza”, yo siempre le pedía todos los que pudiera conseguir de la “Marvel”. Era mi antídoto para escapar de una realidad gris y pobre. No sabíamos lo que era tener conciencia de clase. Soñaba con todas esas historias, fantaseaba con ellas. Recuerdo un día en el que estaba corriendo en un parque. Estaba solo. Hacía mucho viento y, por un momento, sentí como si estuviera volando. Pasé años convencido de que realmente había volado. Creía que en el cualquier momento una araña radioactiva me mordería y podría salvar el mundo. Ahora soy un adulto. Ya no tengo superpoderes. Y sin mis superpoderes, estoy obligado a encarar la triste realidad de que hay muy poco que pueda hacer para ayudar a detener esta pandemia, más allá de quedarme en casa.
Al final debemos darnos cuenta de que somos nosotros quienes trocean la carne de sus fábricas y envasan al vacío el fiambre con el que “ellos” (¿Quiénes son “ellos”?) dan la merienda a sus hijos, somos nosotros quienes les servimos las mesas, les educamos, les entretenemos en los cumpleaños, les limpiamos las casas, somos nosotros quienes les sonreímos en la caja del supermercado, les arreglamos el wifi, y les reímos las gracias. Somos quienes organizan la seguridad de las viviendas, ¡y de la casa de la moneda!
“ … Se llamaba Robert Polson …”
Somos nosotros los que sufren en sus carnes el paro cuando no hay empleo.
¡Y no lo hay!
Somos nosotros los que conducimos la NAVE.
Deberíamos parar.
La soledad no ha supuesto nunca un problema. He aprendido a ser feliz siendo diferente. El mundo tal y como está concebido me avergüenza, y si el apocalipsis que vaticinan algunos funcionara para crear un mundo mejor, bienvenido fuera.
Estos días recuerdo muy a menudo al niño sonriente que era.
En esta situación de aislamiento puedo ver cómo las fronteras desaparecen, puedo sentirme unido profundamente a todos vosotros.
Pienso en Rambal, que por las noches era mujer y por el día chaval, en aquellos años esa actitud merecía los honores de un auténtico héroe nacional. Cómo él decía:
“…mejor diez puñaladas que un minuto con miedo…”
Esta situación que nos ha desnudado a todos plantea algunas preguntas:
¿Qué es eso, entonces, qué hemos estado buscando tan urgentemente? ¿Qué lecciones de esta extraña experiencia vamos a querer aprender?
En un barrio se desarrolla SMILF, y Frankie Shaw (su creadora) soñaba de pequeña en jugar en la WNBA. Su sueño también se topó con la dura realidad.
SMILF está inspirada en un cortometraje del mismo nombre con el que Frankie Shaw ganó el premio especial del jurado en el Festival de Sundance de 2015. En aquel corto sólo aparecían dos personajes, ella y su hijo de tres años, pero los cimientos de la historia son los mismos que ahora traslada a la serie de televisión: su experiencia personal como una veinteañera, madre de un hijo que está co-criando con el padre biológico del pequeño, aunque ya no mantengan una relación sentimental.
Frankie en la serie llama a su hijo Larry y de apellido Bird (Larry Bird) y viven en Boston. Este pequeño apunte de guión ya nos da una idea bastante precisa de los derroteros por los que va a discurrir esta pequeña joya.
En los EEUU a la clase baja, blanca y caucásica, se les llama “White trash” (basura blanca) . La sociedad yankee tiene un nombre peyorativo para cada etnia, son así de demócratas.
En esta “dramedia”, Shaw nos cuenta su dura vida como White trash.
Nos vamos a centrar en un capítulo, en concreto de la segunda (¿y última?) temporada: El capítulo 3 Single Mothers Inspire Loving Families (SMILF).
Una de las claves del éxito de las series donde se mezcla drama y comedia, suele ser el tono innovador de las mismas. Tratan temas y situaciones que nunca se habían mostrado antes en la pequeña pantalla. Los guionistas son los maestros de ceremonia y son quienes toman decisiones. Es algo que se debería implantar en España y que por desgracia solo se consigue en contadas ocasiones (El fin de la comedia).
Este capítulo comienza con el inicio de la jornada laboral de un grupo de mujeres inmigrantes. Van a trabajar, hacinadas, en un autobús urbano que les deja a las puertas de un barrio residencial de viviendas lujosas (La Moraleja, por poner un ejemplo). Todas ellas trabajan como empleadas del hogar.
Mientras suben por la calle de bienvenida , que se asemeja al Tourmalet (no solo por la pendiente), un vaticinio de sudor y lágrimas se instala en todas ellas.
Una mujer se despierta dentro de una de estas casas. Es hawaiana. Lo primero que hace nada más levantarse es mirar la foto de su hija ausente. Tiene que darse prisa: el trabajo de una “interna” nunca termina.
Otra mujer llega a otra de estas casas (en este caso es de Haití). Empieza a limpiar. La dueña de la casa, le recuerda que ese mismo día vienen a cambiar el Frigorífico. El primer pensamiento que le viene a la cabeza es que quizá pueda quedarse con el refrigerador antiguo (que no viejo).
Poco después, en otra secuencia, se retrata la verdad de quien no teme al futuro:
La dueña de la casa discute con una conocida dónde venden el Bolso de Vuitton que cuesta el salario de 10 años de una de sus empleadas.
Esto es SMILF.
El mundo que legaremos a nuestras hijas es un gigantesco y putrefacto cementerio, donde los vivos y los muertos se confunden en una macabra danza de la muerte, donde la moral es un tiro en la cabeza, el sexo se vende por una lata de carne, la corrupción es el aire que respiras y la hipocresía política la sangre que bombea ese corazón hediondo de un Dios cruel y moribundo, henchido de cobardía, avaricia y mentira.
Pues sí que me ha quedado un escrito pesimista.
Voy a salir de paseo con mis hijas…