Como Raymond Williams recordaba en 1961, en el primer capítulo de su obra La larga revolución, durante siglos el arte y la religión se arrogaron la verdad frente a la supuesta superficialidad que caracterizaba el estudio de los hechos mismos. La ciencia tal y como la conocemos tardó mucho en imponerse al arte y la religión como depositaria del conocimiento fundado. Resulta curioso y paradójico que lo hiciera justo cuando fue capaz de comprender que la oposición apariencia versus verdad definía una división interna a la ciencia misma, no la frontera entre ella (poseedora de la verdad) y el arte y la religión, rehenes de la imaginación y la mentira. Además de las falsedades propias de los sermones o de la poesía, la ciencia comprendió que existía un estrato de apariencias propiamente científico que su método de trabajo sobre la empiria, por sí solo, no lograba disolver. De ahí que hubiese espacio para las revoluciones científicas. Pues existían hechos que, aunque fuesen materiales, no dejaban de ser engañosos. Marx identificó este estrato de apariencia propiamente científico con las formas fenoménicas, un concepto con el que anunciaba que la verdad del mundo no era accesible inmediatamente a través de la experiencia, porque esta última trasladaba siempre, de primeras, una imagen superficial y deformada de sus dinamismos internos, de sus causas profundas, de su verdadera razón de ser.
Lo que ya no es tan paradójico es que, una vez la verdad selló su relación privilegiada con la ciencia, muchos artistas comprendieran que el futuro quedaría reservado para aquéllos cuyo arte no entrara en contradicción con las verdades científicas. ¿Significa esto que los artistas ya no podían mentir, inventarse metáforas, ejecutar desplazamientos de sentido? Ni mucho menos. Respetar el privilegio epistemológico de la ciencia implicaba sólo el compromiso de que, en última instancia, las obras artísticas no cuestionarían —no rehuirían— la verdad que las grandes teorías ofrecían acerca la naturaleza, del psiquismo, de la sociedad. Como es obvio, este compromiso jamás fue aceptado por los profesionales de la religión, pero sí por artistas que se esforzaron por construir un arte que, además de proporcionar placer estético, enseñase algo sobre la realidad.
Creo que al compromiso ideal entre el arte y la ciencia, al menos en literatura y en lo que concierne a la sociedad capitalista, Raymond Williams lo llamó realismo. «Cuando trato de definir la tradición realista en la literatura de ficción, pienso en un tipo de novela que crea y juzga la cualidad de toda una forma de vida en términos de las cualidades de personas concretas. El equilibrio que implica este triunfo es quizá lo más importante del realismo». Más que un triunfo que se haya logrado alguna vez, el realismo así descrito expresaba un ideal regulativo, una guía para articular en la obra literaria a los personajes con la verdad de la sociedad de la que formaban parte. Como ideal regulativo que es, el realismo admitiría toda una variedad de estrategias, desde el expresionismo pedagógico de Brecht a las breves estampas reflexivas que Steinbeck intercalaba entre sus capítulos narrativos de Las uvas de la ira. Pero no podría haber arte realista sin al menos dos constantes: la adhesión a una verdad científica sobre el mundo social y la voluntad del escritor de hacerla compatible con la peripecia de unos personajes.
Creo que la aspiración artística de David Simon, creador de The Wire, Treme y Show me a Hero, se inscribe en la tradición realista. En estas obras encontramos, sin duda, la afirmación de una verdad científica. Simon se define como socialista, un término que cuando se utiliza con propiedad (y Simon suele utilizar las palabras con propiedad) entraña una teoría concreta acerca de la realidad social. ¿Qué teoría es ésta? Aquélla según la cual las formas fenoménicas que se experimentan en el interior de la sociedad capitalista (y las ideologías en las que se traducen estas experiencias deformadas) acaban socavando el funcionamiento de todas las instituciones cuyas lógicas se basan en ellas, desde la educación hasta la política, pasando por un mercado que no es capaz de distribuir el valor generado por las clases trabajadoras de una forma ajustada a los hechos de la producción (sino sólo a sus formas fenoménicas), asegurando con ello la pobreza y la enfermedad de capas cada vez más amplias de la sociedad.
¿Cuál ha sido la estrategia de Simon para reconciliar esta verdad con la peripecia de sus personajes? Hasta ahora, había hecho uso de la estructura coral: sus series eran dramas sociales que carecían de héroes protagonistas. La tensión dramática la producía el choque entre los desarrollos objetivos de la sociedad capitalista y las vidas de una amplia gama de individuos representativos de estratos sociales. The Wire, por ejemplo, diseccionaba la estructura misma del narcocapitalismo (término que adopto de Roberto Saviano), esa fase en la que las principales plusvalías se extraen menos del cuerpo explotado de los trabajadores que de los cuerpos enfermos de una masa de drogadictos sin oportunidad de hallar trabajo. Su descripción científica de la sociedad, efectuada desde múltiples ángulos, obtenía el estatuto de obra de arte por las palabras que los personajes expulsaban de sus cuerpos cuando esta realidad los aplastaba.
Pero he aquí que la última obra de Simon cuenta con un héroe individual. Así lo anuncia su título: Show me a hero. («And I’ll write you a tragedy», añade pronto un personaje secundario, completando con ello la frase original de Scott Fitzgerald.) De forma novedosa, la serie (más optimista que las otras) no incide tanto en el drama de la sociedad capitalista como en la tragedia de un individuo en particular.
De ahí que resulte interesante analizar cómo Simon se mantiene fiel a la tradición realista a pesar de haber atenuado en esta ocasión el recurso a la forma coral. La serie cuenta la historia de un alcalde, Nick Wasicsko, que consigue un cambio real en las vidas de doscientas familias humildes, de raza negra. Al ejecutar una orden judicial que imponía la construcción de doscientas viviendas de protección oficial en un barrio blanco y de gente acomodada, este alcalde interviene con eficacia y justicia en la redistribución social de la riqueza, en beneficio de los más desfavorecidos de su ciudad. Con ello pierde el apoyo de la población blanca, por supuesto, y también la alcaldía en las siguientes elecciones. Sólo entonces, cuando deja su cargo, empieza a comprender la profundidad de los cambios que su decisión ha contribuido a desatar. Así se lo reconocen, además, muchos de los profesionales que participan en la planificación de las viviendas, técnicos que le estrechan la mano en su despedida: los políticos pasarán —le hace ver el arquitecto jefe— pero esas casas (sus tejados, sus paredes, las familias que vivirán en ellas) permanecerán. A partir de este diálogo de despedida, el ya ex-alcalde avanza lentamente hacia la plena conciencia de que, por primera y única vez en su corta trayectoria política, ha transformado la realidad profundamente. Pero es interesante que la serie sugiera (y el espectador así lo comprende) que Wasicsko no lo ha hecho de un modo diferente a como cada día miles de albañiles, operarios de la construcción, arquitectos, artesanos, trabajadores sociales, jueces o profesionales de la sanidad y la educación transforman el mundo con sus mentes y sus manos. Muchas de estos profesionales acompañan al alcalde en el background de esta historia, que con ello recupera parte de su forma coral.
A partir de entonces, la tragedia. La desencadena la obsesión de Wasicsko por pedirle a la política que le recompense por haber hecho un cambio real en la ciudad. Cegado por su experiencia redentora, olvida todo lo que ya sabía: que la política, en realidad, no tiene nada que ver con mejorar la vida de las personas. Que su caso fue la excepción, no la regla. Que la iniciativa ni siquiera partió de sí mismo, sino de una orden judicial que se vio obligado a obedecer. El joven alcalde Wasicsko implora a la política que premie su participación en un acto genuino de transformación social y pierde todo su tiempo y energía en este imposible, en compensar esta injusticia, en vez de unirse directamente a la larga cadena de carpinteros, médicos, asistentes sociales, técnicos, enfermeras o maestros que siguen mejorando el mundo día a día, a sabiendas de que nada ni nadie les dará jamás la justicia que merecen.
Show me a hero es, sencillamente, la tragedia de un político que tuvo la experiencia de un trabajador cualquiera, de su verdad y su injusticia, para bien y para mal. Y no pudo soportarlo. Su tragedia es el mejor homenaje a la heroicidad cotidiana de la clase trabajadora.