Hace tiempo que vengo buscando las fuerzas para escribir sobre los duelos no entendidos ni acompañados socialmente. Sobre aquellos duelos a los que bajamos el volumen en un intento de ajustar su intensidad, por no incomodar. Aunque nos desgarren, los intentamos racionalizar por la distancia física, la no relación biológica o porque, sencillamente, “venga nena, si ya sabíais que estaba malica y esto es ley de vida”.
Palabras ajenas, punzantes y frías. Baño en hielo picado.
¿Cómo lloramos un vínculo que no tiene nombre?
¿Cómo refugiarnos en los abrazos que siempre nos sostuvieron cuando son precisamente estos los que se desdibujan?
En una charla de Cristina y Laura, del Co.lectivo Arterra, mencionaron la necesidad de nombrar ese afecto que se establece entre personas del pueblo que no comparten vínculos sanguíneos, pero sí experiencias vitales. Necesitamos condensarlo en una sola palabra que los nombre y, yo, particularmente, necesito nombrarte.
¿Cómo nombramos a esos vínculos de cariño y ternura bien apretujaitos, pero sin lazos consanguíneos, que traspasan la amistad?
La necesidad de nombrarlos germina desde esa tendencia humana a clasificar, de resumir y simplificar la realidad. Y sí, encontrar una etiqueta para toda una diversidad de huellas emocionales insufladas a la vida no consanguínea creo que nos ayudaría a reconocer que esos afectos existen, que esas muertes duelen y marcan el cuerpo, haciendo pesado y azulado el día a día cuando marchan.
Buscando nombrarte me hacen llegar un texto sobre el significado de la palabra tío y tía en el mundo rural (¿dónde si no existirían grietas para reconocer esos afectos que desbordan las fronteras de las familias, ampliando y cuestionando la consanguineidad?). Siguiendo esas líneas, tía se empleaba “para dirigirse a una persona, generalmente mayor, atendiendo a un reconocimiento del aprecio ganado por la edad y la experiencia. Una muestra de respeto que la comunidad otorgaba atendiendo a la trayectoria de su vida”. Pero sigo sin encontrarte en esas líneas. No es aprecio, es de ese amor mullito y calentito, de sofá y manta, de saberte en casa, de pensar eterna a la otra persona porque los días sin ella no entran dentro de los recuerdos pasados ni se conciben dentro de los posibles futuros. La vida ha sido trenzada con sus manos y su presencia. No hay huecos donde su semilla no aparezca.
Si bien hay duelos que te ayudan a agradecer el aquí y ahora, la simple posibilidad de existir, hay otras veces que te desdibujan, que te emborronan como identidad presente. Esta sensación de pérdida de la propia identidad quizá esté relacionada, ya no con la interdependencia que entretejíamos con esa persona, sino a que era un referente vital, personal y comunitario. Nuestra ancla a la tribu, nuestra memoria colectiva, nuestro aprendizaje continuo a través de un delantar que lo mismo secaba lágrimas, que atesoraba las fotografías y recuerdos de los pueblos de alrededor o que te sacaba del horno el mejor bizcocho que vas a probar. Seguro que estás pincelando a una de estas personas. Ellas. Ellas crean y son identidad porque ellas son nuestra memoria viva.
Creo firmemente que aquellas que nos criamos bajo las dinámicas comunitarias de los pueblos nos trenzamos entre vecinas de una manera que el capitalismo no pudo ni puede arrebatarnos. Aunque a veces nos sintamos ya casi disueltas en este líquido explotador y atomizador que nos rodea, seguimos teniendo en nuestros cuerpos, en nuestras maneras y en nuestro imaginario la semilla de aquello que acunaron con sus vidas nuestras vecinas. Tengan el nombre que tengan.
Quizá la manera de no desdibujarnos al despedir a mujeres así sea germinar lo que ellas mismas sembraron en nosotras, reconocer que fueron y son desgarro dentro de los cánones afectivos establecidos y que desbordan los significados de las palabras familia, vecina, amiga y madre.
Quizá -ojalá- nosotras también sepamos construir ese hogar abierto a todas, ese abrazo cálido y convertirnos en pilares para nuestras vecinas: semilla y hogar, memoria y comunidad.
El duelo, los duelos, incluyen todas las personas que no pude ser,
que no soy,
Todas las expectativas de mi madre que no cumplí,
todos aquellos horizontes que no veo el despertar.
Todos aquellos abrazos que no llegué a tiempo de dar.
Todos aquellos dolores que nos siguen sangrando,
todas aquellas despedidas con las que seguimos dialogando día tras día,
a viva voz, a pleno silencio.