1 Ya lo sé todo. Sé, por ejemplo, por qué de niño quería ser arquitecto. Lo he contado muchas veces: a los once años perdí dos cosas: una masía y mi infancia. Pero antes de tener que abandonarlas, aún me dio tiempo a descubrir que esa casa guardaba otras muchas en su seno. Perplejo ante lo que el espacio hacía con nosotros, empecé a construir casitas con pequeños ladrillos, tejas y tablillas de madera, que pegaba con cola. Con mi hermana y mis primos hacía también refugios para nuestros gatos (con ladrillos sobrantes y barro), que pronto se llenaban de arañas y colapsaban con las lluvias estivales. Mi afán continuó tras ese verano en el que lo perdí todo; pronto le tocó el turno a nuestro perro más pequeño, para quien hicimos una caseta de madera que pintamos de rojo y de blanco, y en la que dibujamos un hueso en el pórtico. Después, con un amigo, iniciamos la mejora de la casa del árbol que los adultos nos habían hecho años atrás: apenas dos palés atados con nudos marineros en lo alto de un pino ancestral. Teníamos doce años. Serramos, con tan sólo mirarlos, los tablones para hacer los peldaños. Con herramientas prestadas hundimos los clavos. Cuerdas y cubos colgaron en seguida de las ramas, cual lianas y frutos de un mundo artificial. Transcurrió el tiempo y, a medida que la soledad empezó a calar en mi cuerpo, pasé más y más domingos metido en las casas de los perros, abrazado a ellos en silencio, con un anorak ocre que recuerdo todavía. El vaho de su aliento salía por la puerta en estampida. Fuera, los naranjos brillaban, el aire era limpio y la tierra estaba mojada.
Veinte años después, sugiero a mi hija Gabriela que construyamos una casa para ardillas, y enseguida descubro que soy más torpe que antes, y que apenas logro cuadrar cuatro o cinco palos en ángulo para dar a luz una tienda de campaña. Ella se encarga de colocar las piedrecitas que simbolizan comida. A veces aún tengo una buena idea y logro ser original: por ejemplo, con sus primos Emilio y Alaia, prensamos la pinocha mojada que se acumula en el parque para hacer empalizadas capaces de aguantar un tejado de palos, que después volvemos a cubrir de pinocha y hojas verdes y anchas. Entonces los niños echan tierra encima y todo vuelve a empezar… hasta que se termina cayendo. Al final del día, leyendo en mi cama, con mi mujer a mi lado, descubro la historia de Michael Metelica, quien, tras visitar el barrio hippie de Haight-Ashbury siendo apenas un niño, volvió a su pequeño pueblo de Massachusets sin saber muy bien qué hacer. Mientras daba vueltas al futuro y a las visiones que arrastraba consigo desde su infancia, se construyó una casa en un árbol. En seguida hubo media docena de adolescentes habitándola. Y cuando sus vecinos la incendiaron, Metelica y sus amigos construyeron una cabaña. Años después fundaron su propia comuna; la llamaron Brotherhood of the Spirit, la Comunidad del espíritu. Llegó a haber dos millones de personas en los Estados Unidos viviendo en comunas. La inmensa mayoría eran de clase media, raza blanca, y provenían de familias unidas. La mitad tenía estudios universitarios. Cierro el libro: «Qué inocentes que somos», me digo. Y qué predecibles. Albergamos tanta tristeza. Cada pena que tenemos, en realidad, esconde otra. Así nos atrapa la infancia cuando, sin razón, acaba.
2 El segundo volumen de las memorias de Karl Ove Knausgaard, Mi lucha, guarda un bello párrafo acerca de sus hijos Vanja, Heidi y John. «Cuando pienso en mis tres niños, no son sólo sus rostros los que aparecen nítidamente delante de mí, sino también esa distintiva sensación que irradian. Esta sensación, que es constante, es lo que ellos ‘son’ para mí. Y lo que ‘son’ ha estado presente en ellos desde el primer día. En aquel entonces apenas podían hacer nada, y lo poco que sí podían hacer, como mamar del pecho, levantar los brazos en acto reflejo, mirar a su alrededor, imitarnos, eso todos podían hacerlo, así que lo que ‘son’ nada tiene que ver con ciertas cualidades, tampoco con lo que puedan o no puedan hacer, sino que es más bien una especie de luz que brilla a través de ellos». La influencia de Winniccott es evidente en este párrafo: narra la tesis sobre el self del bebé, que podríamos traducir por personalidad. Dos suelen ser los errores que cometen los padres acerca de sus hijos, cuando éstos acaban de nacer: o bien piensan de ellos que no tienen personalidad (al menos no todavía), o bien creen que la tienen, sí, pero que ésta es algo independiente de su cuerpo, del placer o malestar corporal; que su personalidad descansa, esto es, en un estrato caracterológico o incluso espiritual, a salvo de las atenciones u olvidos paternos. Ambos errores delatan una estrategia de defensa respecto a los efectos que los actos o los olvidos de los padres pudieran tener en sus hijos: una descarga de responsabilidad, podríamos decir. En el primer caso, puesto que no se puede atentar contra la que todavía no existe; en el segundo, porque no se puede atentar contra lo que es irrompible o esencial.
En realidad, aciertan los padres que piensan que sus bebés tienen personalidad, mas yerran al creer que ésta es algo diferente, por ejemplo, de su manera de dormir, comer y defecar. No lo es. Winnicott es trasparente en este sentido: la personalidad del bebé se construye en relación al placer y malestar con el propio cuerpo, en los procesos esenciales para su supervivencia. El bebé es su forma de comer, de dormir, de defecar. Y nada más. La característica ‘luz’ de la que Knausgaard habla, la que aprecia en cada uno de sus hijos, es la que los bebés irradian a través de estas actividades. Cuando, en vez de adaptarse a ellas, los padres imponen a sus hijos formas determinadas de comer, de dormir, de defecar, les están imponiendo, en realidad, una forma de ser. Y el problema de que a uno le impongan una forma de ser no es que ésta sea buena, o mala; es que no es la suya. Sólo a través del disfrute espontáneo del propio cuerpo puede llegar el recién nacido a una vivencia de autenticidad, «a sentir que la vida es real, que merece ser vivida», como Winnicott lo expresa. En la medida en que para este último había una sola prueba de vida auténtica —la creatividad—, podemos considerar las memorias de Knausgaard como una inmensa oda a la maternidad y la paternidad. A través de seis tomos descubrimos, entre otras cosas, lo que significa ser buenos padres. En la página 449 el autor le dedica las siguientes palabras a su madre: «Das a todo el mundo el espacio para que sean ellos mismos. Puede parecer un lugar común, pero no lo es; al contrario, es una cualidad muy rara. Y en ocasiones es difícil de percibir. Es fácil ver a aquéllos que se abren sitio a empujones. Es fácil ver aquellos que no dejan de imponer límites. Pero tú nunca te abres sitio a empujones, y nunca impones límites a los otros: los tomas como son y te adaptas a eso. Estoy seguro que todo el mundo en este cuarto se ha sentido así a tu lado.»
3 La única definición operativa de dios que he encontrado se halla en El gatopardo, la película de Visconti basada en la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. A diferencia de muchas otras, es ésta una definición que entiendo y que a la vez puedo emplear. Aparece cuando el príncipe de Salina le explica al caballero Chevalley, con lucidez y tristeza, la esencia de Sicilia: «Su vanidad es aún más fuerte que su miseria». Con la ayuda de esta fórmula (de precisión casi matemática) podemos identificar todos los dioses que nos rodean, todos los que habitan a nuestro lado. Aún así, me permito mejorarla: dios es aquél cuya vanidad es lo único mayor que su miseria (pues ha de haber miseria para que haya deidad). Y de pronto, se me ocurre que los niños a los que enseño inglés todos los viernes también son dioses, y que esa es la razón por la que fracaso con ellos una y otra vez. Pues no se puede enseñar nada a los dioses, que no necesitan nada —y menos que nada, el inglés. Se trata de una empresa imposible. «Y sin embargo», me digo exultante, «¡qué privilegio el mío, poder trabajar para los dioses!»