1. ¿Cómo no voy a creer en el cielo y el infierno si los veo todos los días? En realidad, el cielo y el infierno son las mismas personas haciendo cosas distintas. Voy por la calle, deambulando como si fuera un extraño, mirando a la gente a los ojos —cómo hablan, cómo se comportan— y veo el infierno. Pero con el ojo de mi mente soy capaz de ver el cielo también. Esas personas no lo verán. Pero yo he subido a la montaña. Yo he visto la tierra prometida. Con mis alumnos (algunos vienen del infierno) creamos el cielo cada vez. Con los colores y tijeras pasan siglos por mis manos. Juntos recorremos toda la historia. Por eso sé que el cielo y el infierno son las mismas personas, haciendo distintas cosas. Dependen de un buen profesor.
2. Tengo las mangas llenas de mocos; el cuello, de saliva; el alma, de risas; la mente —como un río que hubiese hallado un nuevo afluente, un nuevo cauce, un nuevo origen; como si, de pronto, a la inversa, desembocase en él un mar entero— burbujeante, repleta de pensamientos que me enriquecen a través de mis hijas; las cuales son las luces del mundo, lo sé, mucho más de lo que mi mujer y yo hemos creado, mucho más de lo que nos merecemos; son plusvalía íntegra, privilegio absoluto, dones, regalos de carne y melodía, goce puro de escuchar y contemplar. Pisan el mundo con el aplomo del hierro, con la gravedad de las gotas de agua, animales infalibles avanzando hacia lo mejor de la humanidad. Imaginaos un ave que, de pronto, pasase a estar encadenada a la órbita de una inmensa águila de plata cuyas alas se batiesen ligeras, como infinitos pétalos de seda, tal que fuese imposible distinguir en ellas lo que es aire y lo que no. ¿Cómo habría de sentirse esa ave si, un día cualquiera, viese desprenderse desde su órbita lejana, posarse y enraizarse en su lomo regular, una de esas plumas plateadas? Pues eso son, para mí, los mocos y las babas de mis hijas, sobre mi cuello, sobre mis mangas.
3. Sucede cuando estoy poniendo la mesa, o cuando oscurece y salgo con mis hijas del coche, la una en el brazo y la otra de la mano. Sucede que de pronto formo parte de una estampa del pasado, en la que participé cuando era niño, y entonces me siento hijo sobre todo, y busco a mis padres a mi alrededor para que sean ellos los que me den la mano a mí y yo les pueda dar la mía (ya firme, ya segura) a Gabriela y Valentina. Sucede que en el acto de proveer sustento y protección —ante la amplia mesa, la calle oscura— siento un vacío que amenaza con engullirme; entonces convoco la imagen de mis padres, como si fuese un tapón. Y sucede, en fin, cuando acabo de leer el cuento y Gabriela se duerme, y apago la lámpara, y la oscuridad viene. Y durante un instante, en el vacío, me pregunto: «¿Quién soy? ¿Padre o hijo? ¿Dónde estoy?» Por suerte, poco a poco las estrellas del techo se iluminan, y también lo hacen los recuerdos del día, y sus nombres, y sus risas; e igual que a Proust se le hacían visibles los contornos de los muebles de la alcoba en la que despertaba, sacándolo del limbo del sueño y anclándolo a la realidad, también a mí los recuerdos, nombres y risas ahora me guían, marcándome el camino hasta la puerta. Mi mujer me espera en el salón. «Creí haber pegado esas estrellas por Gabriela», le digo, «pero no». También lo hice por mí (como mis padres pegaron las suyas, y las mías) para que me orienten a través de mares y desiertos, hasta la tierra prometida.