Poder y religión, opresión e injusticia, corrupción y dinero, pasado y presente. Bellocchio con «Sangue del mio sangue» (que se estrena en España más tarde que su última película «Fai beni sogni» en otro acierto más de la distribución nacional) mantiene el reconocible estilo del cineasta italiano, jugando a la paradoja de enfrentar al espectador con dos películas en una más una conclusión que pone fin a la primera parte que retoma en sus últimos minutos. Bitemporalidad que se sustenta sobre el mismo espacio, separación de siglos que refuerza su efecto perturbador utilizando a varios actores para interpretar personajes diferentes separados por el tiempo, y sobre los que se alberga la duda de que no sean sino los mismos, supervivientes tras el paso de los siglos y consecuencia de un vampirismo poco sangriento, que ha sustituido el consumo de sangre por el control del dinero del municipio de Bobbio, repartiendo falsas subvenciones, ayudas, controlando los medios económicos locales y alerta siempre de la aparición del estado.
Ambas partes mantienen un diálogo soterrado entre ambas, partiendo de una diferente estructura, escenografía y sentido del humor, frente al rigor del peso del pecado, la traición y el deseo sexual hiriente de la primera parte, hay una ligereza, una ironía, un desahogo del anciano que sabe que ya no puede aspirar a seducir jovencitas pero si a admirar su físico, que, en el fondo, la película termina jugando en relación al concepto de deseo, de un deseo imposible de satisfacer salvo que suponga la violación de unas reglas que producen consecuencias definitivas, con distinto tono y sentido del ritmo, Bellocchio consigue unir lo que parecen dos películas en una.
La luz y su sombra se apodera del conjunto de la película, desde el interior del convento de monjas al que acude Federico, intentando conseguir la confesión de Benedetta, la monja que ha provocado, según la Inquisición, el suicidio de su hermano gemelo, confesión necesaria para que el religioso suicida pueda ser enterrado en terreno consagrado, hasta las calles contemporáneas de Bobbio, por las que el conde pasea en ese último deambular nocturno en busca de una belleza que supla la pérdida de su condición de presidente de esa logia vampiresca, cuya sede central se encuentra en el mismo convento que, en la primera parte de la película, sirve de campo de batalla a dios y al diablo, el relato se desarrolla en una penumbra que impide contemplar plenamente el rostro de los intérpretes.
La noche, o la oscuridad del espacio cerrado es rota de manera parcial por la llegada de una luz insuficiente, lateral, que deja una parte de la fisonomía oculta, como queda oculta, igualmente, la mentalidad de quienes acaparan la pantalla, duelos interiores en los que el deber y el deseo se confrontan provocando la huida, o en los que quien aparece como víctima débil termina revelando su enorme fortaleza de ánimo capaz de esperar décadas para revelarse en plenitud, como la monja Benedetta, oscuro objeto de deseo no sólo del caballero devenido cardenal, sino de esa corte inquisitorial de escasa eficacia porque no puede condenar a la mujer sin evitar condenar el cuerpo del suicida.
Es por tanto el personaje de Benedetta, revelado en su plenitud y desnudez en el último momento, quien triunfa mediante el pacto mefistofélico y expande su poder por la medieval ciudad de Bobbio hasta el presente, vengándose de manera poética consiguiendo que el lugar de su condena y cautiverio, se convierta, a la postre, en sede futura de la incipiente logia que comienza con ella. La primera parte se convierte en un cuadro pictórico del barroco tenebrista italiano, mientras la segunda juega con las luces del noir y del misterio fílmico.
Bellocchio retrata dos males de Italia, el poder omnímodo y sin freno de la iglesia, y el poder del dinero negro, procedente o no de las arcas del estado, dos superestructuras paralelas a las oficiales que se antojan mucho más poderosas e impunes que las del estado elegido por los ciudadanos. Curia y consejo de administración se imponen a cualquier ley, y no hay ciudadano capaz de contradecir su voluntad salvo a riesgo de ser eliminado. Frente a tanto absolutismo parece que solo Hacienda y Aduanas son capaces de hacer tambalear la fortaleza del dominio local, aquello que se sustenta sobre el dinero y el clientelismo ciudadano sólo sufre si su fuente de dominio se ve atormentada.
Para la Iglesia, confiada en su estabilidad económica, es la entelequia del diablo la que socava sus cimientos y hace perder la fe por culpa de las curvas femeninas; el sindicato vampírico por su parte, refugiado en tierra santa como evolución lógica de quien primero dominó lo espiritual y por último lo material, se tambalea si quien lo dirige es incapaz de mantener la sede local y la seguridad del silencio de todos los desmanes cometidos. Iglesia y dinero terminan vencidos no tanto por el poder de la mujer, que también, como por la imposibilidad física o espiritual de satisfacer un deseo de componente sexual acumulado durante décadas y que, en un momento de debilidad absoluta, termina revelándose como ejemplo de belleza inalcanzable que no se compra ni con rezos ni con millones.
El poder de contar lo que se quiere y como se quiere, consigue el colofón de hacer de un tema procedente de un grupo «heavy» una auténtica cantata sacra, como la película, que aparenta enorme rigor y seriedad, el uso solemne de «Nothing else matter» de Metálica por el coro Scala&Kolaczny revela que estamos ante una gran bufonada, un artilugio hecho para divertir aunque su forma externa sea apabullantemente seria y profunda. Bellocchio se ríe de muchas cosas y lo hace con estilo y suavidad, sin el trazo grueso ni el chiste fácil, como esas dos hermanas beatas y solteronas, ejemplo máximo de la virtud y de la contención sexual que, hospedando en su casa al hermano del suicida, rápidamente abandonan sus máximas moralistas para ofrecerse a desvestir al caballero o acostarse con él para sentir el calor masculino que nunca se han atrevido a probar.
Broma o en serio, Bellocchio, con las imperfecciones de quien no busca la obra cumbre porque no existe nada perfecto en la vida, repasa su ciudad de la infancia y se sirve de su familia para ofrecer un retrato intersecular de una sociedad lastrada por las ideas de pecado, sexualidad reprimida, vergonzante dominio religioso y deplorable reparto de la riqueza. Quizás quede alguna esperanza, como esas luces azules que llegan en tromba a la ciudad y anuncian una limpieza de sus cloacas, aunque ya sabemos que las ratas son muy difíciles de exterminar, y que el infierno siempre será más divertido que el cielo.
Ficha técnica