Para evitar equívocos, lo diré desde el principio, no me interesa nada la figura ni la creación de Yves Saint Laurent, ni si ha marcado un antes y un después en el tratamiento de la figura femenina, ni si la ha liberado o no, ni si ha sido un defensor de la elegancia en todas las facetas de su vida pública, no me creo la importancia alcanzada por la moda como “boom” mediático, como no me creo la de la gastronomía de estrellas, salvo como ejemplo del tipo de sociedad malinformada, sugerida, cómoda, en la que vivimos. Ahora bien, la película me gusta, y mucho, y me gusta por dejar atrás la pretensión de ser un mero biopic y centrarse en el lado psicológico del personaje y en el enorme reto artístico que supone reproducir un modo de vida en imágenes sin que se note la impostura, que todo fluya con la naturalidad y la complejidad de un personaje poliédrico, un personaje que, mientras mantiene activa y fogosa su creatividad se nos plantea como un ser reflejado hasta el infinito en espejos, tanto como para ver a un tiempo su cara y su espalda, para ver su gesto y su contragesto, su delicadeza y armonía completa, o para ver al protagonista y a su interlocutor cuando en la estancia sólo uno de ellos se encuentra presente. El juego de los espejos será el juego de la pasarela permanente, el haz y el envés de alguien que maravillaba a un sector de la sociedad adinerado y cautivo del mercado del lujo, y que escandalizaba al mismo tiempo a ese mismo sector por su vida privada.
Algo tendrá el personaje de Saint Laurent para aparecer con tanta asiduidad en el cine, pero desde luego resulta paradigmático de cómo se encuentra el mundo cinematográfico que la propuesta simple y ramplona de Jalil Lespert ya se haya estrenado en España y la última película del director de L’Apollonide se mantenga inaccesible si no es a través de algún festival como el D’A de Barcelona o a través del mercado internacional. Situando ambas películas su análisis en el mismo personaje, en un periodo similar, nada tiene que ver una y otra propuesta, de la simple recogida de anécdotas vitales de la ya estrenada a la compleja urdimbre que establece Bonello para intentar hacer del más famoso “coutourier” un artista, media un abismo. Si el centro de atención de la película de Lespert se situaba en la relación entre Yves y su amante perpetuo Pierre Bergé y la sucesión de anécdotas, la propuesta de Bonello consigue, de la mano de un espléndido Gaspard Ulliel, trascender del personaje a la persona, recrear la mentalidad del artista y sus inseguridades, y de la persona al icono social.
En manos de alguien menos sensible, esta película se convertiría en una panoplia de desenfreno y libertinaje, (el ejemplo de Abel Ferrara y su DSK) pero el buen gusto demostrado por Bonello en su anterior película se mantiene incólume en ésta, la mente de Saint Laurent es sometida a un escrutinio absoluto para terminar en la evidencia de la soledad más descarnada, despojado de su propia identidad para terminar convirtiéndose en imagen de lo que los demás han aceptado como cierto a base de espectáculo y puesta en escena. Puede estar permanentemente rodeado de gente, amigos incluso, aduladores, aprovechados, pero la mente de Saint Laurent se abstrae en busca de la belleza, de la percepción del más sutil de los movimientos femeninos y cómo embellecerlo mediante la singularidad de un tejido o de una mezcla de colores. Si Mondrian y Rothko se convierten en sus referentes pictóricos, su visión de la composición de un vestido femenino irá encaminada a resaltar e insinuar, sin mostrar absolutamente, a su elegancia, a su toque de distinción se le debe el mostrar sin enseñar, ser el primer modisto que paseó a su modelos luciendo sus senos sin que estos fueran totalmente visibles. Dentro de este mundo absolutamente fatuo, cargado de banalidad, volátil como la misma moda, que a la muerte del creador, el director asuma cómo presentar la noticia desde la redacción de “Liberation” no deja de ser un reflejo de cómo trasciende la persona por encima del mundo al que representa, Si desde el periódico del PCF se discute la importancia y trascendencia de la desaparición del hombre en una escena presidida por la portada que recogía la muerte de Mao, resulta evidente la trascendencia del personaje para la sociedad francesa. YSL se ha transformado en marca planetaria, en sinónimo de lujo, de dinero, en sello de exclusividad con capital francés, mientras que para el propio diseñador el logotipo YSL se transforma en “la i grecque est seule” en un juego de palabras que sitúa su relación vital a modo de despedida.
Bonello circunscribe la historia a una década, la que va de 1967 a 1977, las razones de ese acotamiento temporal las puede obtener el espectador fácilmente, pero eso no limita la película a ese intervalo, de hecho la película empieza en 1974 en la recepción de un hotel de Paris donde se registra el Sr. Swann y al que no vemos su rostro, un hotel al que Saint Laurent acude para “poder dormir” y aceptar una entrevista que, pasado el metraje, sabremos que fue parada antes de su publicación por el permanente ángel de la guarda y cerebro económico de Saint Laurent. La película empieza alto, mostrándonos a un ser devastado y en estado de duda, sin concluir la escena, la película retrocede al momento en que el diseñador rompe los moldes y se convierte en el máximo exponente de una cultura pop con ansias de perdurar, al momento que da origen a convertirse en el primer creador de moda al que se le abrieron las puertas del Louvre en una exposición temporal. La película juega al relato lineal de 1967 a 1977, pero Bonello, como en su anterior película, juega magistralmente con el tiempo, sorpresivamente introduce sucesos o episodios rompiendo ese iter narrativo cronológico. El desconcierto producido, abrumador cuando aparece, de repente, el modisto en sus últimos meses de vida, crea complicidad entre espectador y protagonista, vemos a una persona torpe, débil, mentalmente confuso, por su parte, el espectador ha sido sorprendido y desubicado con la ruptura temporal del relato y tarda en reaccionar, en protagonista y espectador se produce una desconexión, una interrupción que ralentiza la comprensión, la vejez y el final llegan de manera fulminante a la interpretación del actor y a la comodidad del espectador, quien sufre una sacudida que le obliga a resituarse en la acción. La misma sorpresa que produce retomar la escena inicial de la película hora y media después de iniciarse y cortarse de manera abrupta.
Si en 1967 Saint Laurent lanza su colección Mondrian y revoluciona la industria de la alta costura y, paralelamente el prét á porter, la colección de 1976 le redime de sus frustraciones anteriores, de su caída a los infiernos de la droga y el alcohol, de sus búsquedas de amantes furtivos por parques y canteras de los alrededores de Paris donde será objeto de agresiones. Saint Laurent así, emparenta con la figura doliente de un Pasolini necesitado de amantes de una noche, exponiéndose a un escándalo, hiriendo al fiel amante y dañándose a si mismo, y es en ese desfile de 1976 donde la genialidad de Bonello alcanza uno de los momentos más bellos del filme, con la voz de la Callas retomamos de nuevo el mundo de los espejos, multiplicado por el uso de varias cámaras rodando a las modelos y mostrándonos hasta siete imágenes simultáneas en pantalla con diversas tomas del desfile. El tiempo se multiplica y la visión se parcela, como la mirada de Saint Laurent a las modelos que se encuentran en la pasarela, el ojo se divide en varias percepciones que se complementan sin poderse centrar en una sola, como la mente del protagonista, obsesionado por el cuerpo de la mujer y rodeado por mujeres a las que no puede amar porque solo le seducen por su movimiento, su elegancia natural, su belleza, pero no por el deseo. Bonello utiliza este desfile de 1976 para crear el Mondrian que inicia el éxito general del diseñador en 1967, la pantalla múltiplemente partida crea el propio Mondrian a partir de una colección que nada tiene que ver con aquélla.
Del mismo modo el reclutamiento de la modelo Betty Catroux en una de esas multiples noches de champán, whiski y cocaína, es utilizado por Bonello para reflejar la personalidad de Saint Laurent, o la idea que el director ha sacado del diseñador. Viéndose reflejado en la modelo mientras baila, Saint Laurent, por un lado, muestra su egocentrismo y por otro su deseo de haberse podido parecer a la modelo, de poderse mover y mostrar su elegancia a través de sus diseños, ambos visten prendas similares de cuero, la identidad entre hombre y mujer se superpone en la mente del diseñador. El “je ne peux pas” con el que la modelo responde una y otra vez a la insistencia de Saint Laurent no es sino el reflejo de un juego de espejos en el que el no se transforma en una declaración de entusiasmo ante la insistencia del creador, el no se ha transformado en una aceptación de un deseo a través del magnetismo de la propuesta, ser modelo de la firma YSL representa lo máximo y no se puede desperdiciar por más que haya de aparentarse una negativa. En estas dos escenas, y en alguna más, como el flirteo y seducción entre Saint Laurent y Jacques de Bascher, que constituyen momentos cumbre de la película, la música juega un papel principal como complemento necesario para la perfección de las escenas, Saint Laurent jugará con la música clásica y los éxitos pop del momento, lo fugaz y lo permanente, la clásica para los momentos de reflexión, de caída, de plenitud profesional en los desfiles, y el pop para sus momentos de seducción, de personaje público en su vida privada, la faceta de músico del propio Bonello ajusta el uso de los temas musicales perfectamente a la escena en que se desarrolla la acción, no son músicas de simple relleno, sino que crean la atmósfera perfecta para acompañar el relato.
La fugacidad y, hasta cierto punto, la banalidad del mundo de la moda, lo refleja Bonello en la forma de presentarnos las colecciones de 1968 y 1969, rodeado de éxito y reconocimiento, Saint Laurent continua su trabajo mientras el mundo se convulsiona. Así la película nos devuelve un reflejo deformado, a la derecha los modelos y a la izquierda de la pantalla, pero en un espacio mayor, dando más importancia a la vida real que a la creación de ropa, los acontecimientos de la época, Vietnam, Argelia, Jean Paul Sartre , De Gaulle, mayo de 1968, la renuncia de De Gaulle………todo esto se muestra al mismo tiempo que los vestidos, la mirada, inconscientemente, se traslada al lado izquierdo de la pantalla y obvia el color de la derecha, lo importante pasa en el mundo exterior, pero Saint Laurent y su trouppe permanece ajeno al mundo real, la trascendencia de su arte, si es que el mundo de la creación de ropa permite esta licencia, es muy relativa, sus creaciones no reflejan ni la realidad ni trata de cambiarla, su arte es tan efímero o perdurable como el cambio de las estaciones, las prendas sirven para exhibirlas en un pase anual y lo que el adquirente tarda en comprar un nuevo modelo, mientras habrá aumentado la elegancia del cuerpo que lo viste, o la autoestima de la portadora, pero no habrá cambiado, ni se habrá intentado, el devenir de la humanidad. La propuesta del diseñador es amplia, pero no para cambiar modelos sociales ni la forma de ver a la mujer en el mundo, la elegancia de la femineidad puede hacerse desde un mundo patriarcal o desde una dictadura, de hecho el público de sus creaciones estará situado en el aparato del poder, ya político o financiero, y nada se cambia desde las oligarquías. “Las modas pasan, esto es estilo” es la forma de diferenciarse de la trouppe para no ser calificados de snob, que lo consigan es harto complicado.
El artista trabaja como los genios del renacimiento, del barroco, en su oficina crea ideas, bocetos, diseños, pero la ejecución corresponde a un taller, a un conjunto de profesionales encargados de dar vida a las ideas del genio, pendientes del toque último del creador, por el medio Jean Pierre y Mme. Muñoz se convierten en creadores por delegación, intérpretes del sueño o del deseo del jefe anulado por las drogas, capaz de alucinar estar invadido por serpientes o de atacar a su mejor amigo y protector cuando éste amenaza y expulsa del círculo de contactos de Saint Laurent a quien considera pernicioso.
El respeto con el que Bonello representa a Saint Laurent, y hasta su genialidad para embellecer un resultado, lo demuestra la escena, otro gran momento de la película, en la que aparece Valeria Bruni como clienta, tres o cuatro detalles transforman la imagen anodina de Valeria en una reproducción vestida de la modelo de Newton, Vibeke. Son esas percepciones de la singularidad de un cuerpo femenino las que le sitúan en el triunfo y en el reconocimiento, aunque en realidad, la frase más rotunda de la película la proporciona el papel de la actriz que representa a Vibeka, “me siento verdaderamente estúpida”, dirá la modelo en la recreación de una de las más famosas series de fotografías de Helmut Newton vistiendo un smoking de YSL, porque en el fondo, este mundo de ínfulas aparatosas se encuentra siempre a medio camino entre la adulación barata y la superchería intelectual de nuevo cuño.
El último plano de la película juega con el tiempo, la metáfora de que YSL no ha muerto pero si ha desaparecido físicamente, la imposibilidad de que el genio muera porque permanece en el recuerdo. Encerrado en una torre de cristal, la vejez fulmina su maltrecha psicología, ampulosamente rodeado de belleza, de riquezas, de arte, ese arte del que él no se siente parte al definirse como “un pintor que fracasó”, el conjunto de una vida reunido en una casa, obsesionado con la simpleza de un cuadro que reproduce la liviandad del cuarto en el que Proust escribía frente al oropel que siempre le rodea, obsesionado de manera enfermiza con la simetría, la colocación de sus “bibelots”, la presencia de un Buda del que poca o ninguna inspiración vital recoge ya que no es YSL un ejemplo de renuncia y aceptación de la innecesariedad del apego, un ser retratado a través de espejos y miradas a través de unas permanentes gafas cuya desaparición desenfoca su mirada hasta los límites necesarios para no confundir su vida con el mundo real, “no vives en la realidad” le dirá su madre, un personaje muy presente en la película pese a sus escasas apariciones. Una película que, amén de la soberbia presentación y modo de representar un periodo de la vida del diseñador, cuenta con la impagable presencia de un actor que soporta la práctica totalidad del resultado final, la Betty de Aymeline Valade, la Loulou de la Falaise de Lea Seydoux, el Pierre Bergé de Jeremie Renier, el Jacques de Bascher de Louis Garrel, el anciano Saint Laurent de Helmut Berger, la Mme. Duzer de Valeria Bruni, la Renée de Valerie Donzelli, ……..quedan en apuntes anecdóticos ante la profundidad de la mirada, el hastío vital, la elegancia en el movimiento de Gaspard Ulliel.
El retrato de un hombre que dejó de ser el mismo para transformarse en marca, hombre frente a mercado, la dualidad de considerar innecesario ocuparse de lo económico pero ser consciente de depender de capital ajeno para mantener la idea y la marca. En un sueño, Saint Laurent reconoce pasear con Coco Chanel por la Rue Cambon y terminar los dos llorando, el final de una época, el final de la moda como compromiso para resaltar la belleza en vez de espectáculo de la mamarrachez (no faltan las puñaladas, por ejemplo, a Jean Paul Gaultier). En definitiva el retrato psicológico de una persona empeñada en conocer “la nature profonde de la femme moderne”, de alguien que hablaba de Proust, de Mondrian…..en sus vestidos, alguien que no quiso reflejar a Warhol en sus obras porque entonces dejaría de ser YSL, una apuesta compleja que el director supera con nota, una pena que la película no termine de llegar a las carteleras españolas y que, si lo hace, termine devorada por la creciente falta de paciencia del espectador, por su creciente inadaptación al relato largo y a las propuestas que necesitan ser pensadas para ser interpretadas, la excusa de usar un personaje conocido y reconocible para retratar todo un mundo que gira a su alrededor y del que ha terminado perdiendo el control vendiendo hasta su propio nombre.