De una manera absolutamente funcional las primeras ciclistas, en el sentido amplio del término, se vieron abocadas a repensar el vestuario para poder moverse de forma más cómoda. Desplazarse es cuestionar, viene acompañado de buscar la facilidad del movimiento, evitar obstáculos y calcular maniobras. Tener presencia en el espacio público es un cuestionamiento, ocupar espacio es poner el cuerpo, instalarse en un punto vacío, tomarlo, o incluso, colarse por una grieta, una presencia que viene acompañada de un desplazamiento profundamente simbólico.
Imaginaos a esas señoras, levantándose capas y capas de falda para pedalear. Ensanchando el corsé, prescindiendo de él, sonriendo con el viento en la cara, vistiendo pantalones, despeinándose. Pudiéndose alejar de sus hogares sin pedirle permiso a nadie. Supieron muy bien, desde el principio, que, con esa ropa, poco podían hacer y, también, que las bicicletas eran herramientas de emancipación. Pero, en mitad de esta imagen, un elemento desató la ira patriarcal: las piernas.
Esas extremidades, visibles por primera vez fuera del ámbito doméstico, fueron la diana hacia la que la mirada patriarcal dirigió su atención. Aunque mucho tiempo nos separe de esto, la reacción patriarcal es siempre una constante. El espacio público que ocupan los cuerpos de las mujeres está siempre en disputa, no importa cuándo y dónde nos encontremos. Los dispositivos de control de la cultura patriarcal (a la que podríamos añadirle mucho más adjetivos) operan reproduciendo violencia hacia los cuerpos de mujeres y disidencias que habitan el espacio público.
Por esto, cada avance feminista viene acompañado de una reacción patriarcal, en el caso de la bicicleta no podía ser menos. Así que, para disuadir a las mujeres de montar en bicicleta se inventaron una enfermedad: «cara de bicicleta». Entre las dolencias que se podía padecer, especialmente las mujeres (¡sorpresa!), se encontraba el insomnio, dolores de cabeza, depresión, tuberculosis…
Sabemos de sobra que fue una fórmula de control para vigilar a las mujeres, pero me pregunto cuántas de esas falsas dolencias han mutado y han adquirido otras formas, otros discursos y siguen ahí, reproduciendo violencia y represión.
Sucede cuando las mujeres dan la teta en espacios públicos, cuando se establece canon filosófico, cuando perreamos en una discoteca, cuando se huye de la historia única, cuando ocupamos pistas de fútbol, escenarios, cuando rodamos por las ciudades y carreteras, cuando se señala a los agresores o cuando se nombran muchas otras violencias.
Hay tantos puntos desestabilizadores a la cultura patriarcal que cuando las mujeres y las identidades disidentes ocupan espacios públicos para su propio uso y disfrute, la maquinaria patriarcal pone en marcha todo un arsenal de mecanismo de negación para desacreditar y de opresión para aleccionar.
Pienso en el lío que armaron esas piernas de las primeras ciclistas cuando regreso a casa cada tarde. Día sí, día también, ir sola en bicicleta se ha convertido en enfrentarme diariamente al acoso callejero, maniobras imprudentes de conductores que al ver una mujer en bici se desquician y asumir el reto de que mi pequeño cuerpo ocupe el espacio de un vehículo para rodar segura. Cuando ruedas por carretera comprendes lo importante que son para una ciudad los carriles bici, básicamente, para no jugarte la vida. Tengo que decir que en algunos momentos paso miedo. Trato de evitar los pensamientos recurrentes que me devuelven la imagen de mi accidente de coche, porque, de alguna manera, estar en la carretera no deja de ser un peligro. Me peleo con el miedo a caerme, a que me tiren o que termine con algo roto en algún camino de huerta.
Y también me da rabia. Vivo en una ciudad prácticamente llana, fácilmente rodable y la bicicleta es una excelente opción a moverse de forma eficiente en la ciudad. Pero, cuando nos lanzamos a la carretera, el espacio a compartir es hostil, la metafísica forochochera toma cuerpo en la actitud de conductores que no comprenden que deben ceder el paso en carriles bicis, que deben aminorar la velocidad o que, sencillamente, han de convivir con otras formas de movilidad en la ciudad.
Cuando has asumido que la libertad, ese gran concepto que algunos se han encargado de dejar hueco, es moverte rápido con un coche de un punto a otro de la ciudad, no puedes ni planteártelo. Es peligroso haber interiorizado que la única lógica de movimiento es la del transporte privado puesto que invisibiliza otros tiempos, otras formas de moverse y simplemente, como afirma Rebecca Solnit en su maravilloso Wanderlust – Una historia del caminar-, reduce el movimiento a una sucesión de espacios interiores: casa-trabajo, trabajo-supermercado, supermercado-centrocomercial, centrocomercial-casa.
Utilizar la bicicleta es una herramienta que permite pausar la ciudad, convertirla en un espacio más vivible y más amable. Rompe con la lógica de llegar del punto A al B en el menor tiempo posible, posibilitando otras rutas, perderse o detenerse en el camino. Invita a la suave transición entre espacios que no conocíamos, rompe con la dinámica de la sucesión de espacios cerrados y el continuo de la individualización.
Las bicis abren caminos y se desplazan por sendas que cuestionan la ruta más rápida, hackean la eficiencia del secuestro del tiempo. Permiten poner en valor el movimiento, nos dan alegría frente a la soledad del conducir. El camino se convierte así en un hacer que se disfruta y no es tanto una cuestión de llegar, sino que el trayecto se convierte en un fin en sí mismo.
Son el mejor remedio para la «cara de coche» esa enfermedad que padecen quiénes enfadados tras el volante consideran que con sus coches adquirieron un trozo de la ciudad y que todo el espacio les pertenece. Nos queda mucho espacio por conquistar en una ciudad como Murcia donde la lógica cochista del puerta a puerta sigue siendo para mucha gente la única forma de moverse. Las caras de coche tendrán que seguir enfrentándose a atascos, mientras autobuses repletos de gente y bicicletas les adelantan.
El pulso a la cara de coche viene determinado por cuánto tiempo llevará un cambio social mayor. Comprender que somos una ciudad con casi medio millón de habitantes y con uno de los peores sistemas de transporte público del país pero que, a pesar de los pesares, mucha gente está cambiando su forma de transitar la ciudad.
Señala Pilar Tejera en sus reinas de la carretera: pioneras del manillar y del volante, que las primeras ciclistas hicieron del problema de la vestimenta algo tan controvertido como movilizador. Ese aprendizaje recorre el camino que abre cada bicicleta, que no deja de ser una accesibilidad amplia y colectiva de vivir la ciudad. Hacer de lo controvertido un factor movilizador, hacia una mayor libertad en su sentido amplío, emancipador y social. Porque la libertad, al final va de eso, de tensarle la cuerda a la individualización para comprobar que su tramado se construye sobre vínculos.
Al igual que esas piernas que despertaron la ira patriarcal, cada una de nosotres, cada cuerpo no normativo, cada identidad disidente al manillar lanzándose en bicicleta a la calle posibilitan una nueva lógica urbana, apuntan hacia la ciudad feminista que queremos. La ira patriarcal es el reflujo por tomar sin permiso la calle, la resaca de un orden social que no nos quiere libres ni sobre el asfalto.
Sigamos incomodando señoras, enseñen piernas, rueden ciudades.