Hay una escena en la película de dibujos animados Robin Hood, de 1972, que a mi hija de dos años le gusta especialmente: la llama «el baile de los conejitos». La describo: tras escapar del torneo de arquería que el malvado príncipe Juan ha organizado a modo de anzuelo (con el solo propósito de capturarle), el bandolero Robin Hood y Lady Marian avanzan lentamente hacia el refugio que el primero tiene en el bosque de Sherwood. Cuando llegan al campamento ya es de noche, pero pronto descubren que todos los habitantes de Nottingham han ido allí a esperarles, escondidos entre los zarzales, para darles la bienvenida con palmas y vítores:
¡Viva Robin Hood! ¡Y que muera el príncipe Juan, el rey inglés pelele!
Y la fiesta se desboca, y los conejitos bailan, y los pajaritos cantan, y las nubes se levantan; y mi hija, mi mujer y yo también bailamos, cogidos de la mano en el centro del salón, porque sabemos que —como anticipa Robin Hood— «algún día volverá la felicidad a Nottingham». Al final el bien triunfará, y también el amor, y este pueblo desdichado tendrá la justicia que le corresponde.
La escena es fascinante, sobre todo porque aquello que desencadena la fiesta no es más que el rabioso deseo de muerte —«¡Muera el príncipe Juan, el rey inglés pelele!»— que es capaz de aglutinar, por si solo, a todo un pueblo empobrecido y humillado por sus desalmados gobernantes, y transformar el dolor sobre el horizonte del acto festivo:
A un Rey Inglés todos cantarán
en los siglos que vendrán,
mas no por ser un gran monarca
o por saber reinar.
Mientras el buen Rey Ricardo
a las cruzadas fue a pelear,
tenemos que aguantar
al tirano Super Juan.
[…]
Mientras sube los impuestos
y nos roba nuestro pan,
del Rey ausente intenta usar
Corona y Cetro Real.
Ah, pero mientras haya hombres
como el noble Robin Hood,
lo harán pagar toda crueldad
y al pueblo ayudarán.
Por mucho que lo quieran cuidar
desnudito lo vamos a dejar.
El más que poco loco Rey Pelele.
El pícaro cínico,
maniático ideático,
colérico histérico,
pálido escuálido,
chinche berrinche,
cerdo lerdo,
es Super Juan, el Rey Inglés Pelele.
¡Incluso se organiza una función de títeres en la que se muele a palos a la marioneta del príncipe Juan!
El espectador adulto contempla toda la escena con naturalidad (mientras que mi hija lo hace con euforia), pues la canción y el baile trasladan la idea de que desear la muerte de quien te desprecia y condena a la enfermedad, la indignidad y la pobreza es un deseo lógico que ha atravesado todas las épocas. Más aún, el baile entero asume la idea de que la expresión colectiva de este deseo de muerte genera un lazo espontáneo y alegre entre los desdichados. Imaginar que aquellos que están haciéndote la vida imposible desde sus tronos y despachos repentinamente abandonan el mundo: que desaparecen, que se mueren —porque así es como desaparecen del mundo los seres humanos: muriendo; no hay otra manera—, todo ello arremolina al pueblo oprimido y lo envuelve en una inofensiva alegría.
Pues eso también lo dice la película: el deseo de muerte es el sueño de quien no tiene forma alguna de cambiar las cosas excepto imaginar que desaparece la persona que uno identifica como responsable de su desgracia. Desear la muerte de un rey, de un presidente de gobierno, de un jefezuelo autoritario… no es una conspiración: es un sueño, es una vía de escape, lo único que nos queda, lo único que logra unir a una población cuya vida en común ha sido destruida por aquéllos cuya muerte se desea. El sueño más puro y específico de los indefensos y oprimidos del mundo ha sido el que les permitía fantasear y celebrar la muerte de sus gobernantes (ni siquiera ejecutarla: fijaos que no se sueña con matar uno mismo; se desea, sencillamente, que alguien muera.). No hay nada más inofensivo ni nada más natural. Y sin embargo…
La canción del pueblo pronto se extiende hasta los oídos del príncipe Juan, quien reacciona del modo que lo hace todo poder autoritario: prohibiendo, castigando, criminalizando. «¡Doblad los impuestos! ¡Triplicad los impuestos! ¡Exprimidlos hasta que saquéis el último céntimo a mis musicales súbditos». Y a quien no puede pagar, se le hace prisionero. Y a quién denuncia la situación como una injusticia, como lo hace el Fraile Tuck, se le condena a muerte por traición, y se le ejecuta en público para soliviantar aún más los ánimos del pueblo airado, y lograr así más prisioneros y condenados. Todo sea por acallar la canción.
La película de Disney no tiene un antes ni un después, porque no es una película histórica. De hecho, difícilmente podría realizarse una película histórica sobre un personaje como Robin Hood que es, sobre todo, una figura popular del folklore inglés de la alta Edad Media. Según la Wikipedia —no soy un experto en el tema—, la figura aparece más o menos definida en sus contornos principales en baladas y leyendas de mediados del siglo XV, aunque posteriormente se prestó a numerosas variaciones y revisiones respecto a sus alianzas con la iglesia, su ascendencia social, sus romances, etc. Sólo durante el siglo XVI se le acabó asociando, retroactivamente, con el conflicto entre Ricardo Corazón de León y su hermano Juan Sin Tierra (el rey inglés pelele), una disputa de finales del XII; y fue así como se convirtió a Robin Hood en un partidario del primero frente al príncipe usurpador, y su estrategia de robar a los ricos para ayudar a los pobres quedó vinculada, por siempre, al retorno del legítimo monarca. Como es obvio, de todo ello no existe ninguna evidencia documental. Es imposible trazar, por lo tanto, paralelismos históricos con nuestra época.
No, desgraciadamente no hay ningún Robin Hood entre nosotros, ni jamás hubo un Rey Ricardo al que queramos ver retornar. Y sin embargo, lo que sí vemos son infinitos príncipes Juan. Nunca como hoy en la historia reciente del reino de España han existido más evidencias de que el sistema socio-económico se desarrolla en beneficio de unos pocos y en detrimento de la enorme mayoría. Nunca como hoy en la historia reciente del reino de España han existido más evidencias de que el aparato político y judicial del Estado está siendo utilizado contra un pueblo que demanda cambios y mejoras que las élites del país, sencillamente, no quieren implementar. En cualquier otra época de la España democrática, y en cualquier otro país civilizado, unas ansias de cambio como las que hoy existen entre el pueblo español (y que ya han sido expresadas en numerosas ocasiones) habrían desencadenado toda una batería de reformas en todos los ámbitos de la economía, la política, los servicios públicos y la administración. Eso es precisamente para lo que debería servir la democracia: para canalizar los deseos de cambio de la población cuando ésta los demanda. Si no sucede, la culpa no es de la democracia, sino de aquéllos que ocupan las posiciones nodales en el entramado político y judicial del Estado, quienes están cortocircuitando y boicoteando —con todas las letras— los deseos que la población ha expresado en numerosas ocasiones, soñando con una vida mejor.
Nunca como hoy en la historia reciente del reino de España han existido más razones para que el pueblo fantasee con la muerte de sus gobernantes. Cuando los deseos de cambio son traicionados una vez tras otra, ¿a quién puede sorprenderle que muden en desprecio y deseos de muerte? Frente a todo ello, la respuesta del gobierno nos resulta familiar, pues no ha sido otra que la de presionar a los jueces hasta convertir que ese deseo se convierta en algo ilegal. En pleno siglo XXI, en el reino de España hay tuiteros encarcelados por insultar a políticos que han hecho todo lo que había en su mano por merecer esos insultos, además de la cárcel. Respecto a determinados tuits, la policía incluso ha avisado de que sería un crimen reproducirlos. En el reino de España no se puede desear la muerte de quienes, con sus decisiones, no han hecho otra cosa que empobrecerte, quitarte derechos, engañarte y burlarse de ti. En el reino de España te encarcelan por desear el mal de quienes, privatizando y restringiendo el acceso a la sanidad, han promocionado la muerte de forma activa. En el reino de España te encarcelan por fantasear y bromear y soñar con la muerte de quienes, con sus políticas de vivienda y reformas laborales, han mandado a la pobreza, al frío y a la desesperación real a centenares de miles de ciudadanos. En el reino de España te multan por ridiculizar los símbolos de una religión cuyos representantes eclesiásticos sólo han hecho valer las leyes de su dios para criticar a los que proponen modelos diferentes de género y familia, pero jamás para denunciar el maltrato de los más humildes a manos de gobiernos y empresarios. En el reino de España te enjuician por escribir canciones que desean la muerte de los miembros de una familia real que lo único que ha hecho en este tiempo ha sido situarse, sistemáticamente, a favor de los que están inmovilizando cualquier posibilidad de cambio que mejore las vidas del nuestros conciudadanos, anteponiendo los privilegios propios y los de una minoría con la que están íntimamente relacionados. En fin, en el reino de España ya no existe la política; el escenario es más bien el de un Estado paralizado por un gobierno que le obliga a emplear todos sus recursos para vigilar, amenazar y criminalizarnos.
Amigos, vayámonos a dormir, que mi hija ya bosteza. Mañana proseguiremos con nuestra lucha, nuestra formación y nuestra estrategia. Pero antes, aprovechemos que nadie nos oye, en este claro secreto del bosque de Sherwood, para expresar el deseo en el que ciframos nuestro futuro y nuestra esperanza. Todos juntos:
¡Viva Robin Hood! ¡Y que muera el príncipe Juan!
[…] la no-violencia y, lógicamente, no lo haría, pero es un sentimiento muy natural: los niños se entusiasman cuando en los dibujos de Robin Hood se canta ¡Muerte al tirano! Verbalizarlo también es natural, como válvula de escape frente a la impotencia que causan los […]