¿Te has dado cuenta ya de cuánto nos han acercado las redes sociales? De la misma manera que el viejo Freud detectaba un malestar en la cultura, tal vez libros como el de Eloy Fernández Porta sirvan para dibujar el malestar electrónico de los sujetos del siglo XXI. Eso que es despertado y a la vez reprimido por un contacto demasiado cercano, también demasiado impune, entre seres humanos. Tenemos el algoritmo moral, que se aplica de modo automático laminando cualquier decisión ética por nuestra parte. Pero a la vez contamos con generadores de una demanda narcisista incesante, y por lo tanto jamás satisfecha por completo. La tiranía de la relevancia nos convierte en monstruos (trolls, haters), sacudidos por descargas de rencor y envidia. Todo eso es sabido, no es ningún secreto. Pero la pregunta entonces es la de bajo qué régimen lógico se establecen estos picos de malestar, en los que se vuelca a menudo lo peor de nosotros mismos cuando percibimos el brillo más o menos estereotipado de lo mejor de los otros.
Desde luego lo que se echa de menos en ese régimen lógico electrónico es la verdad. Hablo de la verdad como aserción equilibrada, prudente o razonada. ¿Por qué? Pues porque los enredados sociales necesitan algo mucho más fuerte, centelleantes, aunque sea mentira. No, ni siquiera eso, requieren algo que brilla con la pureza excesiva y segura de su misma naturaleza mentirosa. Hace años, Gilles Deleuze, hablando sobre «Fake» de Orson Welles en sus estudios sobre el cine, se refería a las potencias de la mentira, y apelaba a Nietzsche para llegar a evaluar estas. Pues bien, vivimos en la edad del fake, del meme, de la postverdad como único mensaje. Se trabajan, se dispersan, se divulgan, se utilizan como un instrumento, como un arma incluso. Nunca ha sido más fácil, a la distancia de un mero clic, sacudir con vehemencia las mentes algo narcotizadas de los ciudadanos de este patio de vecinos global.
Pensemos un poco en ello, no demasiado, sólo un momento, para que podamos seguir viendo gatitos, amaneceres, autorretratos. Por ejemplo, empecemos por el selfie. Mi primera experiencia con el selfie es que todas mis conocidas tendían a resultar irreconocibles, adornadas de una deslumbrante y serena belleza que hasta entonces yo había ignorado o de una incendiaria picardía que hasta entonces me había pasado desapercibida. Pronto comprendí que el selfie es siempre un autofake. Y lo es, con independencia de los filtros, sobre todo por la distancia en la que se proyecta. Porque todo lo que se proyecta en mi teléfono móvil lo hace a una distancia demasiado corta. En realidad no es un secreto, nada que tenga que ver con un poder secular o religioso, según el viejo paradigma que con tanta belleza describía ha bien poco Claudio Magris[1]MAGRIS, Claudio: El secreto y no. Anagrama, Barcelona, 2017. Es verdad que el secreto hace dos invitaciones contradictorias a la vez: a ser guardado y a ser revelado. También que los secretos sólo se hacen públicos cuando ya resultan inofensivos. Los secretos en la red nunca son guardados y se publicitan para mantener intacta su carga ofensiva o multiplicarla.
Reconozco que hasta que no he leído este tratado de la verdad musitada de Eloy Fernández Porta no he entendido del todo ese malestar, a la vez exultante y nervioso, del que hablaba al principio de estas páginas. Se debe a que mi alma griega seguía pugnando por una sólida distinción entre lo público y lo privado, entre el oikos y el ágora. Mientras que mi corazón electrónico, como el de cualquier otro, se desenvuelve a diario entre dos luces, en la zona gris del patio de vecindad. Y que conste que la mención al gris no debe confundirnos. Esa tierra media del chisme, de la confidencia, de lo que ha de quedar siempre entre tú y yo, es divertidísima, muy entretenida. La fórmula de esa confidencia o verdad musitada, que ha invalidado la distinción entre lo público y lo privado, es: «No se lo cuentes a nadie, pero…» Fernández Porta se refiere al principio de enunciación «Nadie +1». Pero esa enunciación no tiene límites, puede hablarse del Mundo +1,como un blabla que se reproduce de modo fractal[2]FERNÁNDEZ PORTA, Eloy: En la confidencia. Tratado de la verdad musitada. Anagrama, Barcelona, 2018, p. 52.. Si me acuerdo ahora de la forma fractal no es sólo para presumir, que también, puesto que esta reseña misma está sometida a la cercanía del selfie, del postureo cool. Porque todo el mundo habrá comprendido ya, que no escribo bajo el imperio de eso que el propio Fernández Porta llama la «Erinia Suprema, el monstruo reseñista»[3]FERNÁNDEZ PORTA: ob. cit. p. 82.. No, si me refiero a este crecimiento es porque el nuevo paradigma de la confidencialidad contraviene el viejo esquema clásico del chisme, cuya divulgación era entrópica, de objetividad decreciente. Como en ese juego en que formábamos una cadena en la que decíamos rápidamente uno al oído del otro una frase en voz baja, y luego se comprobaba cómo el mensaje emitido la primera vez se había convertido al final en un bisbiseo sin significado. No, la confidencia no cambia, es siempre «Nadie+1». No se atenúa ni crece, se mantiene a la misma distancia. Demasiado cerca como para no ser untuosa. El ascetismo de este nuevo siglo pasaría por admitir que toda verdad que pringa demasiado deja por eso mismo de serlo. Y es que demasiada sinceridad, esa pulsión desaforada por decir la verdad, no es una virtud, sino una mendaz y algo cobarde falta de educación[4]TAGLIAPIETRA, Andrea: La virtú crudele. Filosofia e storia della sincerità. Einaudi, Torino, 2003..
El confidente no es en realidad veraz. Como mucho, sincero. Aun reconociendo que con la sinceridad, esa que se da tan a menudo con la fórmula «que no te sepa malo, pero…» brilla la impostura. Igual que brillan los aceros bien afilados de la voluntad de ofender y de hacer daño. Se me acaba el tiempo de esta breve nota y tengo la impresión, que quede eso sí entre tú y yo, de que no he dicho nada del ensayo de Eloy Fernández Porta sino de otras muchas cosas que este ensayo me ha sugerido. De haber tenido más tiempo me hubiera gustado comenzar por una conversación susurrada entre dos dioses. O hablar de la importancia que una sociedad de la desconfianza da a la confesión. Porque si algo nos adula, y nos hace considerarnos privilegiados, es ser los emisores del relato de una caída. Hacemos outing de cualquier cosa: de nuestras inclinaciones sexuales (con orgullo, siempre que no seamos heterosexuales, claro), de nuestras adicciones, que siempre estamos a punto de abandonar, o incluso de nuestras veleidades filosóficas o ideológicas: «mire, yo es que fui un poco democritocristiano.» (debo esta doble confesión, a la vez filosófica e ideológica, a una descacharrante conversación confidencial con Daniel Arana). Lo siento, les he engañado, No he hablado de este libro, sino de vaya usted a saber qué. Aunque ahora que lo pienso lo mejor que se puede decir de cualquier ensayo es lo que este ensayo nos lleva a decir. Sobre todo cuando se trata de un producto tan perspicaz y brillante como el del Tratado de la verdad musitada. Es un magnífico ejemplar de eso que el serio Kant llamó filosofía mundana, y que yo me atrevería a describir como escritura meta meta: metafísica y anfetamínica. Inteligente y petarda, profunda y a la vez muy de piel o de boa y foulard.
Título: En la confidencia. Tratado de la verdad musitada |
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Referencias
↑1 | MAGRIS, Claudio: El secreto y no. Anagrama, Barcelona, 2017 |
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↑2 | FERNÁNDEZ PORTA, Eloy: En la confidencia. Tratado de la verdad musitada. Anagrama, Barcelona, 2018, p. 52. |
↑3 | FERNÁNDEZ PORTA: ob. cit. p. 82. |
↑4 | TAGLIAPIETRA, Andrea: La virtú crudele. Filosofia e storia della sincerità. Einaudi, Torino, 2003. |