Mi suegra era una persona encantadora y, por supuesto, estaba en contra del maltrato a las mujeres. Salvo en el caso de su vecina Lolita (*) que se llevaba una «pámpana» de vez en cuando de su marido cuando este llegaba a casa después de trabajar y ella no tenía las cosas hechas. Pero claro, de eso no hace menos de 60 años.
Mª Carmen (*) aparecía a veces por la puerta de la tienda con un ojo hinchado y algún que otro moratón porque su marido había llegado a casa pasado de copas y ella se había llevado la peor parte. Pero era bueno, la quería mucho y al final siempre le acababa quitando la denuncia. Hasta que un día la mató.
De eso hace mucho menos tiempo pero lo que no podíamos imaginar o al menos no deberíamos habernos imaginado es que en un colegio mayor de Madrid, donde acuden jóvenes universitarios a los que se les presupone cierto nivel intelectual y en pleno SXXI que haya pasado lo que ha pasado. Una apabullante algarabía vejatoria contra las residentes del colegio de enfrente a mandíbula batiente.
Ni tampoco, del mismo modo, que muchas de esas chicas en vez de sentirse ofendidas se lo hayan tomado poco menos que a chufla aduciendo que eran sus amigos, se trataba de una broma y que ello entra dentro de lo más normal.
Tradición llaman algunas y algunos al caso, lo mismo que podríamos decir entonces de las varias decenas de mujeres que son asesinadas solo en este país por sus parejas cada año y las decenas de miles asesinadas a lo largo y ancho del mundo en el mismo periodo.
O de esas 500 millones de mujeres que sufren cada año algún tipo de violencia a cargo de su pareja según las estimaciones de la Organización Mundial de la Salud.
Con la misma naturalidad, hasta no hace mucho, con la que una panda de salvajes pasaban por una gracia tirar una cabra desde lo alto de un campanario o descabezaban a galope unos cuantos gansos vivos colgados de una cuerda en medio de la calle.
Pero la verdad no es otra que difícilmente podremos extirpar ese cáncer que mantiene en estado de enajenación a la sociedad desde la profundidad de los tiempos si en círculos de progreso como el de la mismísima universidad se mantienen prácticas vejatorias contra la mujer como las desatadas hace unos días en Madrid y se hacen pasar por una mera costumbre.
Es cierto también que a pesar de todo en las últimas décadas se ha dado un salto cualitativo en dicho sentido, del mismo modo que parece verse una nueva involución en los últimos tiempos.
Solo en España, con el retorno y la consolidación de la democracia, se abandonaron prácticas habituales como el que una mujer para abrir una cuenta en un banco precisara la autorización de un hombre; que la misma solo trabajara preferentemente mientras se encontraba soltera o, cosas peores, como que el maltrato estuviera normalizado o que incluso si la mujer abandonaba el hogar por ello fuera motivo de estigma.
Pero a pesar de los avances, en cuestiones que se dirían tan obvias como las relaciones laborales, según datos de la OIT, todavía la brecha salarial hombre/mujer se sitúa en España entorno al 21 %, prácticamente en línea a la media de lo que sucede en el resto del mundo.
Para colmo, las nuevas tecnologías han desarrollado nuevas formas de maltrato bien a través de las redes sociales, bien ejerciendo un control exhaustivo de la pareja a través de las aplicaciones de mensajería y geo localización como vemos cada vez de manera tan abundante como sorprendente entre los jóvenes.
En definitiva casos como el del Colegio Elías Ahúja de Madrid, del que saldrán con el tiempo jueces, políticos y empresarios entre otras profesiones relevantes, ponen en evidencia que todavía el sistema educativo sigue fallando al respecto, cuando no está en Babia, alimentando inconscientemente el machismo y por ende las terribles consecuencias del mismo.
(*) Nombres ficticios.