La verdad que no sé su nombre, sólo que es jardinero en una urbanización de lujo a las afueras de la ciudad. Creo que es un buen trabajador y que, según él mismo, además de tener un sueldo poco boyante, tiene que aguantar los desplantes del vecindario a pesar de los muchos años que lleva realizando allí su labor.
Hace sólo unos días, ha vuelto a sorprenderme o quizá no tanto, a costa de los líos de Errejón y sus acusaciones de ser, lo que por estos lares llamamos, un pichabrava. Y claro, ya puesto, le ha valido para poner de vuelta y media a todo lo que se mueve a la izquierda del PSOE.
O lo que es lo mismo, lo que queda de la izquierda en el tablero.
De lo de Errejón claro que no hay excusa pero, vuelta la burra al trigo y siguiendo con sus argumentos, al buen hombre le aflige lo de la cosa taurina, la Semana Santa y en general todas esas tradiciones -no sé si entrará en el paquete lo de la cabra y el campanario-, que dice van a dar al traste esa gente, una banda de energúmenos, rojos y chiflados.
Así, hasta finalizar la perorata asumiendo con naturalidad, puesto hablar de tradiciones, que como él los trabajadores, empleados dependientes en general, se las tienen que «tragar como puedan», porque esto es lo que hay, este país es así y eso no lo va a cambiar nadie.
Esto, que no es ninguna ficción, es un ejemplo bastante esclarecedor de lo que está ocurriendo en nuestro entorno y en todos los países que forman eso que llamamos «mundo desarrollado».
Si bien esa temible mezcla de ultra liberalismo, patriotismo y conservadurismo extremo pareció calar en principio solo en la aristocracia, una crisis económica persistente, el imparable aumento de la desigualdad y la falta de sensibilidad, ineptitud y distanciamiento de los partidos políticos de siempre para resolver los problemas de la gente ha hecho que semejante cóctel tradicionalista haya calado en todas las capas de población.
Más allá incluso de la búsqueda de un chivo expiatorio, como ha ocurrido desde la profundidad tiempos, encarnado en el diferente. En este caso al albor de un aumento de intensidad de las corrientes migratorias consecuencia, precisamente, de las derivadas de un modelo económico sumamente destructivo tras haber convertido la sociedad misma en un mercado donde todo se compra y se vende.
Para colmo, en este último caso, millones de personas que huyen además de las inclemencias del cambio climático –fruto de la descontrolada industrialización impulsada desde las grandes potencias-, que está convirtiendo en inhabitables numerosas regiones del planeta.
El poder de las emociones
Más allá de esto, el recurso a lo emocional ha dado alas a esta nueva ola reaccionaria para que poco a poco haya ido recabando apoyos, no ya de unas depauperadas clases medias en los países del primer mundo sino también en el espectro social más bajo de los mismos.
Patriotismo y tradición -nacionalismo en estado puro aunque para estos los nacionalistas sean siempre los otros-, que no sólo goza de popularidad sino que una vez perdida la oportunidad del ascenso social hace a muchas personas cómplices rebatiendo propuestas de carácter progresista aun cuando estas vayan encaminadas a mejorar el estado del bienestar y los servicios públicos. Curiosamente cuando son las más desfavorecidas las que más los necesitan.
Peor aún, cuando la izquierda política, lo que queda de ella, encargada de esto último y al margen de casos puntuales como el de Iñigo Errejón, es incapaz de confluir en una sola voz, ni siquiera en momentos tan críticos como el actual, perdida en sus cuitas partidarias e identitarias que priorizan lo particular perdiendo el interés por el bien común y fragmentándose de tal forma que hacen imposible los cambios que predican.
Lo que acaba favoreciendo a una derecha manipuladora del discurso liberal, calificando las propuestas de la izquierda de sectarias, apoyándose para ello en sus grandes recursos mediáticos y haciendo de la polarización la mejor de sus armas evitando así el debate racional.