A veces simplemente no recuerdo lo que significaba comer y no sentir nada más que el normal funcionamiento del cuerpo. Es decir, no sentir dolor, incomodidad, cansancio, alergia generalizada. No recuerdo cómo se sentía salir de casa sin asumir que, de cometer el error de comer, esa actividad tan necesaria y cotidiana, probablemente el día ya no seguiría unos cauces normales. Por eso, para mí, toda actividad realizada en el mundo exterior –trabajar, ir al cine, dar un paseo, asistir a una reunión o a una conferencia– requiere una planificación alimenticia rigurosa y una evaluación detenida de mis posibilidades físicas. He aprendido a convivir con los síntomas, haciendo un equilibrio entre lo tolerable y lo incapacitante, aunque a veces, de tanto aguantar y fingir que no me pasa nada, ya no sé muy bien cuál es el verdadero límite.
El cuerpo, que soy yo misma, me limita. El cuerpo, que es mi relación con el mundo, me condiciona. Inevitablemente, yo soy mis síntomas, soy mi enfermedad.
Y escribo esto porque a veces no sé muy bien cómo relacionarme con la palabra enfermedad, ni con las palabras normal y salud, que tienen sentidos íntimamente ligados a la primera. Porque la enfermedad es también un cuestionamiento constante del lenguaje, de los modos en los que nombramos esas sensaciones, que de tanto pensar en ellas, convivir con ellas y aguantarlas, distorsionan las palabras de las que disponemos para comunicarlas. ¿Cómo transmitir el dolor? ¿Cómo dar cuenta de la intensidad del síntoma? Muchas veces, la verbalización de un síntoma en una consulta tiene el efecto de difuminar los límites, las formas y las particularidades de lo que se siente. Por eso, en medio de la indeterminación y la contundencia de lo que se experimenta, el diagnóstico se nos antoja como una especie de alivio en la condena, un horizonte que no dejamos de imaginar todas aquellas que encontramos una suerte de consuelo momentáneo en la etiqueta “enfermedades raras”. O enfermedades autoinmunes, enfermedades crónicas, enfermedades sistémicas.
A veces me pregunto en qué momento de la conversación con alguna persona que recién conozco debo decir: estoy enferma, soy una enferma crónica. Generalmente, esa confesión se proyecta hacia el futuro bastante probable en el que algún síntoma me haga llegar tarde, actuar extraña, querer irme siempre, salirme de algún sitio cerrado o, directamente, no poder ir a ninguna parte.
Hola, me llamo Valeria y tengo una enfermedad crónica que mucha gente, empezando por algunos médicos, no reconocen.
Otros doctores simplemente entran en disputa por el diagnóstico. Así que, a este punto, ya me sé algunas rivalidades enquistadas entre médicos que tratan enfermedades crónicas, que asisten a congresos y escriben papers con la esperanza de posicionar sus respectivas hipótesis en un mejor lugar, más visible, más rentable, más negocio, para explicar determinados síntomas: fibromialgia, histaminosis crónica, síndrome del intestino irritable, síndrome de sensibilidad central. Algunas son enfermedades reconocidas, otras son sólo eso, hipótesis, pero que tienen la capacidad de generar cierto alivio narrativo a una serie de pacientes que están agotadas de pasar décadas y décadas peregrinando de consulta en consulta: la interminable búsqueda de esa herramienta interpretativa del propio cuerpo llamada diagnóstico. Herramienta de doble filo, eso sí, porque, al mismo tiempo, un diagnóstico es también un dispositivo clave de poder, donde hay una autoridad sanitaria que es la encargada de establecerlo, y así validar una sintomatología y poner en funcionamiento una de esas divisiones estructurales en nuestras sociedades: cuerpos sanos / cuerpos enfermos.
A pesar de que creo que es importante cuestionar esta división y todos los sentidos y relaciones de poder que se establecen a partir de ella, para mí, el reconocerme en el término “enfermedad” ha sido con el tiempo un alivio, aunque muchas veces las personas a mi alrededor me hayan cuestionado por esa identificación tan definitiva. Sin embargo, es un alivio ambivalente porque también me pregunto, de forma constante, si en ese reconocimiento no habrá un repliegue autocomplaciente. Porque la enfermedad es también pura subjetividad, yo soy yo y mis síntomas, yo soy yo y este cuerpo que me sustrae de lo social, este cuerpo que no sabe ser en colectivo, estas ganas de aislarme en el malestar: quiero construir en colectivo horizontes de lucha y esperanza pero mi cuerpo me frena. Cuando la enfermedad, la miríada de síntomas confusos y cambiantes que me atraviesa, condiciona absolutamente todas las interacciones sociales que tengo, ¿cómo construir en común? ¿Cómo politizar la enfermedad?
Recuerdo mucho el potentísimo texto de Johanna Hedva, Teoría de la Mujer Enferma, en el que apunta que: “si estar presente en público es lo que se requiere para ser político, tendremos que considerar a-políticos a sectores enteros de la población simplemente porque no son físicamente capaces de sacar sus cuerpos a la calle.” Y me pregunto si la mayoría de nuestras formas de organización política no se habrán construido inconscientemente a partir de la idea de unos cuerpos sanos. Precarizados y oprimidos, sí, pero funcionales en términos orgánicos. ¿Cómo nos organizamos alrededor de cuerpos enfermos? ¿Cómo incorporamos el dolor físico permanente e individual a lo colectivo?
Después de todo, me pregunto, ¿qué hay más vitalmente político que la relación que tenemos con nuestros cuerpos? ¿Qué hay más político que la división entre cuerpos enfermos y cuerpos sanos? Y cuántas relaciones de poder no se fundan, precisamente, en esa división, tan fructífera para un sistema económico que necesita generar constantemente cuerpos desechables, un sistema para el cual los cuerpos enfermos y, por lo tanto, menos productivos son un estorbo del que ni siquiera se habla demasiado. Por eso, quizás, hablar de la enfermedad, nombrarla y escribirla en toda su crudeza, cuestionando el campo de batalla simbólico, económico y hermenéutico del diagnóstico, constituya una importante herramienta política, no sólo para repensar nuestra relación con nuestros cuerpos, sino también para generar colectivamente formas de decir y, por lo tanto, de existir que no se sostengan de forma tan absoluta en esa división tajante entre personas sanas y enfermas.