Ando con dificultad, meciéndome de izquierda a derecha. Me paro delante de la noria, resoplo por el esfuerzo y contemplo, allí abajo, mis piernas cortas y combadas que no son más que un paréntesis bufo. Los pies diminutos y contrahechos que apenas me sostienen en un equilibrio inestable. Las manos y los dedos que, por el contrario, son largos como pálidos sarmientos. Con ellos palpo mi frente abultada, mi cabeza monstruosamente ancha, mi boca de pez y mis ojos de topo. Cada nuevo hallazgo en mi anatomía constituye una sorpresa y es para mí motivo de espanto y horror. Porque yo, antes de entrar en el laberinto de los espejos, no era así.