Con un ocho dibujado en el lomo y de ojos oscuros y brillantes. Así era Palike, el bodeguero más guapo de la ciudad.
Hay quien puede hablar con la mirada y él me lo enseñó.
No lo elegí ni lo busqué, no fue un amor a primera vista y no me impuse obligación alguna hacia él. Tampoco lo pidió.
Cuando conocí al que es mi pareja, él ya venía con perro. Con Palike, su compañero, su colega. Y por ende ya era uno más de mi familia. Sí, Palike, con “k”
Fue poco a poco, sutil, suave, tumbándose a mis pies, siguiéndome por la casa, buscando caricias. Aunque la prisa de los días no me permitiese parar, él volvía a insistir.
Cuando me sentaba a descansar venía a buscarme y posaba su hocico en mis rodillas, fijaba sus ojos vidriosos en mí, sin dejar caer la mirada, aguantaba el tiempo que fuese necesario, hasta conseguir el gesto de permiso y entonces saltar. Y así, con Palike en mi regazo, el descanso parecía más descanso.
Sentado inmóvil, impasible, en silencio y con postura firme prestaba atención mientras yo partía carne, limpiaba pescado o picaba verdura. Sin pedir, sin hacer ruido, esperaba paciente el momento en que algún trocito comestible le cayese como premio a su constancia. Su alegría por tan poco siempre me hacía sonreír.
En mis ratos de lectura le gustaba tumbarse junto a mí y disfrutábamos tomando el sol uno al lado del otro.
También fue pareja de baile. Sí, Palike bailaba y además lo hacía muy bien. Igual ponía una timbalada en el móvil y en cuanto comenzaba a bailar él se ponía a dos patas ofreciéndome sus delanteras y entonces nos volvíamos locos al ritmo de la música. Los mejores bailarines siempre fuimos nosotros.
Eso fue así, aunque yo no lo elegí. Durante trece años fue así. Siempre cuidó mis pasos. No fue amor a primera vista, pero sí fue amor verdadero, refugio. Sin pedir, sin exigir. Amor incondicional. Él me lo enseñó y nadie mejor que él para hacerlo.
Y después se fue. Le lloré durante días y aun le echo de menos. Era especial y yo afortunada por tenerlo.
Pero ya es eterno.
