No encuentro en mi memoria de la niñez momento alguno en que alguien me preguntara que quería ser de mayor. Quizá lo hubo, pero lo he olvidado. Tampoco recuerdo planteándome de que forma útil dedicar mi vida adulta. Es ilógico, a edades tempranas es una cuestión sin sentido. En mi barrio jugábamos a las canicas sobre el suelo adoquinado, recogíamos hojas de morera para criar gusanos de seda en cajas de zapatos, saltábamos a la goma y nos buscábamos la vida para salir ilesos jugando en el campillo. Divertirse era el objetivo.
Mi madre quería que fuese enfermera, no sé con qué edad tomó esa decisión para mí, ni el motivo que le llevó a una idea parecida, pero tampoco tengo intención de preguntar. En su momento hice lo posible por conseguir el objetivo materno y como no podía ser de otra forma no llegué al resultado deseado. Es profesión para espíritus fuertes, estar hecha de otra pasta, yo soy una sensible llorona. El sufrimiento de la gente y las injusticias que causan una pobre gestión me generan impotencia y escalofríos, así que cambié mi rumbo.
De niña me gustaba inventar historias que solo me contaba a mí misma. Abrir el antiguo armario de caoba de la habitación de mi madre, rebuscar entre las perchas cargadas de vestidos, trastearlo todo hasta llegar a lo desconocido, a lo más antiguo, no para disfrazarme de ella, la pensaba en otro tiempo, en otro sitio, imaginar su otra vida antes de nosotros y contarme a mí misma la otra historia de mi madre. La que solo existía en mi cabeza pero quizá pudo haber sido. Volver a descubrir su vestido de novia bordado y de mangas abullonadas, verla con él en mi cabeza, rebosante de amor. Me gusta lo viejo porque tiene un pasado que espera ser contado.
Durante las vacaciones de verano era la encargada de los recados, las pequeñas compras, “los mandaos”. Yo pequeñita y con unas gafas que me ocupaban casi toda la cara, con los ojos abiertos de par en par observaba atónita, como en un teatro, el trasiego en la tienda de Fermín. _La puerta, que se escapa el gato_ gritaba siempre Fermín cada vez que alguien entraba o salía. Me costó mucho tiempo entender que no había gato, lo que no se debía escapar era el fresquito y de ninguna forma dejar pasar el sofocante calor de la calle. Su tienda de ultramarinos era como un oasis en el desierto, se respiraba felicidad. Allí descubrí mi sonido preferido en el mundo, la risa a carcajadas de las vecinas, todas sus risas al unisono, sin prejuicios, libres y en el tono más alto que se puede dar. Pura música, alegría deshinibida. Podía observarlas y escucharlas sin que reparasen demasiado en mi, no parecía importarles mucho mi presencia y me gustaba, ellas hacían y contaban libres, bromeaban y reían, como si la tienda de Fermin fuera el punto donde ir a desahogar, a respirar, a olvidarse de los problemas, de la prisa y de lo que duele todos los días.
Yo las observaba y jugaba a inventarme sus días, una al llegar a casa pondría la olla al fuego para hacer un cocido con el tocino que había comprado. La otra prepararía una tapa de queso y un par de refrescos y se iría a buscar a su vecina para compartir un rato de risas antes de que llegasen los maridos y todo fuesen tareas y silencio.
Estaba la panadería de Andrés y Carmen, ruido, ruido, mucho ruido, todos gritaban allí. Se mezclaban los encargos de pan para una hora, con las conversaciones a gritos, dudaba de que mi voz tuviera suficiente fuerza para ser atendida. Eso sí, olía a gloría. Entraba y aspiraba hondo para llenarme de olor a pan recién horneado, soltaba el aire y volvía a los gritos, por el jaleo era como estar en una caseta de feria cinco minutos cada sábado al medio día.
Jugaba con mi hermana pequeña a las tiendas. En la habitación de la costura, algunas veces, la tabla de planchar se quedaba abierta y la utilizábamos a modo de mostrador, primero yo de tendera y luego ella. Detrás del mostrador inventado estaba la estantería llena de libros, mi imaginación los transformaba en cajas de leche, paquetes de arroz y cualquier otro objeto se podía convertir en una sandía. Yo era Fermin detrás del mostrador hasta cansarme o hasta que mi hermana con sus ojos tristes pedía su turno – Ahora me toca a mí – decía, pero no me interesaba el papel de clienta y ponía fin al juego, era el único momento en que podía ejercer mi papel de hermana mediana y la dejaba allí esperando sin sentirme mal en absoluto.
Mi abuela vivía dentro de un comercio. Un domingo de cada dos íbamos al pueblo a visitarla. Se entraba por un gran portón de madera marrón, la pintura desgastada dejaba ver el verde de otro tiempo. Accedíamos a un pasillo o galería con suelo gris de hormigón castigado y agujereado donde alguna vez me destrocé las rodillas. A un lado del pasillo estaba la pescadería del tío Juan. Al otro lado la bodeguilla del tío Antonio y la tía Antonia,sí, se llamaban igual. Entre bodeguilla y tienda de comestibles, con una barra larga de chapa fría, siempre con alguna caja de quintos vacíos encima y papel de estraza por todos los rincones. Cuando no me veían los mayores me colaba por todos los rincones que dejaban accesibles, quizá por eso empezaron a poner candados. Pero me bastaba con el mostrador, pensarme el lunes rodeada de las historias de las gentes de allí. Preparar su aperitivo imaginario sobre papel de estraza. Embriagarme del olor a bodega, a pescado, a encurtidos y vinagre. A mercado y a vida.
En otro tiempo todo aquello fue un bar de comidas regentado por mi abuela y su hermano. Mi abuela enviudó joven y tenía que trabajar, era muy buena cocinera así que convirtieron la casa en restaurante. Ella hacía el mejor conejo al ajillo del mundo y la gente la quería, así que nada podía fallar y no falló. Aquel patio de la casa lleno de gente, agradeciendo a mi abuela sus manos en la cocina y ella corriendo entre las mesas cargada de platos y feliz, así la imaginaba.
Alguien escribió alguna vez que todos nacemos originales, como páginas en blanco, pero morimos copia. Pasaron los años y la vida y me hice mayor. Los niños ya no juegan a las canicas y jamás han visto un gusano de seda. Ahora tengo una tienda de barrio, el jaleo y las risas son en mi casa, se llena de historias reales que algunas veces mejoran la ficción. Nadie sueña con ser tendera, yo tampoco lo soñé ,no es para idealizarlo y es duro, siempre con la incertidumbre de las cuentas. Pero aquí estoy, se fueron escribiendo las páginas de mi camino y quizá volví al principio, pero ya no es un juego, ni ilusión y a la cuestión de qué ser de mayor sigo sin verle sentido.