No tengo nada que decir. Ésa es la frase que me revolotea la cabeza y, sin embargo, quiero escribir. Me niego a abandonar el último espacio feminista que me queda. Aunque, como casi todo desde hace meses, sea un espacio virtual. Aunque me sienta una impostora porque no tengo nada que decir. Mi vida está en piloto automático. Curro por las mañanas sin saber cuánto durará porque cubro una baja. Crío a mi hijo, que ya ha cumplido los tres años, por las tardes. A ratos, disfrutándolo. A ratos, como puedo. Y eso que desde hace un tiempo lo llevo a la guardería un par de horas para que juegue con otras criaturas. Yo, mientras tanto, estudio porque este año tengo las oposiciones que tenía que haber tenido el pasado. Si no mejoro mi nota, me quedo sin curro. Y sólo con el sueldo de mi pareja, que se ocupa del peque por las mañanas y curra por las tardes, no nos da ni de coña. Así que, tengo un poquito de presión. Más de la que tenía cuando sólo debía mantenerme a mí misma y suspendí. Un poquito de presión y nada de tiempo para dedicar a la militancia feminista, a las lecturas, a los debates, aunque sean una mierda y por redes sociales. Qué tengo que decir, entonces. Poco, la verdad es que poco. Pero necesito sentir que todavía formo parte del movimiento feminista y escribir en este espacio colectivo es para mí una manera de hacerlo. Aunque me sienta igual de sola.
Cuando tengo tiempo de sentir algo.
I
Es 8 de marzo y, cuando llego al curro, me doy cuenta de que no me he acordado de ponerme algo morado. Es una tontería, pero me hace sentir una traidora. Es un 8 de marzo raro. Echo de menos la complicidad, las risas y los abrazos del año pasado. Cómo imaginar lo que vendría después… Quiero que las calles vuelvan a ser nuestras. Pero, sobre todo, quiero a mis amigas. El feminismo para mí, cada vez más, es eso, estar juntas. Aunque discutamos. O, por eso, porque entonces discutimos, pero con los cuerpos cerca, hablando también su lenguaje. Y eso hace que, de alguna forma, a pesar de que pensemos distinto muchas veces, nos sepamos juntas en esto.
En la ciudad de al lado, sin embargo, hay convocada una manifestación de lo que se define como «feminismo verdadero». Ay.
II
Es 8 de marzo y leo un post de Carmen G. de la Cueva que me remueve. “Desde que parí, más bien desde que me rajaron el vientre para sacarme a mi niño, comencé a ser otra cosa y a pensar en el feminismo como un espacio de ambivalencia mucho más grande de lo que imaginaba. El feminismo en sí, la idea que tenía yo de lo que era el feminismo, no me protegía de nada, sobre todo, no me protegía de todas esas exigencias que, heredadas y aprendidas, me han convertido en los últimos dos años en una persona más miedosa, más contradictoria, más frágil y más insegura. (…) Este año pandémico me he sentido más sola que nunca, aislada, pobre y perdida que en toda mi vida. Y esa sensación parece que no se acaba nunca”.
Ser madre era esto, sentirte tantas veces sola.
Sentirte tantas veces perdida.
Ser madre feminista, también. O a veces más. Porque no te lo esperabas.
III
Es 8 de marzo y salgo a las siete y media de la guardería con mi hijo. No he quedado con nadie. A esas horas, con él cansado y hambriento, mejor no tener expectativas. En la calle oímos los gritos provenientes de la mani. Intento explicarle qué día es, por qué la mani. Pero cómo explicar lo que no tiene sentido. No sé qué entiende, pero me dice que no quiere ir. Improviso un recorrido más a su medida. Jugamos a meter la mano varias veces en el agua fría de una gran fuente, pasamos por la biblioteca del parque a dejar y coger libros y bajamos corriendo porque nos persigue un T-Rex. Estamos ya muy cerca. Empiezo a corear las consignas. Si tocan a una, nos tocan a todas. Si vuelve la edad media, nos pedimos brujas. La imagen es extraña. Maldita distancia de seguridad. Pero, si cierro los ojos, la música y los gritos son los de siempre. Me emociono. El peque se pone nervioso y tengo que cogerle en brazos. Le explico que vamos a quedarnos un ratito, que es algo importante para mamá. No puedo aguantarme en la acera. Nos unimos a la concentración sin fijarnos en las marcas en el suelo. Nadie nos dice nada. De repente, me descubro al lado de dos amigas. «Ya nos extrañaba que no vinieras». Y veo a otra más allá. Siguen los gritos, los aplausos, los bailes. Alegría y rabia. Pero, sobre todo, esa sensación de sentirnos fuertes estando juntas. El peque se va relajando y disfruta también. A él la distancia de seguridad le debe parecer genial. Corre entre unas y otras haciendo slalom. Vuelve y baila y grita conmigo. A su edad, se contagia rápidamente de las emociones que hay alrededor. Y hoy estamos celebrando que no hay marcha atrás porque estamos juntas en esto. Y seguimos siendo cada vez más.
***
Somos esenciales, sí. Pero no sólo porque se pare el mundo. También lo somos en nuestros mundos. Os echo de menos.