A propósito de: Gregorio Morán, El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España, 1962-1996. Madrid, Ediciones Akal, 2014, 832 pp.
Antes de nada, hay que decir con sinceridad que una nueva reseña poco puede añadir ya al excelente comentario que Sebastiaan Faber ha realizado del último trabajo de Gregorio Morán. Con su acostumbrada perspicacia el profesor de Estudios Hispánicos del Oberlin College resumía los argumentos de Morán en tres puntos. El primero que tiene que ver con las consecuencias de la Guerra Civil y la represión franquista en todos sus niveles y pone en evidencia que, por mucho que le pese a Jordi Gracia, aquello que se llamó “resistencia silenciosa” jamás existió y que no pasó de ser otra cosa más que una “novedad intelectual divertidísima” para limpiar conciencias y biografías. El segundo punto constata una situación que ya había sido anunciada en El maestro en el erial el régimen promocionaba a los peores, tanto es así que muchos no hubieran podido instalarse sin el franquismo. El tercer punto que Morán evidencia tiene que ver con el enclaustramiento de los pretendidos intelectuales españoles en la circunstancia española ajenos por completo a todo lo que el mundo cultural y político externo producía. De este páramo que era el franquismo y su cultura, Morán salva, quizá por su coherencia, quizá por su carácter épico, únicamente a tres figuras: Luis Martín Santos, Max Aub y Manuel Sacristán.
En síntesis, se podría concluir que el relato que Morán nos cuenta de la historia cultural del franquismo y la democracia entre 1962 y 1996 revela más allá de los repetidos chismes, chascarrillos y miserias personales de los protagonistas la mediocridad de la cultura (política) española y de su propia historia cultural. Pero al mismo tiempo, muestra en toda su amplitud la continuidad entre aquellas élites culturales (y políticas) –y su modo de actuación– y las de la democracia española contemporánea. Si ya sabíamos que Adolfo Suárez no era tan bueno, ahora se nos pone al corriente que todos aquellos “mandarines” que se subieron al carro de la democracia compartían el mismo espíritu del que gozaba el protagonista que le sirve a Morán de hilo conductor del libro, el cura, duque consorte y editor Jesús Aguirre. Haciendo el parangón, todos eran mediocres, trepas, impostores, autocomplacientes, vividores y oportunistas. Sin embargo lo terrible no es, como ha señalado Juan Goytisolo, que aquel “rebaño intelectual” cambiara de comedero a tenor de la evolución del régimen –una operación de cosmética que era evidente para cualquier ciudadano atento. La cuestión determinante ha sido como a través del lavado de cara del mandarinato franquista, aquel espíritu se instaló en muchas instituciones públicas y en organismos de necesario interés público para cualquier democracia decente. Los casos concretos van más allá de los sucesos de El País o la R.A.E. descritos por Morán y nos llevarían a entender de manera adecuada la situación de crisis política y económica que sufre la España actual. Es precisamente en este contexto en el que toma sentido en toda su amplitud la palabra casta.
Bajo este criterio, aquí solo se pretende poner de relieve de manera concisa algunas consecuencias de la lectura llevada a cabo por Morán sobre el campo filosófico español. El libro es tan rico en matices que sobrepasa con creces el conocimiento de quien esto escribe. Para un mayor rigor sobre la vida filosófica en este periodo puede consultarse los numerosos trabajos, desde diferentes ópticas metodológicas, de José Luis Villacañas o de José Luis Moreno Pestaña.
Como el propio autor sugiere, El cura y los mandarines tiene un aire de continuidad con respecto a El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo. Allí, como es conocido, Morán nos contaba la triste suerte de Ortega en el franquismo, las luchas entre nacionalcatólicos y falangistas y, de igual modo que en su último volumen, destacaba el escaso mérito de la producción intelectual del régimen. Si bien el periodista parecía desbrozar el páramo y la suerte del legado del maestro entre quienes lo pretendían, en verdad había poco calado a la hora de reflexionar sobre los reclamos por los falangistas de la obra del filósofo, que tenían y tendrán mucho que ver con un proyecto de filosofía de la historia española y una cierta idea de modernidad que demandaban que estaba muy distante de la presentada por los autores nacionalcatólicos. De hecho, solo si se explican bien aquellas posiciones se podrá entender, más allá de la búsqueda de la “absolución social”, el salto de muchos de los protagonistas de Falange al liberalismo y luego al PSOE.
Lo mismo puede apuntarse de la suerte de comentarios de Morán en El cura y los mandarines sobre los discípulos de Ortega en el exilio o de aquellos más jóvenes que lo reclamen en el interior. En este sentido, es una realidad que “el exilio se convirtió en otro fantasma” que no daba miedo y que en la Transición si aportó algo fue “buena conciencia”. Pero que Morán fantasee sobre una Zambrano a la caza del miembro de Pittaluga por América Latina no explica que desde una antropología orteguiana, Zambrano desplegase un pensamiento que elevó la condición de exiliado a estructura ontológica del ser humano y que centrada en la categoría de ensimismamiento y en bases más unamunianas renunciará a cualquier intervención política. Tampoco dice nada la anécdota de un Aranguren borracho como una cuba abrazándose a Juan Carlos de Borbón a gritos de: “Mi príncipe, yo quiero a mi príncipe”, si no se ha leído La cruz de la Monarquía española actual de 1974. Por no hablar de la excedida sentencia sobre Sacristán: “Es una variante hispana de la figura de Walter Benjamin”. No obstante, en el capítulo sobre el filósofo comunista Morán presenta sus mejores dotes de periodista para reflejar en la persona de Sacristán un marxismo y un partido erosionados por sus propias experiencias históricas.
De igual modo, las mofas sobre Julián Marías o José Luis Abellán no ofrecen categorías para pensar una historia crítica del pensamiento español alternativa que así se pretenda, menos si cabe para iluminar una historia política española desde la que analizar el presente. El foco se debería haber puesto en la imposibilidad de un abordaje circunstancial de la circunstancia que han llevado a cabo Abellán y otros tantos orteguianos. Es más, como bien sabemos al menos desde Weber y Foucault, la lógica del poder no es circunstancial y por lo tanto entrar en ella implica conocer sus luchas, sus tiempos, sus ideologías y su cristalización cultural más allá también del chascarrillo y la ocurrencia, por muy fina que esta sea.
La obra concluye poniendo de relieve como la toma del poder en 1982 por los socialistas fue acompañada en el campo filosófico por un giro nietzscheano de los más jóvenes pero también fue, bajo el magisterio estéril de Aranguren, el gran boom de la ética. Fue el auge de académicos “cómplices de un plato que nadie tiene intención de probar”, remata Morán. El triunfo de la ética alejó a estos intelectuales de las preocupaciones sobre la política y lo político. Así, la política quedó ausente de toda reflexión seria y el oportunismo quedaba oculto tras investigaciones sectoriales estériles que no importaban más que para arañar sexenios. Si el PSOE cerró aparentemente el proceso de convergencia con Europa, bajo su gobierno continuó la ‘tibetanización’ cultural de España que decía Ortega. ¿O hay algo en estos autores que pueda leerse en clave europea? O lo que es más, ¿hay alguno de ellos que se haya leído en Europa?
Morán concluye su libro en 1996, justo el año de la salida de los socialistas del poder. En verdad, la obra es un testimonio de la mediocridad de la cultura española, que por momentos se confunde con la insignificancia (teórica) de la izquierda estatal, pero sus más de 800 páginas sirven también de aviso para la academia y para la sociedad española. De igual modo que ningún país decente se puede permitir tener una clase política tan mezquina y funesta como lo que ha tenido España, tampoco es de recibo pretender desarrollar una cultura de gran altura con una academia colmada de arribistas. Ahora sabemos que lo uno iba de la mano de lo otro. No obstante, la historia cultural no puede quedar bosquejada por el trabajo de Morán por muy perspicaz que parezca. Ni puede ser un canon desde el que pensar una historia crítica ni un anclaje para construir una nueva hegemonía. Un país serio requiere de unas ciencias sociales que nos permitan otear la lógica del poder, analizarla en sus índices y factores mediante preguntas pertinentes más allá del chascarrillo y la anécdota. Y esta es una tarea que está todavía por hacerse.