Llevo unas semanas con una frase en la cabeza. En realidad, es una frase que condensa muchas de las cosas que pienso con frecuencia, pero también es una construcción que surge de mis deseos y de la confrontación inevitable con ciertas ideas dominantes en el discurso público actual.
El futuro es de las migrantes.
Quisiera decir que de TODAS las migrantes, pero sé que no es cierto. Sé que en el camino muchas serán asesinadas por las fronteras, como está sucediendo ahora mismo, todo el tiempo. Y aún así, la pulsión vital -esa mezcla de instinto de supervivencia y esperanza- es tan arrolladora, que son las caravanas migrantes las que están escribiendo con sus tránsitos el mundo por venir. Sólo aquellos que se han quemado los ojos con la palabra soberanía escrita a fuego son incapaces de verlo.
Mientras las sociedades del norte global parecen atrapadas por una nostalgia que la gran mayoría de las veces es profundamente estéril, las migrantes resisten y combaten, con pura voluntad de existir, a ese mundo antiguo que les teme. Los nostálgicos temen esa esperanza que ya son incapaces de sentir. Y su temor desbordado alimenta esa vertiente mezquina de nostalgia, tan común en nuestra época: un poder de rechazo que se ejerce sobre otras vidas y que elige no hacerse cargo de toda la violencia que sus recreaciones estériles generan. La fijación amurallada con discursos nostálgicos, fuertemente marcados por coordenadas nacionales, conlleva la negación de las memorias, las nostalgias y los duelos migrantes, que forman parte también de los territorios de llegada, aunque muchos insistan en negarlo.
Me pregunto hasta qué punto los recientes (y aparentemente enquistados) debates acerca de la nostalgia no responden, como tantos otros, a análisis que omiten por completo las experiencias y el pensamiento de las comunidades migrantes. Es como si se pretendiera que las propias periferias -arrolladoramente migrantes- de esas ciudades en las que se generan los discursos nostálgicos no tuvieran incidencia alguna ni en la realidad urbana ni en la esfera pública. Algo que por supuesto es imposible, porque incluso la configuración de los barrios que rechazan a las periferias, mediante discursos securitarios y prácticas represivas, responde a la contundente e inevitable presencia de las mismas. Habría que pensar hasta qué punto los discursos nostálgicos en clave estrictamente nacional no surgen, entre otras cosas, del miedo y el rechazo a las migrantes.
Pero es que, además, si hay un colectivo que está desde siempre atravesado por la nostalgia es el de las migrantes. Sin embargo, se trata de una nostalgia fecunda, que convive en un curioso equilibrio con la esperanza y con la voluntad de transformación. Porque incluso en la constante imposibilidad del retorno, la nostalgia de las migrantes modifica también las ciudades de destino, estableciendo con ellas un vínculo que tiene todo que ver con el futuro: el impulso de volver más habitables, más propias, esas calles de las que, gracias a sus resistencias llenas de vida, también forman parte.
La nostalgia migrante es el combustible de una pertenencia múltiple, poliédrica, que inevitablemente genera unos vínculos comunes, un compromiso con las luchas del lugar al que se llega y en el que se vive, un reconocimiento de potencias compartidas en las historias de la gente local que se conoce, quienes a su vez se implican también con la historia de los territorios de origen de sus vecinas migrantes. Y es en todo este proceso de entretejer vínculos, resistencias y memorias, donde se encuentra inscrita la clave del futuro en común, que es el único futuro posible.