En nuestra relación con los otros, con ese otro radical que es el migrante, se juega todo: nuestra identidad y nuestro destino.
Incluso nuestra relación con nuestro propio pasado está atravesada inevitablemente por la mirada extranjera. Aunque intentemos rabiosamente despojar a nuestro pasado de esa mirada, como si se tratara de un irrupción espuria, reconstruyendo una y otra vez ese pasado añorado como si fuera una estatua de piedra, lo cierto es que ya nunca podremos hacerlo sin arriesgarnos a quedar ciegos. El pasado siempre se está reconfigurando, reconstruyendo, y en cierta forma, imaginando, todo esto al lado de aquellos con los que compartimos presente.
Migrar es también establecer un vínculo con las nostalgias ajenas, con las diversas historias del territorio al que se migra. Es incorporar a la estructura emocional propia todas esas sensaciones que nos transmiten las personas con las que compartimos lo cotidiano. Entonces, cuando llegamos al barrio o al pueblo de la infancia de nuestras amigas, de nuestra pareja, ese del que ya nos han contado tanto y tantas veces, inevitablemente lo sentimos como propio. Nos reconocemos en él, como si una parte de nosotras mismas siempre hubiera estado allí, esperándonos para transformar y completar todo lo que somos. Se establece entonces una profunda comunión entre nostalgias, entre pasados, entre territorios. Una comunión en la que permanece cifrado ese grandísimo misterio que es lo humano.
Migrar es adentrarse en las nostalgias de la comunidad a la que se llega y establecer un vínculo que hace vibrar también las propias nostalgias: en tu pasado miro mi propio pasado y la migración, que también es ese instante de reconocimiento, ilumina esos vínculos, que si sabemos mirar y poner en valor, nos darán claves a partir de las cuales imaginar un horizonte en común. Somos en común y eso implica que, aunque no lo percibiéramos así en ese momento, nuestros tiempos pasados están también estrechamente ligados.
Todas las que migramos sabemos muy bien que, aunque volvamos a nuestro país de origen, en realidad nunca se puede volver al mismo sitio, simplemente porque ese sitio ha dejado de existir. Descubrimos, entonces, que la mirada que tenemos de nuestro lugar de origen, de nuestro pasado, de nuestra historia, es también una mirada extranjera. El pasado es también un territorio del que se migra, al cual ya no se puede nunca volver, aunque inevitablemente volvamos una y otra vez, siempre esperando encontrar algo de lo que somos. Y es ahí, en ese retorno atravesado por nuestra mirada extranjera respecto a sí misma donde podemos decidir qué hacer: si cerrarnos en una contemplación fija, en cierta forma enajenada, de un pasado que ya no es, o asumir que sólo la mirada migrante, que forma parte de nuestra cotidianidad, será capaz de reconciliarnos con nuestra propia condición extranjera respecto a nuestro pasado, respecto a quiénes somos.
Una nostalgia mezquina, como lo es la nostalgia patria que inútilmente aspira a prescindir de la mirada migrante, que se niega a concederle legitimidad porque la considera una anomalía, es el caldo de cultivo para el odio que mañana nos dejará ciegos. Ciegos no sólo respecto a nuestro pasado, que de ninguna forma es como un museo de cera inmóvil e impoluto, sino también frente a nuestro presente y a nuestro futuro, en el que la nostalgia mezquina, cerrada en su propia negación, será siempre gangrena. Expulsamos la mirada extranjera sin darnos cuenta que nosotros somos también extranjeros respecto a nuestro propio pasado. Por eso en nuestra relación con los otros, con ese otro radical que es el migrante, se juega todo lo que somos, porque es esa mirada migrante la única capaz de darle un aliento nuevo y emancipador a nuestra nostalgia, convirtiéndola en un flujo vivo proyectado hacia el futuro.
¿Qué nostalgia tan mezquina y tan estéril es esa que no se abre radicalmente a la mirada extranjera, que la considera una anomalía, una mirada fuera de «su» lugar?
Si justamente esa apertura radical es una de las potencias de la escritura, de los relatos orales, del arte. Escribimos sobre quiénes fuimos justamente para que en ese «nuestro» pasado todas las personas que nos leen se encuentren también ellas mismas. Escribimos sobre nuestro pasado no sólo para transmitirlo a los «nuestros», sino porque la escritura es un constante ampliar ese nosotros, un entrar en comunión con lo extranjero que también somos.
La escritura, en cierta forma, siempre es extranjera. Por eso cualquiera que lea lo que escribimos puede sentir algunos relatos profundamente íntimos como si fueran propios.
La condición migrante de la escritura es, al mismo tiempo, su condición de posibilidad, porque escribir es abrirse radicalmente a todas las lecturas, a todas las miradas, a todos los territorios.
Así también, asumir la condición migrante de la nostalgia, comprender que «nuestro» pasado está inevitablemente atravesado por la mirada extranjera, es la única forma de no terminar ciegos, envenenados de odio por lo propio que ya no es, seducidos por el espejismo de un pasado puro, homogéneo, embalsamado, muerto.