Cuando era pequeña montábamos un nacimiento enorme en la sala de estar de casa de mis padres. Tardábamos un fin de semana entero en el que el musgo, el espumillón y el papel de plata invadían la casa. Teníamos miles de figurillas, un castillo que hacía las veces de residencia de Herodes, papel de plata, un polvo verde que vendían en la plaza mayor que usábamos como hierba y lucecitas que sobraban del árbol de Navidad. Mi padre era el ingeniero del montaje y el único que aguantaba el intensivo del fin de semana. Mi madre la que nos acompañaba al sótano a buscar la misma caja de todos los años atada con cuerda de rafia y la maleta de cuero rojo desgastado que guardaba las bolas y el espumillón. Mi hermana y yo participábamos el sábado por la mañana y paulatinamente íbamos perdiendo interés. La única brecha religiosa que se colaba en el férreo ateísmo de mi padre era el belén. Con los tres reyes magos que se movían mágicamente por la noche acercándose al pesebre, la virgen y el buey. Recuerdo unas navidades llenas de juguetes y familia, mi madre en la cocina y mesa de niños y adultos. Jerseys de lana hechos por mi abuela que picaban y apretaban en el cuello, pantalones de pana y fútbol en la Casa de Campo el domingo.
El 25 por la mañana mi hermana y yo nos despertábamos tarde y desayunábamos turrón de chocolate a escondidas mientras ojeábamos los libros que Santa Claus, una herencia heredada del exilio, nos había traído. Los reyes traían juguetes pero Santa estaba especializado en la lectura y los calcetines. Nunca trajo un perro.
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