Sondra Locke moría el 3 de noviembre de 2018. Por alguna razón, no se informó del fallecimiento de la actriz, conocida por su asociación personal y profesional con Clint Eastwood, hasta el 13 de diciembre, la noche antes del lanzamiento de The Mule, la última película de Eastwood.
No
parece extraño, pues, que ciertos críticos hayan querido ver en esta película sobre
una familia rota ciertos rasgos semi-autobiográficos y que, por lo tanto, el mismo
Eastwood estuviese relacionado con estas cuestiones.
Tal vez sea así. Tal vez no lo sea en absoluto.
Más bien parece que, como a partir de 1992 y la espléndida Sin Perdón, Clint Eastwood consiguió un notable estatus de autor, podríamos estar delante de otro caso como el de Woody Allen: cada película, en adelante, provocará el mismo grado de reflexión crítica. Unos se interrogan sobre el significado de la obra, mientras que otros lo hacen sobre si ésta revela o no algo sobre sí mismo. De alguna manera, lo que sí está claro es que el público encuentra generalmente más interesante a la gente de Hollywood que a sus servicios al Séptimo Arte.
Por lo tanto, pienso que tratar de leer algo en The Mule que esté más allá de la propia película, es un error. No guarda relación alguna con la vida de Clint Eastwood. Es, si no otra cosa, un golpe certero a la noción de victimismo. Earl Stone (Eastwood) no es una víctima del sistema. Al desdichado horticultor de lirios se le ofrece un trabajo de dudosa respetabilidad que acepta y sale bien. Todo cuanto se nos muestra, a partir de ese momento, es el punto de vista del director. Tómenlo o déjenlo.
Tampoco las comparaciones inmediatas con Gran Torino (2008), que fue, para quien suscribe, la verdadera última obra maestra de Eastwood, son especialmente acertadas. The Mule representa a un hombre blanco y anciano, motivado a hacer algo que es, per se, peligroso, porque, al parecer, no tiene nada que perder. Algo que, además, debería terminar mal la primera vez, pero no es así porque el recién llegado se desenvuelve sorprendentemente bien en este trabajo. La aptitud de Stone surge incluso de forma inesperada y son los matones quienes se dejan guiar por él en ocasiones y no al revés.
A caballo entre el drama y la comedia, uno tiene la sensación de que, por momentos, ciertas escenas resultan más divertidas incluso de lo que Eastwood y su guionista Nick Schenk previeron.
Esa fina línea que se mantendrá hasta el final, con «Don’t let the old man in», la desgarradora canción de Toby Keith, sirve para reflotar la que, de otra forma, hubiese sido una película mucho más insignificante. Dicho de otra forma, si The Mule funciona –y yo me inclino a pensar que funciona bien- es por ese saltarín bebedizo de peligro, carcajada y redención que se nos suministra.
A estas alturas, ni un film sobre gánsteres ni una desanimada parábola sobre un hombre que se ha ido alejando de su familia tendría el menor interés. Incluso Eastwood, con su habitual pericia, es capaz de hacernos olvidar que resulta absurdo que un jardinero se arruine por culpa de Internet. ¡Si al menos fuese el editor de un periódico regional!
De lo que aquí se trata es del lado oscuro de la vulnerabilidad que existe en cada ser humano y en ese sentido, la película triunfa sobre todas las otras cosas. ¿Sabe Earl lo que está haciendo mientras conduce al ritmo de Dean Martin o Willie Nelson? A Eastwood le basta una escena –por cierto, ejecutada de forma brillante- como la de la fiesta en la piscina de Andy García, para convencernos de que eso es lo mejor de estar en el negocio de las drogas. Seguramente mucho más divertido que los tiroteos o el glamour inverosímil de la mafia al estilo Coppola.
Parece, pues, bastante improbable mantener que Earl desconoce su trabajo, dado que al aceptarlo es recibido con armas, amenazas y órdenes muy específicas de naturaleza clandestina.
Si creyésemos por un momento que Earl está realmente engañado, tendríamos – entonces, sí- una película que no funciona. Ni siquiera su edad es relevante: el Earl de la vida real, cuyo nombre era Leo Sharp, transportó la droga, de hecho, con más de ochenta años. Pero la película de Eastwood sería igual si Earl tuviese treinta años menos o fuese un contable despedido. Quiero decir que existen algunos paralelismos con la vida real de un Bernie Madoff, por ejemplo, y desde luego, con el Harry Stoner (Jack Lemmon) de Salvad al tigre (John G. Avildsen, 1973), que ha visto desaparecer su negocio y recurre a la ilegalidad. El problema es que Harry es un veterano de guerra que ha pagado ya sus cuotas con creces, pero al que su propio destino le ha maldecido. Los suyos están muertos o alejados de él y ni siquiera ha visto crecer a los más jóvenes de su familia. No parece entonces que hacer alarde de la ley para mantenerse a flote sea un factor decisivo a esas alturas.
The Mule es una película tan imperfecta como lo han sido algunas de sus mejores y más valiosas obras -pienso, por ejemplo, en Escalofrío en la noche (1971), Infierno de cobardes (1973) o Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997)- y, sin embargo, Eastwood suple dichas imperfecciones con un trabajo técnico tan clásico como acostumbra, empezando por la exquisita fotografía de Yves Bélanger y terminando por la dirección misma, que es impecable. Incluso el resto del reparto, aunque en papeles de mucha menor envergadura si los comparamos con el suyo, está elegido a conciencia: la maravillosa Alison Eastwood, Bradley Cooper, Laurence Fishburne, Dianne Wiest y un extraordinario Andy García.
A medida que avanza su vejez, Eastwood, con su algo desvencijado 1’93 de altura, sigue siendo una presencia inmensa en pantalla y parece haberse dado cuenta de que ahora prospera hace mejor baza como un cascarrabias que todavía tiene cierto brillo. The Mule refleja, en parte, la interpretación que Eastwood brindaba en Gran Torino: un veterano cansado, de angulosas facciones, que ha encontrado más dificultades en su lucha contra los problemas familiares que contra los comunistas en Corea.
The Mule cimenta las nociones ideológicas de Gran Torino: mientras que el cuerpo declina, la edad nos da algo importante: una cierta inteligencia y audacia. Y una cierta amplitud de miras. The Mule no es sólo, ni mucho menos, lo que hace Earl Stone, es lo que él es. Puede tener razón o estar equivocado, pero el mensaje está claro. Por mucho que nos sonría el destino o nos frunza el ceño, nuestras decisiones son nuestras y debemos vivir con ellas. La victoria de Earl no está en entregar drogas o visitar a su exesposa, antes de morir. Está en ofrecerse como culpable en el juicio, por decisión propia.
The Mule se mantiene sensata hasta los créditos y, pese a sus errores o a que sea o no la película final de Eastwood, como estrella o director, es una digna salida hacia adelante. La historia de Earl como antihéroe trágico que ya no reconoce su lugar en el mundo moderno, retiene en la interpretación de su director, el irónico sentido del humor y el estilo de actuación minimalista del que ha hecho gala durante los últimos sesenta años. Nos desafía con la pureza de su tono, que nunca deja de ser de una suave tristeza, casi de final de una era.
Puede que Earl Stone ya no lleve armas como el Hombre sin nombre o Harry Callahan. Ni siquiera como McCaleb o Kowalski, pero lo que sí sabemos es que Eastwood ha hecho volar en pedazos eso que la temible posmodernidad sigue llamando victimismo.
Ficha técnica |
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