Muchas, recientes y valiosas intervenciones desde el interior de nuestras fronteras están ayudando a modular el concepto populismo desde perspectivas genuinamente ancladas en nuestro presente e inspiradas por un deseo de lograr el bienestar de las capas mayoritarias de nuestra población. Este presente y este deseo, obviamente, se vinculan de alguna manera al proyecto transformador de Podemos, cuyo núcleo fundador defendió desde el inicio que el populismo (que le había inspirado) era un referente válido para reflexionar y guiar su proyecto, para pensar sus límites y también sus superaciones.
Buena parte de la intelectualidad española rechazó esta invitación. Fue sintomático que lo hiciera sin haber leído o escrito una sola palabra auténtica acerca de lo que estaba en juego. Con ello delató un secreto del que seguramente llevaba disfrutando demasiado tiempo, a saber: que no necesitaba seguir pensando para disfrutar del amplificador que le daban los medios de comunicación dominantes. Esta descalificación acabó contaminando a los propios medios, desde el momento en que dejaron de reclamar una opinión informada a sus célebres colaboradores. De hecho, el lector tenía la sensación de que se aplaudía el hooliganismo intelectual. Unos y otros delataron con ello que no son catalizadores de la democratización cultural de este país sino meros instrumentos al servicio del status quo, aunque para cumplir este rol hayan de asumir formas burdas, groseras y alejadas de cualquier ética profesional. Motivados por afinidades políticas (cuando no directamente por amistades, fobias neuróticas o intereses demasiado terrenos) la plana mayor de la intelectualidad española negó la legitimidad a un marco teórico construido en torno al populismo, identificándolo inmediatamente con posiciones anti-democráticas, autoritarias, peligrosas… inválidas, al fin y al cabo, para desarrollar un proyecto de transformación para este país.
Pero otros hombres y mujeres aceptaron la invitación. No siempre lo hicieron desde la afinidad intelectual, menos aún desde lugares idénticos de la cultura. Pero leyeron. Y escucharon. Y pensaron. Y sus aportaciones fueron añadiéndose a las del núcleo formador de Podemos, el cual, mientras tanto, siguió interviniendo políticamente y a la vez con seriedad en la teoría. A día de hoy, este intercambio va formando un pequeño arcano, un rico tejido de referentes teóricos y prácticos con los que pensar el proyecto de transformación que, por encima de todas las cosas, significa Podemos. Dicen las leyes de la física que, cuando una vía de aire se abre en un compartimento estanco, el cambio de presión genera una corriente absorbente que empuja hacia afuera, en dirección a la vía recién abierta. Así también, durante estos intercambios, el populismo no está siendo analizado o descrito tanto como recreado a lomos de los vientos de cambio que se han levantado desde que Podemos abriera una puerta donde parecía que no había más que un candado. Sin esta puerta (sin Podemos y sin el 15M que lo precedió), hablar de populismo hoy sería como hablar de cualquier otro tecnicismo de teoría o filosofía política. Con ella, hablar de populismo significa discutir cómo transformar este país.
Todo esto se relaciona con el hecho de que el populismo no implique tanto una opción o estrategia política cuanto una teoría general de la política. Intento ahora delinear sus contornos básicos, aunque sea por oposición a otros modelos paradigmáticos. De la tradición socialista, por ejemplo, el populismo se distancia diciendo que el sujeto político es el pueblo y no la clase social (objetividad socio-económica que políticamente no funciona como tal), un pueblo que además se construye en torno a ideas, relatos y demandas que no necesariamente coinciden con una clase en particular. De la tradición liberal, por el contrario, se desmarca el populismo asegurando que es la agencia del pueblo y no la del ciudadano (disfraz político del consumidor individual) lo que sustenta la democracia, que no podrá pensarse a sí misma como la mera gestión de demandas individuales, atomizadas, sin ser arrasada tarde o temprano por fuerzas económicas que buscan realizar intereses extremadamente minoritarios. Según el populismo, la democracia es un escenario y mecanismo válido para que concepciones sustantivas de pueblo se enfrenten y derroten a concepciones neoliberales que lo diluyen.
En el debate presente sobre el proyecto de Podemos, muchas de las aportaciones no se consideran a sí mismas directamente populistas, si bien están dispuestas a enriquecer este modelo. Algunas ponen énfasis en la materialidad socio-económica, otras en los estratos culturales, otras en el activismo comunitario, otras en las instituciones, etc. Trataré de resumir algunas de estas aportaciones. El socialismo, en primer lugar, no pocas veces ha sido consciente de que la clase social no deviene sujeto político para sí fácilmente. El propio Marx manejaba conceptos —ideología, fetichismo, formas fenoménicas— que aseguraban que el efecto de distorsión que sufre y sufrirá la representación espontánea que de la sociedad se haga quien forme parte de ella es necesario, insoslayable. Claro que se puede corregir, pero no puede ser evitado. Hay que atravesar la deformación para poder superarla.
Así pues, si la clase social no actúa como sujeto político es precisamente porque las dinámicas esenciales del modo de producción capitalista (la acumulación originaria, la extracción de plusvalía, las crisis económicas) no se experimentan como tales, en su transparencia conceptual. Se experimentan sus problemas: la pobreza y la enfermedad. Lo que no se experimenta directamente es lo que éstas significan: ni sus causas ni sus procesos generadores. Aparte de las mentiras de los medios de producción intelectual, en manos de las clases dominantes, subsiste el hecho problemático de que ninguna formación social (tampoco la capitalista) regala a sus miembros una representación veraz de sí misma. El socialismo nos recuerda que si las clases trabajadoras no están cohesionadas ideológica y políticamente esto no se debe a un azar ontológico, sino a las propias deformaciones que genera la experiencia del modo de producción capitalista. Enmendar esta situación debía ser rol de la ciencia, que por ello ocupaba un lugar clave en la emancipación.
A esto, la teoría populista responde de la siguiente manera: “¿Acaso debemos esperar a tener un pueblo de científicos para poder actuar políticamente? Más aún, ¿cómo podríamos lograr la ilustración completa de las clases trabajadoras (previo paso a su movilización política) sin frenar antes la transformación neoliberal, principal responsable de la pauperización material y cultural de las mayorías? Si acaso”, prosigue el populismo, “podremos (re)emprender el proyecto de ilustración radical al que aspiró el socialismo —aquél gracias al cual las clases trabajadoras se mirarán y reconocerán en el espejo de la ciencia— cuando pongamos freno al neoliberalismo. Pero antes habrá que movilizar al pueblo políticamente. Lo contrario —esperar que la transformación de las clases trabajadoras en pueblo ilustrado por la ciencia ocurra dentro del equilibrio neoliberal— equivale a seguir el sol con la mirada y esperar que, al final, acabará posándose en el este.”
Concluimos que el populismo desea la ilustración de las clases trabajadoras, pero no está dispuesto a anteponerla a toda movilización política, sobre todo durante tiempos como los nuestros, anti-ilustrados por excelencia. Más aún, el populismo sabe que la movilización política ofrece a la gente la mejor oportunidad pedagógica, pues la pasividad y la apatía jamás transformaron el mundo ni las personas. El populismo intenta articular un pueblo, aunque no sea por la ciencia. No rehúye esta última, pero prefiere hacer pie en la cultura popular, en las ideologías cotidianas de la gente, y asumir como propias todas aquellas reivindicaciones que no sean directamente incompatibles (en la teoría o en la práctica) con un proyecto de bienestar para las clases mayoritarias. Por eso tampoco puede ser radical. Más importante que proponer un programa maximalista es lograr el apoyo social que haga posible avanzar en la justicia social. ¿Hasta dónde? Hasta donde sea posible, dentro un marco legal y democrático.
Aquí entra en juego la aportación republicana, que defiende de manera apasionada la realidad institucional: “Si el populismo verdaderamente desea la emancipación material y cultural de las mayorías sociales, entonces debería apostar por el fortalecimiento de las instituciones. Éstas no son únicamente instrumentos permanentes para redistribuir el valor hacia las clases trabajadoras, sino solidificaciones de procedimientos de verdad. El pluralismo político y la división de poderes permiten escuchar con más precisión las diferentes esferas de la sociedad y hacerse un diagnóstico mucho más acertado de ellas. Esto no entra en contradicción con los intereses mayoritarios de la sociedad sino que los anima. Debe apostarse de forma decidida por reforzar todo el aparato institucional que el neoliberalismo ha maltratado para favorecer una sola de ellas: el mercado. A la postre, en cuanto se alcance capacidad de gobierno, deberá ponerse menos esfuerzo en seguir movilizando y construyendo pueblo que en transformar la realidad social en un sentido determinado, a través de instituciones transparentes y eficaces.”
A este mensaje, las voces provenientes del activismo comunitario suman su aportación adicional: “hay que avanzar hacia otra teoría y otra práctica de la institución, una según la cual las instituciones no puedan desligarse jamás de la comunidad, entendida como el contexto local e inmediato en el que las personas crean y recrean sus formas de vida. Las instituciones deben fundirse en la vida comunitaria y dejar de ser el rostro burocrático y distante del Estado. Qué duda cabe que durante demasiado tiempo se ha trabajado desde un paradigma en el que el Estado era el único que decidía sobre las formas que debían tomar los servicios, bienes o ayudas que las instituciones prestaban, así como sobre los procedimientos que la ciudadanía debía cumplir para poder acceder a ellos. Además, todas las decisiones sobre estas dos cuestiones eran tomadas en el interior mismo de las instituciones y quedaban establecidas en boletines y regulaciones internas que el personal burocrático correspondiente debía ejecutar. De ahí que el ciudadano tuviese que conformarse con consumir el servicio, bien o ayuda en su aspecto ya acabado. Por otra parte, debido a las limitaciones de este mismo paradigma, formas de activismo comunitario capaces de intervenir eficaz y directamente sobre los problemas fueron condenadas a desarrollar su trabajo en la intemperie, alejadas de cualquier apoyo institucional, restando con ello efectividad a sus esfuerzos.
Frente a esta división entre las instituciones y la vida comunitaria (que es también una división de trabajo), resulta esencial abrir nuevas vías de democratización para que las comunidades puedan participar desde el primer momento en el diseño del servicio, bien o ayuda, antes de que reciban su aspecto final. Sin ir más lejos, una variedad de representantes comunitarios podrían analizar y justificar las necesidades de sus barrios y después proponer, en diálogo con los empleados públicos, cómo éstas deberían ser cubiertas con recursos del Estado. No puede subestimarse (mas tampoco sobrevalorarse) las facilidades que para ello ofrecen las nuevas tecnologías. Haciéndose permeables con las comunidades, las instituciones no sólo mejorarían su eficacia y su versatilidad para hacer llegar los recursos allí donde son requeridos y de la manera en que serán mejor aprovechados, sino que contribuirían a ampliar el círculo virtuoso en el que las personas deciden conscientemente sobre su destino, ahondando con ello en su emancipación material e intelectual.”
No quisiera terminar este resumen de las modulaciones que está asumiendo el populismo en nuestras fronteras sin recordar que las aportaciones del socialismo, el republicanismo y el activismo comunitario son demandas en sí mismas, construidas por gente concreta, además de ser contribuciones teóricas. Un proyecto populista como el de Podemos debería ser capaz de integrarlas de las dos maneras. Muchas cabezas y cuerpos están detrás de estas ideas, gentes que conciben sus vidas en relación a una clase social, una comunidad local, o por el servicio dentro de unas instituciones. Ninguno de estos estratos es incompatible con la creación de un pueblo político. Ninguna de estas ideas o imaginarios —tampoco el de patria— es incompatible con un proyecto de transformación social en beneficio de las mayorías. Antes al contrario: lo apuntalan, lo mejoran, lo garantizan.
Desgraciadamente el concepto de populismo se ha venido utilizando de manera absolutamente despectiva, casi insultante en muchos casos. Y no como manifestación política de acercamiento del pueblo a la toma de decisiones en las instituciones. Es aquí donde nos encontramos ahora, cuando un grupo político surgido en buena medida del impulso del 15M ante su intento de ello, de que el pueblo tenga una participación significativa en el desarrollo de las políticas del país, es cuando el establishment está haciendo lo indecible para evitar que de algún modo ello pueda restarle parcelas de un poder que hemos comprobado por activa y por pasiva en los últimos años que además de mirarse solo el ombligo ha utilizado dichas instituciones en beneficio propio provocando un enorme aumento de los desequilibrios sociales.