Alguien abre una caja, sellada en un banco de Londres. Los herederos del doctor Watson son quienes están frente a la enorme cantidad de material contenido en ella: los utensilios del detective Sherlock Holmes y, muy especialmente, un caso que nunca llegó a publicarse. Sólo estos minutos de créditos y la impagable música de Miklós Rózsa son más que suficiente para avivar la nostalgia, así como la necesidad de saber. Como una frase musical que encaja con la siguiente, así se abre el crucigrama de las vidas de los dos personajes de Sir Arthur Conan Doyle.
Yerra quien habla de desmitificación en cuanto al tratamiento del personaje, como lo hace también el que acuse a la película de clasicista en torno a él. No, The Private Life of Sherlock Holmes (La Vida Privada de Sherlock Holmes, 1970) va más lejos. En general, va incluso más lejos que lo que significa, hoy por hoy, el renombre de Billy Wilder. No creo que sea menester recordar que, para muchos, ésta es una de sus obras maestras más importantes. Desde la extraordinaria serie de Jeremy Brett para la Granada Television, el personaje -al menos para este servidor- ha sufrido un inmerecido declive, entre modernizaciones -le hemos visto, recientemente, manejando whatsapp en lugar de lupa, así como un Watson femenino, curvilíneo y con rasgos orientales- y cuasi parodias que se sumergían en los mares del ridículo, para terminar ahogándose en ellos. Las dos entregas con Robert Downey, Jr. y Jude Law son una buena muestra del desastre.
El concepto original de ese binomio único que fueron Wilder y Diamond como guionistas, iba a ser una serie de tres horas de viñetas detallando todos los casos que el Dr. Watson se abstuvo como público. Estos segmentos fueron fusilados, entre ellos una aventura llamada «La habitación de abajo» y un interludio cómico llamado «La Aventura de los recién casados desnudos.» Junto con una secuencia de flashback largo y un inicio alternativo, estas escenas fueron finalmente eliminadas de la película y parecen perdidas en las páginas de la historia, a día de hoy.
Lo que queda, empero, sigue siendo, sin duda, no ya una de las mejores películas sobre Sherlock Holmes jamás realizadas -que yo sumaría a «El Perro de los Baskerville» (Sidney Salkow, 1939), «La Garra Escarlata» (Roy William Neill, 1944), «Asesinato por Decreto» (Bob Clark, 1979) y «Sherlock Holmes y las Máscaras de la Muerte» (Roy Ward Baker, 1984)- sino de toda la historia del Cine. Lo que ofrecen Wilder y Diamond es el relato de la nostalgia, de un personaje que, por vez primera, va a fallar, no sin cierto estrépito, en sus investigaciones. Y un sentido homenaje al propio Conan Doyle.
Es difícil encajar «La vida privada de Sherlock Holmes» en un género determinado. De elegir uno, me inclinaría por el melodrama con toques cómicos, mucho más que el policíaco o la comedia, a secas. Gran parte de la película, a fin de cuentas, es un estudio del personaje de Holmes (interpretado por un Robert Stephens mayúsculo), examinando la forma en la que ya no es exactamente el hombre que fue retratado en el pasado. Al inicio, Holmes regaña a su amigo, médico y biógrafo (Colin Blakely nos brinda una divertida creación) por haber cambiado tantos detalles acerca de él y haber convencido al público de que es así realmente: su apariencia física, altura, sus dotes para el violín y el vestuario. Ésto, que puede sonar enfurecedor para el más purista de los holmesianos, es lo que mejor maneja Wilder en la película, ayudado del inmenso actor principal (junto a Rathbone y Brett, el mejor Holmes, sin la menor de las dudas).
Así, pocas veces se ha retratado al famoso detective de forma más ambigua, malhumorada y, sobre todo, melancólica, como en esta obra maestra del Séptimo Arte. El interés de Wilder en el examen de la vida «privada» del mejor detective de ficción del mundo fue retrospectivo, en gran medida una dolencia del siglo XX, en el que todo se ve a través del cristal de color del psicoanálisis y la sátira política. Este Hamlet misógino, tallado por el quebrantamiento mismo de las relaciones privadas, se nos queda marcado a fuego.
La trama, que reúne un innumerable compendio de puntos de interés, se centrará en las aventuras y desventuras -casi más de esto último- de Holmes y Watson, embarcados un caso que comienza con la misteriosa aparición, en Baker Street, de una bella dama belga, que acaba de ser «pescada» en el Támesis, y la igualmente misteriosa desaparición de su marido ingeniero. Les llevará hasta el burócrata Mycroft Holmes (Christopher Lee, en una de sus mejores creaciones) Inverness, el monstruo del Loch Ness, una extraña confabulación política, bailarinas rusas enloquecidas, espías alemanes e incluso el sexo.
Sí, es Billy Wilder quien escribe y dirige, planteando algo para lo que, en el mundo holmesiano, se requiere de mucho coraje: ¿fueron Holmes y el Dr. Watson -ya lo saben, biógrafo, su admirador más ferviente y partícipe de sus secretos y de sus planes- amantes? La respuesta, al menos en apariencia, es que no, lectores y cinéfilos, no lo eran, pero las carcajadas que desprende el guión de Mr. Wilder, tras asistir al terror que tal idea despierta en el convencional Watson, son insistituibles.
Pese a todo ello, el film es una verdadera evocación del espíritu del Strand Magazine, la película puede dividirse, de manera muy clara, en dos partes diferenciadas: mientras que la primera mitad de la película es tremendamente divertida, la segunda es mucho más grave y oscura en el tono, hasta virar a un melodrama, con el final también más ambiguo de toda la historia del detective. Deprimente, lo denominé una vez. Quizás lo sea, pero si se fijan, verán en todo aquello una suerte de «la vida sigue», en la que el Dr. Watson se sienta, de nuevo, frente a la crónica de la aventura. Sabemos que nada acaba allí.
Holmes se ha enredado en el mundo de las emociones, sólo le resta regresar al de la razón.
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