Las fotos me fascinan. Podría permanecer horas ante una foto como delante de un enigma, dice Annie Ernaux en su libro “La escritura como un cuchillo”. Me sucede lo mismo que a ella. Hay un uso escrito de la foto contra el tiempo y contra la muerte.
Madrid 1977 es una foto, es el diálogo con una foto que desapareció y que nombra e inaugura un tiempo. Un tiempo de alegrías. Un tiempo que queda congelado en la memoria de la niña que durante años y más allá de la adolescencia y ya en la edad adulta ve esa foto como una señal, la del amor, la de un lugar seguro.
Esa foto narra un hecho. Una pareja en medio de la noche y la fiesta es retratada sentada entre mucha gente. Son una isla que yo imagino silenciosa en medio de tanto ruido y de tanta alegría. Celebran el amor y un tiempo nuevo de libertades. Están en la capital, pasan todos los años, desde que se casaron a principios de los 70, unos días con las hermanas de ella que migraron a Madrid. Ella también quiso irse a vivir a Madrid pero la vida eligió que se quedara al cuidado de su madre enferma. Siempre soñó con Madrid. En Madrid esa noche la pena no se ve, queda lejos.
Mientras se visten y se preparan para ir a la fiesta, los ojos de una niña les observa, admirándoles. Tengo seis años. Ella es mi madre, él es mi padre.
Esa imagen enmarcada que llevo viendo buena parte de mi vida siempre me produjo gozo y alegría, como la que experimentó esa pareja en los días en Madrid, esos días nuevos. Madrid y la alegría. Un día la foto desaparece. No volví a encontrarla. Asuntos de familia, quién sabe.
Es una foto fija en mi memoria desde niña. Desde el recuerdo de esa instantánea escribo el texto para La Madeja. La alegría de mi madre y de mi padre celebrando. Cuando la recuerdo vuelve una alegría antigua, esa que nos toca y nos colma cuando nos sentimos en un lugar seguro, cuidadas. La foto y su recuerdo son fulgor.
Cuando escribía el texto pensé en el libro de Roland Barthes, «La cámara lúcida» que parte de una foto de su madre, a la que homenajea de manera brillante en este libro y que había fallecido poco antes de su publicación. Madrid 1977 es un fragmento, una esquirla, de un recuerdo infantil.
Desde que mi madre enfermó, hace once años, y murió hace seis, busco las huellas de su alegría en fotos y recuerdos. Este texto sigue en esa búsqueda.
Gracias Irene por la oportunidad que me has dado de buscar en esos recuerdos un momento, ese punctum que dice Barthes, para construir con ese filtro que es la memoria y que en una foto es ese azar que en ella me pincha y me lastima también. El recuerdo de la alegría está intacto.
Dice Annie Ernaux en el libro citado al inicio que siempre hay un detalle que “crispa” el recuerdo, que provoca esa congelación de la imagen, la sensación y todo lo que desencadena. Un objeto: “el vestido de flores de mi madre y esa horquilla sujetando su pelo negro”, “la camisa blanca de mi padre, que compraron en su viaje de novios, en Granada o en Córdoba”… La niña que les ve vestirse para la fiesta fija su mirada en esos objetos, en esos detalles.
Escribir es recordar. La escritura es un viaje en todas las direcciones. Eso que no se filtra es lo que está dispuesto a ser escrito, dice la escritora Camila Sosa Villada en su libro “El viaje inútil”. Dice también que todo recuerdo espera ser escrito. La memoria sustenta la escritura, escribir es escribir recuerdos. Ella, como Margarite Duras, entiende que la literatura está dictaminada enteramente por la infancia. Que escribimos dictadas por la niña que fuimos, que el mundo nos sorprende y nos duele y nos agrada y da alegrías en la infancia y todo lo demás es reprimir el dolor, creer que nos agradan desde el comienzo las mismas cosas y construir fantasías que nos auguren certezas, para dejar de sorprendernos.
Y termino. Carmen Martín Gaite dice en los primeros cinco versos de un poema suyo que me gusta especialmente, “Mi ración de alegría”:
Defiendo la alegría,
la precaria, amenazada,
difícil alegría,
al raso, limpia, en cueros,
mi ración de alegría.
Yo también.