«Cierto día, la Hermosura y la Fealdad se juntaron en la orilla del mar […]. Después, se despojaron de sus ropajes y se sumergieron en las aguas. Tras un rato, la Fealdad salió hacia la playa, se colocó los ropajes de la Hermosura, y siguió su itinerario. Y la Hermosura, igualmente salió del mar, y al no hallar su ropaje, y siendo muy tímida para andar desnuda, se colocó el ropaje de la Fealdad […]. Y desde aquel momento, los seres humanos las confunden y mezclan la una con la otra…»
Khalil Gibrán, «El Vagabundo», 1932
Introducción
La desconfianza del ser humano hacia todo aquello que se ofrece a sus sentidos y, casi de la mano, la nostalgia por una «Edad Dorada» en que eso no ocurría, cuando la Naturaleza se mostraba sin veladuras ni engaños, está ampliamente documentada, no solo en la cultura occidental, sino en numerosos pueblos y periodos históricos. El relato con que abrimos este artículo, que Gibrán recoge del acervo popular, es buen ejemplo de ello, como también lo son el «Velo de Maya», en la tradición hinduísta, el «Velo de Isis», en la egipcia, etc.
En lo que compete a la Historia del Arte, o más propiamente, a la Historia del Arte europeo, esta cuestión se traduce en dos actitudes estéticas claras que se alternan, combaten y entrelazan ante el paso inexorable de épocas y estilos.
Por un lado, la fe en una identificación entre Belleza y Verdad por la cual nuestra percepción de lo bello emanaría de una capacidad natural para intuir lo verdadero, lo perfecto y, en fin, lo divino, como tan fervorosamente defendió buena parte de la Estética neoclásica (Addison, Shaftesbury, Wolff, Baumgarten…) y que un nostálgico Winckelmann veía sin ninguna duda en la antigüedad clásica; y por otro, la perversión o el progresivo abandono de esa primitiva inocencia que nos habría llevado a codificar cada vez más esas verdades inmanentes hasta llegar al exceso y aún al hermetismo, cuyo mejor ejemplo sería el arte medieval, reivindicado luego por la Estética romántica (Gottfried, Goethe, Blake, Ruskin…). Es el nacimiento del símbolo.
Siguiendo otra vez a Winckelmann, esta dicotomía se traduce formalmente en la pugna entre una representación del desnudo humano como emblema de perfección y belleza o, por el contrario, su revestimiento cada vez más sofisticado. Mucho más tarde, en «Las puertas de la percepción» (1954), un Aldous Huxley puestísimo de peyote sugeriría algo parecido, una equivalencia secreta entre la atención prestada a los drapeados y la búsqueda de significados profundos, un «laberinto de complejidad infinitamente significativa» oculto en cada pliegue. Cranach, sabedor de que las cosas ya no son ellas mismas, a un tiempo, lo que parecen y lo que guardan realmente, caminará por ese laberinto de formas…
Lucas Cranach, entre la belleza y el símbolo
Lucas Cranach el Viejo (1472-1553), llamado así por la historiografía para diferenciarlo de su hijo, Lucas Cranach el Joven, también pintor y en cierta medida imitador del padre, fue junto con Alberto Durero uno de los artistas más destacados del Renacimiento alemán, si bien su estilo y puede que hasta su ideario echan raíces todavía en el Gótico Flamenco. Hay en sus pinturas, la mayoría dedicadas a mujeres bíblicas o mitológicas, algo de esa aura hierática y misteriosa de las imágenes bajomedievales, una espiritualidad que todavía cree en lo oscuro.
No deja de ser divertido en este sentido que sus colegas humanistas quisieran equipararlo con maestros de la antigüedad como Apeles, Parrasio o Zeuxis cuando, en verdad, Cranach se desmarca abiertamente del culto por las formas clásicas que hoy asociamos automáticamente al Renacimiento; sus modelos se deforman y estilizan caprichosamente en busca de un efecto más próximo al extrañamiento, a lo maravilloso, que a la idealización y armonía atribuidas al arte greco-romano. No es discutible, eso sí, su habilidad pictórica.
En Cranach no hay ensoñación ni idealismo ante las cosas. Amigo personal de Martín Lutero y pintor de corte para Federico III de Sajonia, compartía con ellos el ideal protestante de que la Humanidad no solo es responsable del pecado original, la pérdida de esa «Edad Dorada» antes aludida, sino que además la Iglesia que debía conducirla de nuevo hacia la Verdad había sucumbido igualmente a la corrupción y los engaños del mundo. Una doble caída que conlleva una visión moralista y desconfiada, la convicción de que la belleza tiene un alto precio.
Eva, Salomé, Judith, Venus, Lucrecia… serán a consecuencia temas repetidos sistemáticamente por él mismo y su taller, figuras oblicuas y contradictorias que encarnan a un tiempo inocencia y seducción, belleza y fatalidad, virtud y muerte. Estamos, en fin, ante el incipiente tópico de la fémme fatale que tanto triunfaría en las artes durante el siglo XIX y principios del XX, un imaginario que, en honor a la justicia, debemos entender también con su generosa dosis de moralina, misoginia y morbo hasta el punto de que, como señala Martínez Marín, Cranach habría podido aludir incluso al asunto de la brujería en lienzos como Melancolía, del que también existen varias versiones, dentro de un clima de desconfianza general hacia la mujer en el mundo luterano como propensa a ejercer o ser víctima del mal. Con todo, lo que aquí nos interesa no es su aspecto moral, sino su tratamiento como símbolo.
La obra de Lucas Cranach, como venimos diciendo, no celebra la belleza y la desnudez como algo gozoso, límpido o bueno, sino como algo ambiguo, peligroso. Sus modelos sin duda manifiestan cierto atractivo, seducen por su gestualidad y un «algo» mistérico, como de otro mundo, pero no podríamos decir, en sentido llano, que resulten bonitas ni que prime en ellas un acento lascivo o sexual. Por añadido, evitará casi siempre el desnudo integral, un símbolo insinúa y oculta simultáneamente aquello que representa, y es aquí donde cumple su misión el adorno: collares, sombreros, telas suntuosas, ropas a la moda cortesana… si existe una belleza realmente dimanada de lo divino, ésta permanece velada a nuestros ojos, amnésicos y hechizados por el universo sensual.
Ni siquiera Venus, diosa de la belleza, se resiste en Cranach a llevar algún complemento sofisticado que la adultera; del lado contrario, la Virgen María, madre del Niño-Dios y ejemplo de pureza, se representará, como es habitual, envuelta en abundantes y ricos mantos sagrados, pues su desnudez nos resultaría incomprensible. Lucrecia nos regala su pecho solo para acuchillarlo al instante, y una joven seductora, ricamente ataviada, se dispone a robar al viejo vicioso que la asedia en Pareja amorosa desigual… Su mensaje queda claro: el camino que se vislumbra en la belleza carnal no es el verdadero camino, hay que mirar más allá.
Afirmar hasta qué punto el pintor estaba pergeñando todo este discurso simbólico en su cabeza o responde a un exceso de elucubración posterior resulta muy difícil. Su propia biografía favorece la especulación, dado que no se sabe certeramente casi nada de su formación y correrías hasta que se le documenta en Viena entre 1501 y 1502, cuando ya tiene 30 años. Con todo, su conocimiento profundo de la Biblia, para la que llegó a crear ilustraciones, así como su pertenencia a los círculos intelectuales y humanistas, hacen desconfiar de un personaje ajeno a los simbolismos que fluían bajo sus imágenes, más bien al contrario…
De hecho, algunos estudiosos han querido ver en él reminiscencias al pensamiento alquímico y hermético, empezando por su enigmática firma, una serpiente alada y coronada (signo que le fue concedido como escudo de armas en 1508) que lleva en la boca una sortija y cuya posible interpretación, amplísima, excede los objetivos y límites de este escrito. Baste recordar, de pasada, que es la serpiente quien merodea y guarda el «Árbol del Conocimiento», autora del primer engaño del que se deriva la caída de Adán y Eva, pero también su despertar intelectual, lo que nos conduce de nuevo al reino de las ambigüedades y los subterfugios. Es concebible que Cranach, conocedor de las múltiples significaciones de la serpiente, no esté haciendo otra cosa que jugar con ellas.
Tanto si interpretamos a Cranach en clave moral, en calidad de luterano, como si queremos ver en él un discurso esotérico, en mi opinión, su pintura ahonda en lo sibilino más que en lo perverso. Sus modelos exploran la figura femenina como símbolo o, si se prefiere, como alegoría capaz de reunir y dar una apariencia sensible a los grandes misterios que inquietan a la Humanidad y ésta sospecha como verdades íntimas e inescrutables, no como un mero objeto erótico o portador de una maldad epidérmica. Dicho símbolo, al hallarse revestido, denuncia a su vez los peligros y murallas que custodian la verdad, y es que, en última instancia, siempre será necesario despojar a la Belleza de todo su aparato ornamental para reencontrarnos con la desnudez original del mundo.
Pintor bien conocido su tiempo y con obra desperdigada actualmente por museos y colecciones de toda Europa, encontrarse en presencia de alguno de sus lienzos es todavía hoy asomarse a una zona de turbulencias, quedarse clavado al suelo ante imágenes, gestos y miradas que, envueltas en un silencio atávico, parecen querer decir mucho más de lo que dicen…