«La era atlántica se encuentra en la cima de su desarrollo, pronto agotará sus recursos disponibles. La era del Pacífico, que será la mayor de todas, apenas está iniciando su marcha» afirmaba el ex presidente estadounidense Theodore Roosevelt en 1898, en una cita premonitoria. La globalización y las transformaciones de poder en este emergente sistema multipolar han ido trasladando la economía mundial hacia el Asia-Pacífico, con la República Popular China como eje principal.
Negocios como las fruterías, los bares y los todo a cien han sido adquiridos por chinos emigrados. Cada vez más, uno de nuestros conocidos tiene un móvil Huawei, un ordenador Lenovo o ha comprado algo por Aliexpress, el Ebay chino. El RCD Espanyol de Barcelona ha sido adquirido recientemente por Chen Yansheng, el presidente de Rastar Group, una empresa del sector tecnológico. En la etiqueta de nuestra ropa figura un Made in China. Todos estos ejemplos nos permiten ver cómo el gigante asiático está metido de lleno en nuestras vidas y ha sido capaz de llegar a todos los rincones del mundo; su influencia y su poderío son abrumadores. Gracias a un desarrollo pacífico, a una política exterior de bajo perfil y a un pragmatismo meramente económico, esta potencia histórica ha afianzado su papel preponderante en las relaciones internacionales, convirtiéndose en la segunda economía después de Estados Unidos y teniendo las mayores reservas de capital y el mayor PIB con poder de compra del mundo.
Gobernar un país como China es un reto para grandes estadistas: su vasta extensión (9,6 millones de km2), sus 1.350 millones de habitantes y su diversidad cultural, religiosa e incluso étnica lo convierten en un Estado extremadamente difícil de controlar. China ha sufrido unos drásticos cambios en sus últimos 70 años, tras la invasión japonesa de 1931 y la Segunda Guerra Mundial, primero con un sistema comunista de la mano de Mao Zedong, que llevó las riendas del país entre 1949 y 1976, y luego con el capitalismo de Estado basado en las reformas iniciadas en 1979 por Deng Xiaoping, «una economía de mercado socialista» según la definición del propio PC chino. A partir de allí, el país comenzó un proceso de modernización estructural de su economía, liberalizando la agricultura y la industria e invirtiendo masivamente en ciencia y defensa. El rasgo más característico ha sido su espectacular crecimiento económico a una media del 10% anual, antes nunca visto, que ha hecho de China la fábrica del mundo.
En las negociaciones internacionales de hace 20 años, como la Ronda de Doha para liberalizar el comercio mundial y el Protocolo de Kioto para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, la voz de China apenas era escuchada; hoy en día, cuando China habla, el mundo tiembla y entra en pánico. Además, la industria militar china también ha crecido exponencialmente en las últimas décadas, convirtiéndose en el Ejército más nutrido del mundo con 2,25 millones de soldados y aumentando su gasto militar hasta casi los 100.000 millones de dólares, superando a Rusia pero manteniéndose muy por debajo de EEUU, responsable de prácticamente el 50% de la inversión mundial en defensa.
Numerosos estudios explican que las potencias emergentes están en un proceso de desaceleración, en el que el crecimiento económico —la base fundamental de su desarrollo— ha comenzado a disminuir. Los mercados emergentes, muy dependientes de la crisis sistémica que afecta actualmente a China, ven la desaceleración del gigante asiático como un gran riesgo para su economía. Sin embargo, estas tendencias no significan que los países emergentes vayan a quedar en un segundo plano en el escenario mundial. El futuro —incierto— de China dependerá, en gran medida, de la eficacia en la gestión de sus retos internos y externos, del propio cuestionamiento de su modelo de crecimiento y de la situación del capitalismo a nivel mundial. Todo esto nos lleva a preguntarnos lo siguiente: ¿China es un país fuerte o débil? ¿Qué retos tiene que afrontar?
Época de transición económica
El crecimiento económico, la base central del proyecto chino, muestras unas expectativas inciertas, con una evidente desaceleración desde 2011 y unas incertidumbres cuyos máximos ejemplos son las sucesivas caídas de la Bolsa en los últimos meses, la devaluación del yuan y el incipiente paro, que afecta oficialmente al 4% de la población activa. El agotamiento del modelo productivo está conduciendo a una crisis estructural. Actualmente, China se encuentra en un proceso de transición, pasando de un modelo basado en la exportación a bajos costes productivos, que resultaba extremadamente competitiva en los mercados internacionales, hacia uno sustentado en el consumo interno y los servicios, dejando de ser la “máquina de producir barato” para el resto del mundo.
La clase media china ha proliferado de tal manera que se ha convertido en la más numerosa del mundo -en términos absolutos, lógicamente-, ha superado a la de Estados Unidos y representa aproximadamente el 25% de la población del país. Esta transición ha supuesto un encarecimiento de la mano de obra, lo que dificulta el mantenimiento de la competitividad y la productividad industrial, además de tener repercusiones en el ámbito ambiental y energético.
El encarecimiento de la mano de obra motivado por el crecimiento económico de la población lastra la competitividad internacional de los productos baratos fabricados en China, pero la transición no es completa porque muchos sectores industriales no han alcanzado todavía un nivel de calidad suficiente que les permita competir con las industrias de los países occidentales en productos de calidad y valor añadido.
Urbanización acelerada
Cuando la revolución comunista triunfó en China y se proclamó la República Popular de la mano de Mao Zedong, el país era abrumadoramente rural. La modernización impulsada por el PCCh en 1979 desembocó en un proceso de urbanización en el que miles de personas emigraron del campo a la ciudad. Desde las reformas, la población urbana ha pasado del 20% al 54%. Este fenómeno ha producido una acusada brecha caracterizada por un enriquecimiento masivo de las ciudades más próximas a la costa y un empobrecimiento de las zonas rurales, es decir, se observa un gran contraste entre la China urbanizada y capitalista, con avenidas llenas de lujo y luz, repletas de vehículos BMW y Mercedes, como sucede en Shanghái, Pekín o Shenzhen, y la China rural y feudal anclada todavía en la agricultura de subsistencia.
Los académicos británicos Ian G. Cook y Jaime P. Halsall explican que la magnitud de la industria China queda patente en la ciudad de Pekín, por ejemplo, donde «el 60 por ciento del PIB procede de cinco zonas de desarrollo con una extensión de 400 kilómetros cuadrados donde se ubican unas 7.000 empresas, en especial de investigación y alta tecnología, 68 universidades y 230 institutos». La modernización de la economía supuso la transformación de antiguos terrenos agrícolas que contribuían a la autosuficiencia alimentaria, según las directrices de hace unas décadas, en gigantescos polos industriales en los que viven millones de personas. China es actualmente el primer exportador mundial de bienes manufacturados, pero también es importador neto de productos de primera necesidad como el trigo, el arroz y la soja.
A ello se suman en las ciudades los problemas derivados del aún vigente Hukou, un sistema legal de control creado en la época de Mao para contener a la población rural en el que a los ciudadanos chinos se les otorgan unos derechos sociales (sanidad, educación, etc) según el lugar donde nazcan; es decir, un permiso de residencia urbano. En los extrarradios de algunas de las grandes urbes del este se han formado barrios precarios sin alcantarillado ni buenas comunicaciones en las que viven miles de inmigrantes llegados en años recientes. Estos desequilibrios son uno de los grandes desafíos de la China contemporánea para garantizar la armonía social y evitar la conflictividad.
Crecimiento demográfico
Para intentar atajar el crecimiento desbocado de la población, la dirección del PCCh decidió instaurar en 1979 la llamada política del hijo único, un programa de control demográfico que aplicaba multas a las parejas que tuvieran dos hijos o más, salvo casos excepcionales en el mundo rural y las minorías étnicas. La población del gigante asiático se había duplicado prácticamente desde los 550 millones de personas de 1953 hasta los 1.000 millones de aquel entonces.
Como resultado de la política del hijo único, la población china alcanzó en 2015 los 1.360 millones de habitantes, muy lejos de los 1.700 millones que se estima se hubieran alcanzado sin medidas de control, y crece ahora a un ritmo del 0,49% anual, similar al de muchos países europeos. También se ha reducido drásticamente la tasa de fertilidad: en 1960, las mujeres tenían una media de seis hijos, y ahora solamente tienen 1,5.
El indudable éxito, sin embargo, ha estado acompañado de un envejecimiento de la población a la estela de lo que sucede en Japón o Europa occidental, y actualmente el 14% de la población tiene más de 60 años. Asimismo, ha supuesto un auténtico infanticidio de mujeres: 300 millones de niñas no han venido al mundo debido a abortos selectivos por motivo de sexo. Actualmente hay 119 varones por cada 100 mujeres, el mayor índice de masculinización del mundo.
Con el objetivo de rejuvenecer la población, en octubre de 2015 se puso fin oficialmente al control de la natalidad y se permitió a las parejas chinas tener dos hijos. En cualquier caso, China necesitará mantener altos ritmos de crecimiento económico para poder sostener a una población cada más envejecida, en la que la mano de obra se verá reducida y el gasto en pensiones, jubilaciones y sanidad, entre otros, se incrementará.
Geopolítica
La geopolítica del mundo actual también supone un gran reto para China, en el que las relaciones diplomáticas con Rusia, Estados Unidos e India son determinantes y las disputas territoriales, principalmente en el mar de la China Meridional, hacen temblar al tablero geopolítico mundial. El presidente de EEUU, Barack Obama, no pronunció la palabra China en su último discurso de la nación, pese a que la política exterior norteamericana se ha ido centrando paulatinamente en el sudeste asiático a partir del siglo XXI, con el objetivo de frenar el expansionismo y el crecimiento del gigante asiático y crear una zona de inestabilidad. En este sentido, Estados Unidos está reforzando militarmente sus puntos claves del Asia-Pacífico y luchando por las competidas aguas del mar de la China Meridional, para controlar sus rutas comerciales y marítimas y generar nuevos mercados, y sobre todo disputando la soberanía de las islas Spratly por sus reservas de gas y el petróleo.
En cuanto a Rusia, pese a la confrontación histórica entre ambas superpotencias por diversos motivos (ideológicos, económicos, geoestratégicos, etc), en la actualidad parecen mantener una convergencia de intereses cada vez mayor: en 2014 firmaron un acuerdo en el que Rusia se comprometía a suministrar gas natural a China durante 30 años por la ingente suma de 400.000 millones de dólares. La posible alianza sino-soviética, complicada pero efectiva para hacer frente al poderío norteamericano, también incluye la nueva Ruta de la Seda, un proyecto chino para afianzar su influencia en Eurasia y mejorar la cooperación económica con Rusia. Asia Central, una de las regiones más tensas del mundo, constituye uno de los escenarios geopolíticamente más complejos en el que varios países, principalmente Rusia, China y Estados Unidos, se disputan las rutas comerciales y los recursos naturales.
Por último, no podemos olvidar la carrera que ejerce China con la India por la hegemonía de los mercados emergentes mundiales. Ambos países tienen una gran convergencia de intereses, como la dependencia de recursos energéticos y las crecientes relaciones económicas, centradas exclusivamente en el desarrollo económico. Sin embargo, no podemos obviar que los dos gigantes asiáticos podrían tener graves disputas territoriales y comerciales en el futuro y ser claves para la seguridad global.
Contenciosos territoriales internos
Otros problemas territoriales que afectan a la estabilidad de China son los derivados de las regiones de Xinjiang, en el noroeste del país, y de Tíbet, así como de la isla rebelde de Taiwán y de la ciudad de Hong Kong, que desde su incorporación al país 1997 ha mantenido su antiguo sistema judicial y económico.
El territorio autónomo del Xinjiang, poblado mayoritariamente por uigures de religión musulmana, con una lengua emparentada con el turco, cuenta con importantes reservas de petróleo y gas, además de situarse en la estratégica Ruta de la Seda. Desde los años sesenta del pasado siglo, cuando China impulsó la llegada a la zona de colonos de etnia han, la mayoritaria en el país, han existido fuertes tensiones debido a las aspiraciones independentistas de la minoría uigur. En 2009, una serie de disturbios violentos en la capital, Urumchi, se saldaron con cerca de 200 muertos y un millar de heridos.
El caso de Tíbet va en sintonía con el de Xinjiang. Hay un conflicto latente desde que el Ejército rojo anexionó el territorio en 1950-1951, con una violenta represión que ocasionó 90.000 muertos, supuso la destrucción de centenares de monasterios budistas y luego forzó el posterior exilio de su máxima autoridad política y religiosa, el Dalái Lama. Desde 1979, coincidiendo con una campaña internacional de apoyo al pueblo tibetano, el Gobierno chino ha dotado a la región de autonomía, pero ello no ha supuesto la paz completa.
Taiwán, uno de los pequeños tigres asiáticos, estado moderno e industrial, también supone un gran reto para el gigante asiático. Desde la constitución de la República de China en la isla de Taiwán en 1949, tras la guerra civil entre comunistas y nacionalistas, las relaciones entre ambos países han sido prácticamente nulas. China considera Taiwán como una región renegada y le niega el reconocimiento internacional. En los últimos años se han producido acercamientos entre los respectivos gobiernos encaminados a una futura unificación, siguiendo el sistema de los dos modelos de Hong Kong, pero los avances tropiezan, según destacan las encuestas, con el sentimiento mayoritario de los taiwaneses a favor de mantener el anómalo sistema actual o incluso avanzar hacia la independencia completa.
El reto ambiental
La urbanización, la industrialización —a menudo apoyada en la siderurgia, el cemento y el sector de los plásticos—, la motorización de las clases medias y la demanda energética para satisfacer las nuevas necesidades económicas han tenido como gran contrapartida una crisis ambiental de proporciones mayúsculas cuyo máximo exponente son los recurrentes episodios de esmog que sufren las grandes ciudades chinas y los crecientes problemas respiratorios de la población. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el aire de Shanghái, Pekín, Tiajing, Linfén, Lanzhou y otras muchas urbes supera holgadamente el límite recomendado de partículas en suspensión y óxidos de nitrógeno, con demostrados efectos cancerígenos. A todo ello se suma la alarmante contaminación del suelo y los acuíferos como resultado de vertidos industriales de metales pesados y fertilizantes. El gigante asiático es además desde 2007 el primer emisor de gases de efecto invernadero, con aproximadamente el 27% del total mundial, en gran parte debido a la dependencia energética del carbón.
Ante la magnitud del problema, que se ha convertido en una auténtica pesadilla, las autoridades chinas se han visto obligadas en los últimos años a tomar cartas en el asunto con un programa ambiental ambicioso que incluye la modernización de las omnipresentes centrales térmicas de carbón, muchas de ellas de tecnología obsoleta; una apuesta por las energías renovables que ha situado al país en el liderazgo mundial de aerogeneradores y paneles solares; una reforestación decidida, con diez millones de hectáreas replantadas desde 1999, y una deslocalización de fábricas contaminantes, evitando concentraciones en los mismos polos industriales. Entre otros objetivos, China pretende que al menos el 30% del suministro eléctrico en 2030 proceda de fuentes renovables, como dejó claro en la última cumbre del clima de París.
A modo de conclusión
Además de los problemas económicos, sociales y geopolíticos, que constituyen auténticos riesgos globales, la política interna China plantea una serie de incógnitas que van desde la nueva generación de líderes políticos y el propio cuestionamiento del liderazgo centralizado del PCCh y el sistema político chino, pasando por la intrínseca corrupción interna, el abuso de poder, la extorsión y el espionaje, hasta la proliferación de los ciberactivistas que atacan las redes cibernéticas americanas. No podemos obviar que la modernización China ha supuesto un auténtico milagro económico, ha mejorado notablemente la calidad de vida de la población y ha situado el país, de nuevo, en la lucha por la hegemonía de las relaciones internacionales.
El desarrollismo chino ha tenido unas graves consecuencias en materia de desigualdades de oportunidades y de riqueza, de contaminación y en episodios reiterados de esclavitud —entre otros— como comenta la ONG Foundation Walk Free. Pese a su apariencia robusta y autoritaria, puede afirmarse que China es un Estado con unos grandes problemas internos que representan fuentes de debilidad para sus adversarios internacionales. Sin duda alguna, en el gigante asiático las cosas no funcionan como aquí. El espíritu cristiano-occidental es muy diferente del confucianismo asiático. En China la política dirige la economía y el colectivo dirige al individuo.
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[…] internos que representan algunas de sus principales fuentes de debilidad y, por ende, parte de los desafíos a enfrentar. Para afrontar estos problemas, China necesitará de unas instituciones sostenibles, es decir, […]