Desde la escena inicial la apuesta es clara y decidida. No hay doblez en el propósito de Demy, no se va a hablar y la puesta en escena va a ser fundamental para sostener una historia muy ligera, muy subrayada, muy previsible; pero que funciona, conteniendo todo el catálogo de arquetipos del primer amor y el primer desengaño, como un ejemplo fantástico de un flojo guión que se sostiene, de manera subjetivamente incomprensible, sobre un armazón aparentemente tan leve, pero de una fortaleza excepcional como es su música y su concepción visual, hasta convertirse en un icono de la historia del cine, y no solo de la historia del cine musical. Conseguir ver Lola y a continuación Los paraguas de Cherburgo permite dar a ambas películas un mayor significado que el que ya tienen por separado.
El personaje de Roland Cassard (Marc Michel) abandona Lola en un mutis defensivo, con una sola maleta por todo equipaje, asqueado de un Nantes en el que hace tiempo ha dejado de ver futuro y hundido por el recuerdo reavivado de un primer amor que no le ha correspondido. Años más tarde, igualmente enriquecido como el personaje de Michel que regresa a Nantes en busca de Lola, aparece, ahora en Los paraguas, taciturno y silencioso en Cherburgo, como marchante y vendedor de joyas que queda enganchado de la belleza virginal de Geneviéve (Catherine Deneuve) llevando, igualmente, un único maletín consigo. Los personajes de Geneviéve y Guy (Nino Castelnuovo) no es difíciles imaginarlos como heterónimos de la juventud de aquellos Roland y Lola que se conocieron y dejaron de verse 15 años atrás en Lola, incluso las consecuencias sufridas por ambos no son muy diferentes de las que podrían haber sufrido en Los paraguas de Cherburgo si no hubieran aparecido otro hombre y otra mujer que les ofrecieran otras expectativas y modificaron el rumbo de la historia contada por Demy en su primer capítulo.
Si me resulta indiscutible esa conexión íntima entre las pulsiones y personajes de estas dos primeras películas de Demy, lo que si es una ruptura absoluta es la concepción visual y formal de Los paraguas en relación con su precedente. ya la cámara cenital, que rueda absolutamente cabeza abajo para terminar juntando cinco paraguas coloridos debajo de la misma es una seña de identidad de una película completamente fuera de la moda de los primeros sesenta franceses. Demy, compañero de Varda, y camarada de viaje del grupo iniciático de la Nouvelle Vague, rompe el molde estético del grupo a las primeras de cambio. Lola mantiene muchos puntos en común con las primeras películas de los demás, con Cléo hay referencias implícitas muy remarcadas, con Los 400 golpes y con A bout de souffle unos patrones estéticos, un uso de la calle, una interrelación entre personajes y personas anónimas que salen y entran de cuadro que permiten situar a Demy en el núcleo duro del grupo, y sin embargo, con su segundo film el cambio es radical, no queda nada auténtico, en el sentido de rodar lo que hay sin decorados ni iluminaciones artificiosas, sino que cada plano aparece milimétricamente calculado, el entorno convenientemente modificado, el vestuario escogido conforme una galería cromática que penetra en los ojos más allá de la importancia de lo que se nos cuente (o se nos cante).
Los movimientos de cámara tampoco son neutrales, se remarcan y se perciben (ese travelling que refuerza la música del amor eterno mientras los dos personajes, abrazados, son movidos en el mismo sentido que la cámara por alguna plataforma bajo sus pies), los interiores se transforman en decorados teatrales llenos de luz y color, incluso en plena noche, y para rozar aún más la hipérbole de la creatividad frente a la verdad de la calle, los personajes no nos hablan sino que nos cantan todas sus emociones, deseos, miedos. Demy se embarca en una apuesta personal y alejada de la corriente dominante, exponiéndose al repudio de los suyos y al desaire del público, y, sin embargo, ninguna de las dos cosas llega a ocurrir, es más, el público se entusiasma con la película abrazando, quizás, la idea de un romanticismo que, en el fondo, queda bastante cuestionado.
De la exquisita fotografía de Raoul Coutard en Lola, donde el equilibrio del blanco y negro proporciona variadísimas gamas de grises acordes con el estado de ánimo de los personajes, se pasa a la exuberancia colorista y de iluminación de la de Jean Rabier, plenamente acorde con el sentido de la película, un drama en tres movimientos en los que, en ningún momento, los personajes femeninos de Geneviéve y su madre, se desprenden de esos colores fuertes y pastel que representan el romanticismo inicial, no exento de interés económico por el futuro. Pero si hay algo, además del color y su expresividad, que penetra en los sentidos como un punzón que no nos abandona es la banda sonora de Michel Légrand, quien consigue con su tema de amor ese momento de absoluta emoción que va reproduciéndose a lo largo de la película para recordarnos esa escena de la larga despedida nocturna entre Guy y Geneviéve.
Una generación marcada por una guerra que el poder se ocupó de silenciar todo lo que pudo, pero que en la nouvelle vague se hace visible como referente diario de la vida ciudadana en la que termina manifestándose en forma de reclutamiento, atentados, represión, tortura… y que para los personajes de Guy y Geneviéve ha de suponer, a la postre, el fín de ese amor, de ese primer amor sobre el que gira el cine inicial de Demy, la fuerza de ese primer amor que se va desgastando, cuyas barreras defensivas terminan desmoronándose por el paso del tiempo, la ausencia de noticias, la oferta de un futuro sin problemas económicos, la amenaza de un hijo extramatrimonial que estigmatice a la joven para toda su vida. Aquí Demy escoge conceder a Geneviéve una tabla de salvación que no tuvo Lola, y se la otorga precisamente con el mismo personaje a quien le resultaba indiferente que Lola fuera madre soltera, Roland Cassard, que se desdobla en el tiempo para efectuar la misma oferta, ahora aceptada.
Godard habló de las tres edades del amor en su sobresaliente Elogio del amor, Demy hace lo propio en relación con la pareja protagonista y sus etapas de enamoramiento, despedida, ausencia, desesperación, pérdida y reencuentro en tres capítulos que nos muestran a la joven pareja junta en su primera parte, planificando un futuro abruptamente ensombrecido por la guerra, después la película, tras la separación forzada, se centra en la joven, embarazada después de una primera noche de amor, manteniendo voluntariosamente su decisión de esperar a Guy esos dos años de reclutamiento forzoso, mientras el personaje de Roland insiste en su oferta un tanto mercantilizada que es aceptada ante el miedo insondable que crece en una muchacha de apenas 16 años, y finalmente el regreso de Guy para descubrir el abandono, el cierre de la tienda de paraguas, la ruptura de una promesa que para él era fácil de mantener en la distancia y en medio del peligro de una guerra, pero no tanto para Geneviéve, con la iniciada caída a los infiernos de la desesperación y el rescate en forma de mujer que, de manera poco disimulada, el director nos ha presentado desde el inicio secretamente enamorada de Guy, Madeleine (Ellen Farner).
Ambos personajes son separados por el tiempo y las circunstancias ajenas a su voluntad, nada les es favorable en su incipiente relación ni nadie colabora para que ese amor juvenil e impetuoso pueda consolidarse; al final, otra vez bajo el agua, un elemento determinante y reiterado en la película como sinónimo de lágrima y frío, los personajes se reencuentran ocasionalmente bajo la nieve; es un reencuentro frío, aséptico, un reencuentro dolorido y marcado por el pasado, una relación que ha dejado cicatrices íntimas y también consecuencias visibles en forma de niña, pero una relación que no puede volver porque los mundos de ambos son completamente distintos y esos años pasados han servido para asumir que aquello pudo haber sido un error de juventud, pero ¿fue así o sólo se lo han imaginado para seguir adelante?
Ficha técnica