I am brave, I am bruised, I am who I’m meant to be. Así proclamaba el tema principal de El Gran Showman, el éxito musical en la taquilla de 2017. Durante la escena, un elenco de personajes circenses (desde Lettie Lutz, la mujer barbuda, a Tom Thumbs, el que se anunciara como «el hombre más pequeño del mundo») entonan el vitamínico estribillo, entre un alegato furioso contra la hipocresía y el moralismo, y una lección sentimental de autoaceptación. Soy valiente, estoy herido, soy quien estoy destinado a ser. Esta canción se convirtió en una suerte de himno mainstream al empoderamiento, reproduciéndose en manifestaciones y plataformas por su mensaje universal y nada equívoco: a pesar de todo o, precisamente gracias a ello, así soy.
Parece apropiado que una historia como El Gran Showman, que pretende ser una suerte de biopic musical sobre P. T. Barnum, haya encontrado el calor de su éxito bajo las fórmulas de Hollywood, ya que la feria se encuentra en los orígenes del cine. El Barnum de Jackman es un trabajador caído en desgracia que encuentra el éxito gracias a su visión de negocio, reclutando un grupo de fenómenos e inadaptados con los que monta «el mayor espectáculo del mundo», a caballo entre el freak show y las variedades. El gran relato americano: del infortunio a la realización a través del ingenio, el espíritu de superación y, por qué no, una cierta dosis de manipulación. A pesar de los infortunios enfrentados por los protagonistas, el final resulta emotivo y moralizante: los agradecidos por haber tenido un lugar donde reivindicarse, los artistas circenses agradecen y animan a su jefe a seguir adelante en su camino. Pero toda historia capaz de emocionarnos puede esconder una realidad más complicada y menos melodiosa. En Barnum encontramos todo el espectro de grises de la mentalidad del momento: el mismo hombre que decía amar la rareza ajena no perdía ocasión de sacarle todo el rédito posible, sin demasiada preocupación en torno a la ética de sus actividades. Business is business. Es sabido que poseyó una esclava negra (Joice Heth), a la que atribuía ser la supuesta ama de cría de Abraham Lincoln; a su muerte, no dudó en hacer un espectáctulo público con su autopsia para verificar su longevidad.
A menudo estos episodios incómodos, especialmente cuando conciernen a quienes viven en los márgenes, desaparecen para no empañar las bonitas historias. Pero cabe preguntarse, de cuando en cuando, quiénes yacen bajo las narrativas triunfales e individualistas de unos pocos. La prosperidad de Barnum (y otros empresarios de su gremio) mucho debe a esos considerados freaks, monstruos, engendros de la naturaleza… ¿Qué códigos y normas tuvieron que dominar y sortear para su supervivencia en el show? Y, sobre todo, ¿qué mirada los puso allí en primer lugar?
El monstruo en la penumbra
La historia de los monstruos es la historia de las miradas que los construyen[1]Courtine, J. J. (2005). El cuerpo anormal: historia y antropología culturales de la deformidad. En J. J. Courtine, A. Corbin, & G. Vigarello (Eds.). Madrid: Taurus, p. 203. En este sentido, la mirada en torno al freak show podría encontrar su antecedente en los llamados gabinetes de curiosidades desde el s. XVI, donde nobles y miembros de la burguesía exponían curiosidades y objetos exóticos traídos desde las colonias o adquiridos a comerciantes: desde fósiles a animales disecados, piezas de artesanía… Con la llegada del siglo XIX, este interés por lo exótico encuentra un correlato popular en las ferias, circos y espectáculos de fenómenos, convirtiéndose en una de las atracciones más frecuentes tanto en pueblos como en la ciudad y sus periferias. Esta vez, los objetos que atraerían la atención serán los sujetos mismos. Personas con enanismo, hirsutismo, hermafroditismo y otras singularidades físicas (entonces entendidas como aberraciones) compartían espacio con animales circenses y personas racializadas, conformando conjuntamente un imaginario teratológico. Un imaginario alimentado por las estrategias de representación con las que comparecían: el feriante atraía los curiosos a la barraca o el escenario con discursos encaminados a alentar la curiosidad, el temor y deseo. La decoración, llamativa pero pretendidamente acogedora, buscaba amortiguar el choque perceptivo provocado por el freak. Esta cadena de narración, montaje visual e inquietud ante el enigma corporal supone un juego escópico que Courtine denomina «el aleteo de la mirada»[2]Ibíd., pp. 211-13. Y aunque Barnum y otros showmen defendían sus actividades como una forma de educar a las masas acerca de fenómenos anatómicos, diferencias raciales o «prodigios de la naturaleza», no es difícil entrever que servían a las dinámicas del espectáculo antes que a la pedagogía, compartiendo espacio indistintamente con demostraciones pseudomédicas, vodevil u otros divertimentos.
Los protagonistas de estos freak shows eran, pues, asimilados en la figura y lenguaje de lo monstruoso. La noción de monstruo, en tanto que encarnación del caos frente al orden y la civilización, ha pervivido históricamente adoptando patrones cambiantes, desde el ámbito teológico y religioso (los capiteles y la marginalia medieval dan fe de ello), hasta sus formas más profanas en la cultura popular. Las causas de los monstruos son varias. La primera es la gloria de Dios. La segunda, su cólera, reza Ambroise Paré al comienzo de su Monstruos y prodigios (1575). Los freak shows son uno de los lugares donde estas lecturas sobre lo monstruoso cobrarían forma. Los showmen creaban en torno a ellos un relato de vida de rasgos míticos, pero suficientemente humanizador como para despertar la simpatía (y el desembolso) del público; así, sus historias personales eran ricas en visos de desgracia, soledad y redención entre candilejas, como una suerte de Dumbos antropoformes. Asimismo, estos entornos fueron uno de los primeros lugares donde tuvo lugar la puesta en escena de la diferencia racial. Personas de diversas etnias o razas eran exhibidas y relacionadas con aspectos de lo animal, lo salvaje o lo primario. Y aunque resulta evidente la objetualización presente en estos cuerpos diversos, también estaban atravesados por tensiones y conflictos en lo que respecta a su agencia y autonomía (no pocos defendían activamente el show como su medio digno de vida). Esta situación alumbra las múltiples contradicciones existentes en torno a la utilización de estos cuerpos, llevando, en algunos casos, a una amarga reflexión. Durante el Tercer Reich, los Ovitz, una familia judía de músicos en la que predominaba una forma de enanismo, fueron enviados a Auschwitz. La malsana fascinación del doctor Mengele por su caso los mantuvo vivos para la experimentación, de manera que esta familia llegó a sobrevivir al cierre del campo. Extraña y perversamente, fue lo monstruoso y no lo humano lo que logró salvar a la familia Ovitz.
Igualmente paradójico resulta que estos supuestos monstruos, bajo la perpetua amenaza del eugenismo, hayan sido señalados por su peligrosidad social. Esto es así porque, según Foucault, la monstruosidad es una violación de las leyes sociales y naturales; una doble infracción de la existencia cuyo desorden trastorna el derecho[3]Foucault, M. (2001). Los anormales: curso de College de France (1974-1975), trad. Horacio Pons. Madrid: Akal, pp. 61-69. Esto tendría una consecuencia histórica: en primer lugar que todo lo considerado monstruoso por «contra natura» fuera asociado a un posible indicio de futuras tendencias criminales, acrecentando el estigma de sus portadores. En segundo lugar, y en sentido inverso, que el crimen fuera síntoma de una no-humanidad del perpetrador, de un posible carácter monstruoso del criminal. Si en todo criminal hay un monstruo oculto, cabe suponer que en todo monstruo existe la posibilidad de cometer un crimen[4]Ibíd., p. 83. En consecuencia, el monstruo es utilizado para mostrar la norma y alertar de su transgresión. El fenómeno de feria, en la penumbra de la barraca, muestra a los curiosos sin necesidad alguna de explicación el peligro que de traspasar los límites: el indígena evidencia la necesidad del imperio civilizador, el enfermo de venéreas, las virtudes de la abstinencia y la profilaxis[5]Courtine, J. J., Op. Cit., p. 206. Sin necesidad alguna de coerción, estos dispositivos de espectáculo apuntalan la pertinencia de las diferentes formas de control.
En palabras de Georges Canguilhem: en el siglo XIX, el loco está en el asilo donde sirve para enseñar la razón, y el monstruo está en el frasco del embriólogo, donde sirve para enseñar la norma[6]Canguilhem, G. (1965). La Connaissance de la vie [1952], Paris: Vrin, 1965, p. 228. Siguiendo esta línea de pensamiento, el hermafrodita supone un riesgo, pues problematiza la división binaria hombre/mujer que funda la heteronorma a partir de la presuntamente irreversible escisión genital. Si existe la posibilidad de que esta escisión sea biológicamente imprecisa, todo el sistema de creencias que genera comienza a tambalearse. A este marco se adscriben figuras como la mujer hirsuta o el eunuco, cuyas ambigüedades entorpecen el binarismo de género. Y de una forma similar funciona el tratamiento del «loco” como persona cuyo sufrimiento psíquico dificulta participar en los ritmos de una sociedad marcada por el trabajo, la crianza y la productividad. De este modo, estableciendo sutiles mecanismos que adoptan la forma de lo estadístico, lo médico y lo funcional, se pone en marcha la maquinaria que calibrará ciertas identidades como anormales.
Lo natural es poder usar las piernas para andar y no necesitar una silla de ruedas para desplazarse; lo natural es desarrollar un nivel intelectual acorde con la edad biológica y no sufrir un retraso; lo natural es lo que naturalmente asumimos como tal en función de los patrones de referencia que culturalmente se nos imponen[7]Muyor Rodríguez, J., & Alonso Sánchez, J. F. (2018). Cuerpos disidentes y diversidad funcional: lo sexual como espacio de activación socio-política. Millcayac – Revista Digital De Ciencias Sociales, 5(9), 210.
Lo considerado natural, es por tanto, lo apto para la producción económica, para las prácticas demandadas a la ciudadanía (como el voto), para la procreación y la supervivencia de la especie. Toda una serie de tecnologías políticas en torno a la vida (que Foucault situaría bajo el paraguas de la biopolítica) rotan en torno a los cuerpos disidentes, no hegemónicos, cuya experiencia es reducida a la de cuerpos no válidos, enfermos, desviados, repulsivos; necesitados de tratamiento o corrección para conseguir su plena realización como sujetos[8]Ibíd., p. 212.
Normas, desviaciones, márgenes
Pero lo monstruoso no solo compete a la deformidad física, el sufrimiento psíquico o la diferenciación racial, sino que también dialoga con lo que se llamaron «comportamientos desviados». Describe Foucault el caso del tratamiento de María Antonieta y Luis XVI en los panfletos revolucionarios: el monarca, cuyo poder no mana del pacto social, no puede ser juzgado por las leyes que emanan del mismo y ha de ser aniquilado y deshumanizado como el enemigo. Así, María Antonieta es representada con todos los rasgos del salvaje antropófago que, opuesto a la civilización (en tanto que de origen extranjero), devora simbólicamente el cuerpo social: una vez que ha visto […] sangre, ya no puede saciarse con ella, diría Prudhomme[9]Foucault, M., Op. Cit., p. 99. Se le retrata, además, como una mujer licenciosa, dada a conductas incestuosas y homosexuales con los miembros de su familia o de la corte. El hecho de que los actos no heterosexuales se equiparen a lo monstruoso pone en relieve lo que Monique Wittig denominó la heterosexualidad como régimen político: una estructura de dominación que señala la diferencia como indicio de peligrosidad social. De hecho, y hasta tiempos relativamente recientes, en Occidente ha predominado un pensamiento patologizador en torno a las experiencias LGTBIQ; en los inicios de la investigación científica se entienden como un malestar congénito cuya huella debe ser buscada en el cuerpo[10]Halberstam, J., & Livingston, I. (1995). Posthuman bodies. Bloomington: Indiana University Press, p. 138. Del mismo modo sucede con los cuerpos discapacitados, acotados por una norma corporal no sólo definida por indicadores de salud, sino también por implicaciones capacitistas y estéticas.
De este modo, el cuerpo es el lugar común en el que se encuentran ficciones políticas como hombre y mujer, normalidad y patología, en palabras de Preciado[11]Cit. en Martínez Pozo, L (2018). Disidencias sexuales y corporales: Articulaciones, rupturas y mutaciones. Psicoperspectivas. Individuo y Sociedad, 17(1): 1-12. Es preciso, pues, mirar: mirar y seguir mirando profundamente el cuerpo del otro, a la espera de encontrar en el aquello que lo diferencia de lo que ha de ser. La normalidad, por tanto, ha dejado de ocupar las tablas para ahora ocupar los laboratorios, los chequeos, los registros médicos. Una mirada (la científica) no tan opuesta a aquella mirada de la barraca de feria, en tanto que ambas ejercen de extensiones disciplinadoras que nos sitúan bajo un régimen específico de visibilidad. Es por ello que en identidades y corporalidades disidentes (desde la raza hasta lo queer) parece persistir lo monstruoso, en tanto que un desborde de los límites del orden y la rigidez de los binarismos que han estructurado y regulado nuestra existencia: así, emergen ante el hombre como las figuras grotescas de su alteridad, híbridos en los que coexisten especies, géneros y culturas.
Fue J. Baltrusaitis quien señaló la relación entre colocar a los monstruos en los límites de la tierra y la irrupción de monstruos en los marginalia de los manuscritos (…) El monstruo aparece como un exceso, una abundancia desmedida[12]Cirlot, V. (1990). «La estética de lo monstruoso en la Edad Media». Revista de Literatura Medieval, 2, 181.
Es el terror al misterioso poder de los márgenes lo que quizá encerrara a la mujer en el hogar, al queer en el armario, al loco en la clínica, al inmigrante en el gueto. Las estrategias espaciales y sociales que han confinado a mujeres, personas racializadas, discapacitadas, LGTBIQ… parecen evocar aquellas barracas de feria. Ansiamos ser testigos de la alteridad inquietante, sin dejar que invada la realidad en la que estamos seguros. Algunas agencias neoyorkinas ofertan visitas al Bronx. El tour es anunciado como un reclamo para ver “algo distinto”, como un ornamento pintoresco que sumar a las caminatas por la Quinta Avenida o la subida al Empire State. Una visita a la distancia adecuada para que nuestra integridad no corra peligro, aunque lo suficientemente cerca como para tomar fotografías y asistir parcialmente al espectáculo de la diferencia y marginalidad, tras el cual nos sentiremos enormemente bendecidos.
Enano mexicano en su habitación de hotel en Nueva York (Diane Arbus, 1970) Un gigante judío con sus padres en su casa del Bronx (Diane Arbus, 1970)
Porque cada sociedad tiene sus monstruos, y estos son a menudo la encarnación de lo desconocido, nuestro adversario. Por ello se ha pasado del bestiario medieval a criaturas como Godzilla, Frankenstein o los alienígenas, que encierran miedos y ansiedades propias de la contemporaneidad: la ciencia omnipotente, la guerra invisible[13]Courtine, J. J., Op. Cit., p. 249. Mientras, los personajes antaño concebidos para aterrorizar a los niños han sido castrados y convertidos en seres cuquis, humorísticos y entrañables: Monstruos SA, Hotel Transilvania… Porque las imágenes del monstruo son creativas y cambian, despliegan nuevos universos, adquieren las múltiples encarnaciones y genealogías de la otredad que sitia nuestro estatus en el mundo.
En esta exploración se mueve Diane Arbus, fotógrafa norteamericana conocida por su obra fotográfica sobre personas y colectivos marginalizados: pacientes psiquiátricos, discapacitados, travestis, miembros de campamentos nudistas; toda clase de transeúntes de la periferia social en Nueva York y alrededores. Su mirada, lejos de la compasión y el paternalismo, los encuentra en situaciones cotidianas y familiares, retratándolos con descarnada cercanía. No humaniza a los monstruos, pues ya son humanos de pleno derecho. La neutralidad de Arbus se desmarca de la vocación documentalista: sus retratos funcionan como teselas del inmenso mosaico de la vida, invitándonos a reconocerla y abrazarla. Y del mismo modo que nos ofrece la cotidianidad de estos supuestos monstruos, nos señala también la monstruosidad que acecha en lo cotidiano cuando retrata escenas y ciudadanos convencionales.
La cámara tiene el poder de sorprender a la gente presuntamente normal de modo que la hace parecer anormal, escribe Sontag a propósito de Arbus. El dolor es más apreciable en los retratos de los normales: la pareja madura que riñe en el banco de un parque, la tabernera de Nueva Orleans en casa con la estatuilla de un perro, el chico en Central Park aferrado a su granada de juguete[14]Sontag, S. (2007). Sobre la fotografía. Madrid: Alfaguara, pp. 57-60.
Lo verdaderamente trágico, parece insinuar Arbus, se esconde en quienes moran tranquilamente sin ser señalados, pues con ellos compartimos más de lo que estaríamos dispuestos a reconocer. El lobo a plena luz del día. No resulta sorprendente saber que Arbus vio en su momento La parada de los monstruos (1932), la controvertida cinta de Tod Browning ambientada en un freak show, aunque muy lejos del tono edulcorado de El Gran Showman. El elenco del filme, compuesto por actores naturales (es decir, realmente aquejados de las dolencias y deformidades que encarnan en la película) generó un gran rechazo en los espectadores, incluso entre los propios trabajadores del rodaje quienes parecían sentirse incómodos con su proximidad[15]Dylan, M. P. (2012). Freaks: La historia del Circo Barnum. Madrid: Nowtillus, p. 84. La historia narra el enamoramiento de Hans, un enano de circo, con Cleopatra, una hermosa trapecista que lo desprecia secretamente. El devenir de la trama nos confronta con la universalidad de la miseria moral. En la escena más impactante, el banquete de bodas, los freaks, solidarizándose con su compañero humillado, se ciernen sobre la bella Cleopatra como una masa informe, con el propósito de desfigurarla a modo de venganza. Así, Browning nos recuerda, lo atroz de estos seres no tiene que ver con la deformidad que los diferencia, sino con la bajeza que los normaliza. Los monstruos ya no son criaturas contra natura, ni seres beatíficos cuyo sufrimiento les ha convertido en una suerte de mártires. No, los monstruos son tan humanos como nosotros porque son crueles[16]Courtine, J. J., Op. Cit., p. 246. El verdadero peligro no es la posibilidad de que estén ahí fuera, sino dentro de cada uno de nosotros. Quizá por eso señalamos a unos cuantos como monstruos y olvidamos la verdad: que la humanidad que ostentamos es una cáscara vacía.
Referencias
↑1 | Courtine, J. J. (2005). El cuerpo anormal: historia y antropología culturales de la deformidad. En J. J. Courtine, A. Corbin, & G. Vigarello (Eds.). Madrid: Taurus, p. 203 |
---|---|
↑2 | Ibíd., pp. 211-13 |
↑3 | Foucault, M. (2001). Los anormales: curso de College de France (1974-1975), trad. Horacio Pons. Madrid: Akal, pp. 61-69 |
↑4 | Ibíd., p. 83 |
↑5 | Courtine, J. J., Op. Cit., p. 206 |
↑6 | Canguilhem, G. (1965). La Connaissance de la vie [1952], Paris: Vrin, 1965, p. 228 |
↑7 | Muyor Rodríguez, J., & Alonso Sánchez, J. F. (2018). Cuerpos disidentes y diversidad funcional: lo sexual como espacio de activación socio-política. Millcayac – Revista Digital De Ciencias Sociales, 5(9), 210 |
↑8 | Ibíd., p. 212 |
↑9 | Foucault, M., Op. Cit., p. 99 |
↑10 | Halberstam, J., & Livingston, I. (1995). Posthuman bodies. Bloomington: Indiana University Press, p. 138 |
↑11 | Cit. en Martínez Pozo, L (2018). Disidencias sexuales y corporales: Articulaciones, rupturas y mutaciones. Psicoperspectivas. Individuo y Sociedad, 17(1): 1-12 |
↑12 | Cirlot, V. (1990). «La estética de lo monstruoso en la Edad Media». Revista de Literatura Medieval, 2, 181 |
↑13 | Courtine, J. J., Op. Cit., p. 249 |
↑14 | Sontag, S. (2007). Sobre la fotografía. Madrid: Alfaguara, pp. 57-60 |
↑15 | Dylan, M. P. (2012). Freaks: La historia del Circo Barnum. Madrid: Nowtillus, p. 84 |
↑16 | Courtine, J. J., Op. Cit., p. 246 |