Durante toda mi vida he sido incapaz de creer en dios. Me acuerdo de mi misma en las clases de religión de primaria intentándolo y pensando que era imposible; en alguna ocasión dura, difícil, traumática incluso, autoengañándome (si esto sale bien es que dios existe y a lo mejor no vuelvo a negarlo como el apóstol aquel, me porto bien, dejo de pensar en enrollarme con x a cada rato, estudio, hago los deberes, recupero la bondad) pero ni por esas. Yo, desde que levanto dos palmos del suelo y gracias a una educación extremadamente racional, pienso que cuando te mueres te mueres y ya. Que da igual que te pongan velas, fotos en un altar, te lloren calle arriba calle abajo, se vistan de negro, te hagan estatuas o embalsamen tus organos dentro de un bote cerámico como los egipcios. Estás muerta. Los tejidos se pudren, los órganos paran de latir, los gusanos hacen el resto y tú, mente y cuerpo, desapareces en la tierra o el asfalto. Y que da igual que te portes bien, mal o regular. Que mates a alguien, robes la merienda en el recreo o robes a los pobres. La muerte iguala el final y no hay recompensa más allá de la justicia social. No digo que los procesos sean iguales, sólo que se acabó para todas y punto. No creo en el infierno ni en el cielo y muchísimo menos en el purgatorio. Tampoco creo en el destino, en que lo que está escrito está escrito, en la providencia. Cero. Sin embargo resulta que últimamente muchos de mis alumnos y alumnas son religiosos, creyentes, espirituales. Creen en dioses, espíritus, fuerzas de la naturaleza, el bien y el mal. Se sienten acompañados y entendidos por figuras mitológicas y respiran aliviadas con la existencia de leyes y normas, castigos y recompensas para ellas y los demás. Figuras de autoridad desconocidas, sin rasgos faciales claros, no corpóreas. Considero que mis alumnos y alumnas son interesantes, inteligentes, críticos, apasionados a ratos, curiosos. Les escucho fascinada, con inquietud, con admiración, incluso con cierta envidia. Y veo su tranquilidad, su calma, su falta de dudas ante lo incierto. Y yo que llevo tres meses perdida, alterada, sin ropa limpia, ni tiempo, corriendo de un lado a otro, golpeándome con las esquinas de los muebles y las mesas, con el pelo sucio y la nevera vacía pienso que tal vez tengan razón y que los infiernos sí existen. Infiernos individuales que están llenos de dudas, miedos, manías y odios. Infiernos llenos de insectos, laistas, burocracia y cortinas de ducha húmedas; de pisos por barrer, colas, encimeras vacías y de mensajes en el contestador.