—¿Sabes esa sensación, esa certeza de saber que ya no vas a volver a sentir nunca un dolor tan grande como el que ya sentiste una vez?
—Ajá.
—¿Ser consciente de que nunca más vas a enamorarte así? ¿De que no volverás a querer tanto, ni a conectar en un nivel tan profundo?
—Sí.
—Es como si los sentimientos se anestesiasen. Habrá nuevas heridas, algún amor, quizá, pero serán sucedáneos; algo parecido a su original, pero que nunca llegará a ser lo mismo.
—Te entiendo.
—Eso debe de ser hacerse vieja. Sí… es eso. Vivir menos intensamente. Como apagada. Lo he pensado mucho. Todavía no he cumplido cuarenta años y siento que mi corazón pasa de largo los ochenta.
Sigue un silencio que se me antoja denso. Casi puedo tocarlo.
—Yo creo que tienes una enorme capacidad para amar. Lo has demostrado muchas veces; es una virtud que está en ti. Volverá a aflorar.
Sus palabras me reconfortan y asiento despacio. Desde luego esta señora sabe hacer su trabajo. Al precio que cobra por hora, tampoco esperaba menos.
. . .
Ha pasado el tiempo y he cambiado de casa, de escenario. Las estrechas callejuelas de paredes encaladas y el susurro del viento entre las hojas de los plátanos me hablan de un lugar familiar. Me hacen sentir en casa, a pesar de que todo es nuevo para mí. Encierran el eco de un amor que, no por imposible, resulta menos real.
Se me ha echado encima el otoño y tengo la cabeza llena de canas que no estaban ahí hace unos meses. No me importa; es más, no pienso taparlas. Abrazo el paso del tiempo, pero me resisto a envejecer. Que crezcan salvajes, hermosos destellos plateados abriéndose paso entre mi cabello castaño. Estoy deseando que se vuelva completamente blanco.
Un amor… ¿acaso es eso posible?
En mi pueblo hay un paseo bordeado de parterres plantados de rosas que te embriagan con su aroma si lo recorres despacio al atardecer. Hay choperas junto al río y un jolgorio de ruiseñores, petirrojos y oropéndolas cantando entre sus ramas. Hay un aire más puro, una luz más limpia. Hay vecinas sentadas en los bancos de la plaza y niñas jugando junto al pilón. Desde mi despacho oigo el trajín de las mujeres en la cocina, el graznido de los gansos y el discurrir inexorable del río.
Se me ha echado el otoño encima y mientras las hojas caen marchitas, cubriendo los senderos con su manto dorado, yo espero paciente a que un amor germine en mí.