
En América Latina, el racismo ya no se disfraza: opera con una franqueza brutal que atraviesa instituciones, relaciones cotidianas y jerarquías sociales. El informe global más reciente de la UNESCO revela que el 69 % de los casos de discriminación con identidades cruzadas en la región están vinculados al color de piel, un dato que confirma lo que muchas comunidades denuncian desde hace décadas: la desigualdad racial no es un residuo del pasado, sino una estructura viva que sigue moldeando quién tiene acceso a derechos, reconocimiento y dignidad. En un continente que se ha narrado a sí mismo bajo el mito del mestizaje armonioso, estos números exponen con claridad que la pigmentocracia continúa siendo uno de los ejes centrales de la exclusión.
Sí, ese racismo se aprende antes de entender lo que significa. Se absorbe como aire: la idea de que la tonalidad de tu piel define tus posibilidades. Que hay colores más aceptables que otros. Que hay cuerpos que deben esforzarse el doble para que se los considere “correctos”. Esa pedagogía de la desigualdad se transmite sin que nadie la enseñe formalmente, y aun así todos la entendemos desde niños y niñas.
Yo la entendí muy pronto. Tenía diez años cuando escuché un insulto que me quedó tatuado en el cuerpo: “india de mierda, no vales nada”.
Yo sabía que ese ataque era también hacia mi familia, hacia mis ancestras, hacia todo lo que este país aprendió a negar de sí mismo.
Crecí en una Bolivia que se dice en gran parte “mestiza”, pero esa palabra suele funcionar como una estrategia de escape. Es una identidad construida para evitar la incomodidad de mirarnos de frente. Para no asumir que lo indígena vive en nuestras caras, en nuestros nombres, en la historia que cargamos a cuestas. Lo mestizo se volvió una zona de confort: suficientemente indígena para reclamar raíces cuando conviene, lo bastante blanqueado para alejarse del estigma cuando hace falta.
Gabriela Wiener lo dice con una lucidez brutal: “el mestizaje, tal como nos lo vendieron, no es una síntesis armoniosa. Es una trampa. Un punto medio que se sostiene solo si negamos lo que somos y si encontramos siempre a alguien “más moreno” que pueda cargar con la parte del insulto”
Ese miedo al espejo —a que los demás noten lo indígena que tenemos en la piel— ha construido generaciones enteras de violencia hacia abajo.
Para no ser llamados indios, indias muchos prefieren señalar a otros y otras como tales.
Para no ser vistos como morenxs, buscan cuerpos más morenxs que funcionen como escudo.
Para no ser estigmatizados, repiten la estigmatización.
Y así se sostiene el sistema.
A mí me lo recordaron muchas veces:
La persona que lamentó que mis manos fueran más claras que mi rostro, como si mi cuerpo tuviera una falla que debía corregirse.
La frase que escuché en la universidad privada: “aunque te vistas de seda, imilla te quedas”, un recordatorio de que para muchos tu valor social no depende de tu esfuerzo sino del tono de tu piel.
O aquel exnovio que quiso “verificar” si mi carnet decía ciudad o pueblo, como si mi origen fuera una amenaza, como si ser “campesina” o “india” fuera un defecto transmisible.
Todo esto no son anécdotas aisladas: son los engranajes cotidianos de un país que sigue siendo colonial aunque presuma diversidad.
Un país donde insultos racistas se gritan sin vergüenza y sin consecuencias.
Un país donde las heridas se repiten porque no se reconocen.
Un país donde el mestizaje se usa como maquillaje cultural para ocultar la incomodidad de nuestras raíces indígenas.
Y en medio de todo eso crecimos muchos y muchas, con el conflicto de identidad instalado como dolencia crónica, con la voz interna que repite lo que aprendimos sin querer, con el deseo de pertenecer a un lugar que nos niega y la necesidad de nombrar nuestra herencia sin pedir perdón.
Pero algo importante sucede cuando una empieza a hablar de todo esto en voz alta.
El silencio se rompe.
La vergüenza deja de transmitirse.
La herida comienza a tener forma y por eso mismo puede empezar a sanar.
Porque sí, la herencia del racismo pesa. Pero también existe otra herencia que podemos construir nosotras mismas. Una que parte de reivindicar lo que intentaron debilitarnos: el color de nuestra piel, el origen de nuestras familias, nuestras lenguas, nuestros cuerpos. Una herencia que interrumpe la lógica colonial del “mientras más blanco, mejor” y que nos devuelve la posibilidad de mirarnos sin miedo.
Por mucho tiempo
me tragué mis raíces
asfixié mi quechua
escondí mis trenzas hacia adentro
para que mi futuro
fuera diferente
Tuve que perderme para encontrarme
Y lo logré
Porque empecé a desmontar
el sistema racista que me habitaba
ese que se mete en tus huesos
sin pedir permiso
ese que te dicta vergüenzas
con gestos
miradas
silencios
Ese racismo que llevé
como segunda piel
como tatuaje heredado
Hoy lo desarmo
Hilo por hilo
Despacio
Con paciencia
Con amor
Porque también se lucha
acariciando lo que dolió
Me miro al espejo
y ya no busco blanquear nada
Veo a mis ancestras
y veo amor
Acaricio mi piel
no la quiero más clara
La quiero viva
Sí, el racismo sigue
aquí, allá
en todas partes
Pero yo también sigo
Y otras también
Tejiendo otras formas de existir
inventando lenguajes nuevos
donde nuestras memorias
ya no sangren
Heredar
no es repetir la herida
Es elegir qué guardo
y qué transformo
No nací para la copia
Nací para la reescritura
Para encender linajes
para hacer de la memoria
una casa que respire orgullo
Vengo de mujeres guerreras
que me enseñaron
a gritar
a luchar
a resistir
a amar
Y eso
eso también es herencia
Urqu patapi kawasayku,
wayrawan tusuyku,
pachallanpi khuskachasaqa,
Pachamamap ñisqullanpi.
(Vivimos en las cimas de las montañas,
bailamos con el viento,
siempre juntos,
en el lugar que la Madre Tierra nos ha entregado.)
— Luzmila Carpio – Wiñay Llaqta