Cuéntalo todo, niña, antes de que lo olvides.
William Ospina
Comenzaba el verano y las entrañas de las cuevas expulsaban bocanadas de un aire fresco, similar al aire acondicionado.
El viejo calderón de piedra, los juegos a la comba, el reloj empecinado en invocar sus cuartos de hora.
Los más pequeños en constante acecho, planeando algún enredo, ideando alguna trama.
Eran tiempos de hojalata, de alfileres y tijeras, la loma del cerro parecía el interior de un horno, sin masa madre, ni posible hornada.
La temperatura extrema era más llevadera con un vaso fresco de limonada.
Millones de hormigas ajenas al tiempo salían y entraban de sus agujeros. La negrura de la noche desataba preguntas que ningún adulto desvelaba.
Escuadrones de grillos recreaban su propia orquesta sinfónica; la salamandra en la pared, lo más parecido a un monstruo de tres cabezas.
Jamás me marcharé de aquí, juré un día sin sujetar la biblia,
el juramento se convirtió en blasfemia,
la blasfemia dio paso a la condena,
y la condena trasmutó al exilio.