Creía conocer bien la obra de Robert Capa, entender su obra. Pero me equivocaba. No supe de la existencia de unas memorias suyas, escritas en 1947, hasta que vi cómo un fotógrafo al que conozco las devoraba con fruición. Me aproximé con cautela y miré de soslayo el libro durante días antes de empezarlo. Con sorpresa, descubrí a un narrador ágil y directo, con toques de humor propios de Billy Wilder y, también, con lugar para zonas oscuras. Si hubo un fragmento que me causó impresión fue la narración en primera persona de su vivencia del Día D, el Desembarco en Normandía. Yo, como todo el mundo que también haya visto esa película, lo imaginaba similar a los primeros minutos de «Salvar al soldado Ryan» pero, otra vez, me equivocaba. Y hoy quiero compartir sus propias palabras. (Perdón por la extensión, pero si llegas hasta el final, me lo agradecerás).
«Yo soy un jugador. Decidí acompañar a la Compañía E en la primera oleada.
Una vez tomada la decisión de acompañar a las primeras tropas de asalto, intenté convencerme a mí mismo de que la invasión sería pan comido y de que toda la historia del “muro occidental impenetrable” no era más que propaganda alemana. Subí a la cubierta y eché un largo vistazo a la cada vez más lejana costa inglesa. La isla se desvanecía en un resplandor verde pálido que me tocó la fibra sensible, de modo que me uní a la legión de escritores de carta de despedida. Mi hermano heredaría mis botas de esquí y mi madre podría invitar a alguien desde Inglaterra para que la acompañara. La idea era repugnante y decidí no enviar la carta. La doblé y me la metí en el bolsillo de la pechera.
[…]
El desayuno inmediatamente anterior al desembarco se sirvió a las tres de la mañana. Los chicos de cocina del U.S.S. Chase, de inmaculada chaqueta blanca, sirvieron tortitas, salchichas, huevos y café con un celo y atención inusuales. Pero los estómagos previos a la invasión estaban preocupados, y la mayor parte de sus nobles esfuerzos quedaron en los platos.
A las cuatro se nos reunió en la cubierta superior. Las barcazas se balanceaban colgadas de sus grúas, esperando ser descargadas. Dos mil hombres formaban un perfecto silencio a la espera del primer rayo de sol. Lo que quiera que pensaran parecía una especie de letanía.
Yo permanecí en pie también en silencio. Pensé un poco en todo: en campos verdes, nubes rosadas, ovejas pastando, en todos los buenos momentos., y también en conseguir las mejores fotos que pudiera. Ninguno parecía en absoluto impaciente y diría que a nadie habría importado permanecer así, en la oscuridad, durante un buen rato más. Pero el sol no tenía forma de saber que este día era distinto a los demás, y siguió su horario habitual. Los de la primera oleada comenzaron a abordar su barcaza, que descendió hasta la superficie del agua como un ascensor a cámara lenta. El mar estaba encrespado y todos quedamos empapados antes incluso de que la barcaza se separara del buque nodriza. Estaba claro que Eisenhower no conseguiría guiar a su gente a través del canal con los pies secos, ni con nada seco en realidad.
Los hombres empezaron a vomitar al instante. Pero ésta era una invasión cuidadosamente preparada y en la que primaba la buena educación: se habían dispuesto bolsas de papel al efecto. Pronto las náuseas se aplacaron. Yo imaginé que estábamos ante la madre de todos los Días D de la historia.
La costa de Normandía estaba aún a millas de distancia cuando oímos el primer zumbido inconfundible. Nos agachamos, cara a la mezcla de agua y vómito que cubría el piso de la barcaza, así que ya no vimos más la cada vez más cercana orilla. La primera barcaza, que ya había descargado sus tropas en la playa, se cruzó con nosotros de camino al Chase. El piloto, un negro de sonrisa feliz, nos saludó con el signo de la victoria. Ya había luz suficiente para hacer fotos, así que saqué mi primera cámara Contax con su protección de hule. El fondo plano de la barcaza embistió suelo francés y el piloto hizo descender la compuerta de acero. Ahí, entre grotescos obstáculos de acero que erizaban el agua, se extendía una fina franja de tierra cubierta de humo: nuestra Europa, la playa Easy Red.
Mi bella Francia se ofrecía sórdida y poco acogedora. No tardó en aguarme el regreso una ametralladora alemana que pronto comenzó a acribillar la barcaza. Los soldados se sumergieron hasta la barbilla. El agua por la cintura, los fusiles de asalto listos para disparar y los obstáculos y el humo de la playa como trasfondo formaban una escena perfecta para el fotógrafo. Me detuve un segundo en la pasarela con intención de tomar la primera foto seria de la invasión. El piloto, con una comprensible prisa por salir de allí pitando, pensó que estaba sufriendo una comprensible inseguridad y me ayudó a decidirme con una patada muy bien ajustada al culo. El agua estaba fría y la playa quedaba a más de cien metros. Las balas abrían pequeños huecos en el agua a mi alrededor. Intenté alcanzar el primer obstáculo de acero. Un soldado se cobijó tras él a la vez que yo y por unos minutos compartimos refugio. Él le quitó el impermeable al fusil y comenzó a disparar sobre la playa humeante sin esforzarse demasiado en apuntar. El sonido de su fusil le dio el coraje necesario para avanzar y me dejó el refugio para mí solo. Ahora tenía medio metro más de espacio, y me sentía seguro como para hacer fotos de los otros muchachos, que se escondían como yo.
Era todavía muy temprano y había poca luz para obtener buenas fotos, pero el gris del mar y el cielo volvieron muy eficaces a los muchachos, que seguían esquivando balas desde los surrealistas obstáculos frutos de los cerebros a los que Hitler había encomendado diseñar medidas antiinvasión.
Terminé mis fotos. El agua se sentía helada bajo los pantalones. No muy convencido, intenté salir de detrás de mi escondrijo de acero, pero en cada intento una ráfaga me perseguía. Cincuenta metros más adelante asomaba por encima de la superficie uno de nuestros vehículos anfibios, medio quemado. Decidí que ése sería mi próximo parapeto. Calibré la situación. Mi elegante chubasquero, que ya pesaba en el brazo, no tenía mucho futuro. Lo tiré y salí en busca del anfibio. Llegué a él abriéndome paso entre cadáveres flotantes. Me detuve para tomar unas pocas fotos más y luego reuní fuerzas de flaqueza para dar el último salto hasta la playa.
La orquesta alemana atacaba ahora el tema con todos sus instrumentos. Yo no encontraba hueco entre las balas y los obuses que barrían los últimos veinticinco metros hasta la playa. Me quedé detrás de mi anfibio repitiendo una frasecita en español que había aprendido en los días de Guerra Civil: “Es una cosa muy seria, es una cosa muy seria”.
La marea estaba subiendo y el agua ya empapaba la carta de despedida que llevaba en el bolsillo de la pechera. Llegué por fin a la playa escudándome en los dos últimos soldados. Me tiré boca abajo y toqué con ella la arena de Francia. Besarla no me apetecía.
Jerry tenía todavía mucha munición y yo deseaba fervientemente que me tragara la tierra y salir un rato después. Las posibilidades de que aquello ocurriera eran cada vez menores. Giré la cabeza y me encontré nariz con nariz con un teniente que había estado sentado a mi mesa la última noche de póker. Me preguntó si sabía lo que él estaba viendo. Le respondí que no y que no creía que pudiera divisar mucho más allá de mi cabeza. “Te voy a decir lo que yo veo –susurró–, veo a mi madre en el porche de mi casa, saludándome y agitando mi póliza de seguro.”
Saint-Laurent-sur-Mer debió de haber sido en tiempos un destino de vacaciones gris y barato para maestros de escuela franceses. Hoy, el 6 de junio de 1944, era la playa más fea del planeta. Agotados por el mar y por el miedo, nos tumbamos en una estrecha franja de arena húmeda, entre el agua y el alambre de espino. La pendiente que hacía la playa nos protegía en cierta medida de las balas de las ametralladoras y los fusiles, siempre que nos quedáramos tumbados, pero la marea nos empujaba hacia el alambre, donde nos podrían acribillar a sus anchas. Me arrastré hasta donde se encontraba mi amigo Larry, el capellán irlandés del regimiento, quien blasfemaba mejor que cualquier aficionado. “¡Maldito medio gabacho!”, gruñó. “Si no querías estar aquí, ¿por qué carajo volviste?”. Reconfortado así por el clero, saqué mi segunda Contax y empecé a disparar sin asomar la cabeza.
Desde el aire, Easy Red debía parecer un lata de sardinas abierta. Las fotos hechas desde el ángulo de esa sardina no mostraron más que botas mojadas y caras verdes. Por encima de éstas, un trasfondo de humo de metralla, tanques quemados y barcazas hundidas. A Larry le quedaba un cigarro seco. Yo busqué la petaca en el bolsillo y se la ofrecí. Él inclinó la cabeza hacia un lado y tomó un trago por la comisura del labio. Antes de devolvérmela, se la pasó a otro tipo, el enfermero judío, quien imitó la técnica de Larry con todo éxito. Yo también me las apañé con la comisura.
El siguiente obús cayó entre el alambre y el mar, y todas las piezas de metralla encontraron un cuerpo en que incrustarse. El cura irlandés y el médico judío fueron los primeros en levantarse en Easy Red. Hice la foto. Cayó otro obús, aún más cerca. Yo no me atrevía a quitar el ojo del visor de mi Contax y disparaba frenéticamente una y otra vez. Treinta segundos después la cámara se atascó: se había terminado la película. Rebusqué en el macuto en busca de otro rollo. Lo encontré, pero mis manos mojadas y temblorosas lo echaron a perder antes de que pudiera colocarlo en la cámara.
Me detuve por un momento y fue entonces cuando empecé a pasarlo mal.
La cámara vacía me temblaba en las manos. Era un nuevo tipo de miedo el que me sacudía el cuerpo de pies a cabeza y me crispaba la cara. Desenganché la pala e intenté cavar un hoyo, pero la pala dio en piedra, así que me deshice de ella tirándola con rabia. Los hombres que me rodeaban estaban inmóviles. Sólo los muertos de la orilla daban vueltas empujados por las olas. Un pequeño barco encaró el fuego enemigo y de él surgieron un puñado de enfermeros con cruces rojas pintadas en los cascos. No fui yo quien pensó ni quien decidió. Simplemente, me incorporé y corrí en dirección a la barcaza. Me metí en el mar entre dos cadáveres; el agua me llegaba al cuello. La revuelta marea me golpeaba el cuerpo y las olas me abofeteaban la cara por debajo del casco. Sostuve las cámaras por encima de mí y de repente caí en la cuenta de que estaba huyendo. Intenté volverme, pero no podía volver a enfrentarme a esa playa. “Voy a subir al barco para secarme las manos”, me dije a mí mismo.
Alcancé el barco, de él salían los últimos médicos. Subí a bordo y según alcanzaba la cubierta sentí una sacudida y de repente me vi completamente cubierto de plumas de ave. “¿Qué es esto? –pensé–, ¿quién está matando pollos?”. Entonces vi que habían volado la superestructura; las plumas provenían de los rellenos de los chalecos salvavidas de la tripulación. El capitán lloraba. Su asistente había volado literalmente en pedazos encima de él.
El barco empezó a escorar, así que el capitán decidió comenzar a separarse lentamente de la playa para intentar llegar al buque nodriza antes de que nos hundiéramos. Yo bajé a la sala de máquinas, me sequé las manos y les puse nuevos rollos a las cámaras. Subí de nuevo a la cubierta a tiempo de tomar la última foto de la playa cubierta de humo. Luego fotografié a la tripulación mientras se hacían transfusiones de sangre en la cubierta. Una barcaza pasó junto a nosotros y nos evacuó del barco que ya comenzaba a sumergirse. Pasar a los heridos graves del barco a la barcaza con mar crespo fue una tarea difícil. Ya no tomé más fotos, estaba demasiado ocupado transportando camillas. La barcaza nos llevó por fin al U. S .S. Chase, el mismo buque del que había salido seis horas antes, y desde el que estaba desembarcando la última de las oleadas de las 16ª de Infantería. La cubierta, no obstante, estaba ya repleta de muertos y heridos que habían sido rescatados.
Ésa era mi última oportunidad para volver a la playa. No lo hice. Los chicos de la cocina que a las tres de la mañana de la noche anterior nos habían servido el café en chaqueta blanca, las manos enfundadas en guantes también blancos, estaban cubiertos de sangre y se esforzaban en coser las bolsas de los cadáveres. Los marineros izaban camillas desde barcazas a punto de hundirse. Empecé a hacer fotos. Entonces, todo empezó a volverse confuso…
Me desperté en una litera. Estaba desnudo y me habían tapado con una gruesa manta. Tenía sujeto al cuello un trozo de papel en el que ponía “Caso de agotamiento. Sin placas de identificación.” La bolsa de mi cámara estaba en la mesa, y yo recordaba quien era.
Por la mañana, el barco atracó en el puerto de Weymouth. Una jauría de periodistas hambrientos que no habían obtenido permiso para acompañar a las tropas durante la invasión nos esperaba a la entrada del muelle para conseguir las primeras historias directamente de los hombres que habían alcanzado la cabeza de la playa y habían vivido para regresar. Supe que el otro fotógrafo asignado a Omaha Beach había vuelto hacía más de dos horas y que no pisó la playa: ni siquiera llegó a dejar el buque. Y ya iba de camino a Londres con su impresionante triunfo.
Fui tratado como un héroe. Me ofrecieron volver a Londres en avión y contar mi experiencia en la radio, pero aún tenía un recuerdo demasiado vívido de la noche, así que decliné la oferta. Guardé los rollos, me cambié y volví a la playa en el primer barco disponible.
Siete días más tarde, me enteré de que las fotografías que había tomado en Easy Red se consideraban las mejores del desembarco. Sin embargo, un emocionado asistente de laboratorio había aplicado demasiado calor al secar los negativos; las emulsiones se fundieron y se destintaron ante los ojos de toda la oficina de Londres. De ciento seis fotos que había tomado en total, sólo se pudieron salvar ocho. Los pies de foto de las fotografías, desenfocadas por el calor, decían que las manos de Capa habían temblado violentemante.»
Texto: «Ligeramente desenfocado» Robert Capa. Editorial La Fábrica. Madrid (2009).
Imágenes: Magnum Photos