A veces quiero ser otra persona. No es la primera vez que me pasa pero reconozco que hacía mucho que no sentía que estoy cansada de ser así. O de no ser. O que me cueste tanto ser. Me imagino siendo una de esas mujeres que lo hacen todo bien. Vegetarianas sin anemia, escaladoras de 7b, trabajadoras fijas y estables, peinadas al despertarse, elegantes pero informales, con menstruaciones que duran lo que un anuncio de compresas, siempre sonrientes (dientes blancos y aliento suave, obvio), siempre comprensivas, amigas de sus amigas, sindicalistas de su sindicato, mujeres que dejan huella y que te rompen y te descosen y te cantan una canción y te explican la revolución francesa sin mirar la chuleta y aprueban oposiciones sin estudiar pero qué cansancio voy a tener que irme de vacaciones a mi casa recién hecha con mis manos y el sudor de mi frente a bañarme en mi alberca. Mujeres que tienen parejas desde los 20 años que no se han quedado calvos. Amigas que las rodean con planes divertidos y emocionantes todos los fines de semana en casas amplias, luminosas e impolutas. Con historias desternillantes, risas contagiosas y quintales de alegría.
La gran mayoría de las veces, sin embargo, me gusta ser yo. Con mis amigas dispersas e imperfectas, mi ropa arrugada y los platos en el fregadero y la ropa tendida desde el jueves. La terraza convertida en una selva con cactus que florecen en invierno, lagartijas descolgándose por los grifos de la bañera y vecinas que tocan la trompeta y ponen reguetón. Amigas nuevas a las que seduzco con invitaciones torpes, exámenes sin corregir en montones, cines tardíos, manchas de café, pies de gato agujereados y botes vacíos por devolver. Pero sé que cuando menos me lo espero un asomo de tristeza en el espejo me hace envidiar otra cosa, otra vida, otra estancia, a las otras.