
Todo cambió a mediados de agosto. Ese día estábamos comiendo en el jardín como tantas otras veces; Udo había vuelto a hacer truchas en la barbacoa cuando el cielo se puso negro de repente y empezó a soplar un viento frío y enrabietado que nos obligó a resguardarnos en el porche. Mientras Hannah y los niños se apresuraban a recoger lo que podían, yo me quedé allí de pie como un pasmarote, contemplando las servilletas de papel haciendo piruetas en el aire y los pequeños remolinos de hojas secas y basurilla que se estaban formando en torno a la puerta del garaje. Unos minutos después, la temperatura bajó de golpe y unas pocas gotas gruesas empezaron a precipitarse contra la mesa de madera. Golpeaban sin clemencia las tablas y los cubiertos que habían quedado allí abandonados. En pocos segundos, el ritmo se fue acelerando hasta que el chubasco inicial se convirtió en una densa tormenta que inundó el jardín bajo un manto de agua que apenas dejaba ver nada a un par de pasos de distancia. Cuando salí de mi estupor —no suelen verse tormentas así en los veranos almerienses— me di cuenta de que tenía los pies empapados y empezaba a tiritar bajo mi vestido de verano.
Esa misma noche, con un seco «Der Sommer ist vorbei», Hannah sentenció que el verano había terminado. Lo dijo sin apartar la vista de la tertulia amarilla que estaba viendo en la televisión, en la que una panda de celebrities alemanas vestidas con ropas estrafalarias se gritaban palabras incomprensibles para mí. Tras los cristales del salón, la lluvia no había dejado de caer y yo, con un Diario de Anna Frank en versión original abierto en el regazo, pensaba en mi pequeña maleta, llena de vestidos y camisetas de tirantes, y en el profundo azul del mar que había dejado atrás, en casa. Entre eso y el ruido de la tele no conseguía entender nada de lo que leía, así que me fui a mi habitación.
Esa noche me desperté de madrugada. Mi cuarto estaba en la planta semisótano y olía a humedad. Tenía frío y me levanté para buscar una colcha. Las tablas de madera del suelo crujieron cuando empecé a caminar hacia el armario, pero no me impidieron escuchar un ruido que procedía del hueco de la escalera. Me detuve en seco; parecía un llanto ahogado. ¿Sería Maja? Estando sus padres en casa, los niños no eran cosa mía, pero ese sollozo tenía algo inquietante que me empujó a subir a mirar.
Los escalones de madera de la casa centenaria también tenían la costumbre de protestar, pero a esas alturas yo ya había aprendido dónde pisar para pasar desapercibida cuando subía a deshoras a buscar galletas y otras chucherías a la cocina. No solía encontrar gran cosa de todos modos, y entonces me dedicaba a deambular a mis anchas por las estancias señoriales de la planta principal, curioseando entre las estanterías y los cajones de los recios muebles del salón. Sin embargo, en el despacho de Udo nunca me había atrevido a entrar.
El llanto —ahora lo oía con total nitidez— procedía de la planta superior. Con sumo sigilo, cual ninja en camisón de ositos, seguí subiendo. No me hizo falta llegar hasta arriba para comprobar que era Hannah quien lloraba, sentada en el suelo del rellano con la cabeza oculta tras las rodillas. Con el corazón en la boca, deshice el camino hasta mi cuarto redoblando las precauciones y me escondí bajo las sábanas hecha un ovillo el resto de la noche, pues había olvidado coger la colcha y ya no me atreví a volver a salir de la cama.
Al día siguiente era domingo y mientras Maja y Finn correteaban por la cocina, tratando de llamar mi atención, yo me preparaba un café con deliberada lentitud, impaciente por ver a Hannah cruzar el umbral de la puerta. Sin embargo, al final fue Udo quien apareció vestido de sport y emanando un rastro de perfume fresco y almizclado. Sin preguntar si me apetecía unirme a ellos, anunció que nos íbamos al cine. Todos. Yo me quedé un poco contrariada, era mi día libre y prefería quedarme sola en casa, pero me limité a ponerme la única sudadera que llevaba en la maleta y a seguirles hasta el coche. Justo antes de subirme, pregunté por Hannah, que aún no había aparecido, pero Udo se limitó a responder sin mirarme que ella se quedaba.
Después de la jornada en el cine, donde vimos una película de dibujos animados que apenas conseguí entender y que tuvimos que abandonar a medias porque Finn se hizo pis encima, compramos un enorme barco de sushi y regresamos a casa para cenar con Hannah. Yo estaba cansada, pero pensar en la cena me animó. Al llegar, todas las luces de la casa y del jardín estaban encendidas y por las ventanas abiertas de par en par salía música dark metal a todo volumen. Sin embargo, no parecía que hubiera nadie en casa. Con el ceño fruncido y sin decir nada, Udo dejó la fuente de sushi sobre la isla de la cocina y desapareció en el interior de la casa con Maja en brazos, que se había quedado dormida en el viaje de vuelta. Unos instantes más tarde, la música paró de pronto y yo me quedé sola con Finn, que me preguntaba cuándo bajaría su mamá para poder cenar.
—Baja enseguida, corazón. Ya verás como no tarda. De todos modos, tú ve comiendo, seguro que a ella no le importa.
—Pero no nos lo comeremos todo, ¿vale? Le dejaremos sus favoritos.
—Claro que sí, dime cuáles son y yo se los guardo.
Pasado un buen rato, Finn se quedó dormido en el banco de la cocina después de juguetear con los makis y niguiris que quedaron esturreados por su plato y parte de la mesa en pequeñas montañitas de arroz y trozos de pescado que más tarde rebañé yo sin que nadie me viera. Al final, acostumbrada ya a la falta de explicaciones de los Schmidt y convencida de que la cena familiar había quedado cancelada, decidí acostar a Finn. A sus ocho años recién cumplidos, seguía siendo un niño menudo, por lo que no me costó nada cogerlo en brazos, subirlo a su cuarto y meterlo en la cama. No me crucé con nadie arriba, pero salía luz de debajo de la puerta del dormitorio de matrimonio.
Esa noche y todas las noches de la semana siguiente me despertó el llanto ahogado de Hannah procedente de lo alto de la escalera. Durante el día, apenas se dejaba ver y pasaba casi todo el tiempo que los niños estaban despiertos en la pequeña floristería que regentaba al final de la calle. Tenía siempre un aire distraído y noté que había empezado a maquillarse. Por la mañana, aparecía brevemente en la cocina, me daba un par de escuetas instrucciones y se marchaba hasta la noche, cuando los niños llevaban largo rato dormidos. Fue una semana muy larga en la que Maja y Finn no pararon de hacer travesuras y de poner a prueba mi paciencia. Sabiendo lo que sabía, yo no me atrevía a protestar y cada día alargaba mi jornada muchas más horas de las que estipulaba nuestro acuerdo, de modo que para cuando llegó el sábado necesitaba salir de esa casa con urgencia. Después de darle la cena a los niños llamé a una colega polaca, también au-pair, me vestí con el conjunto que a mi parecer menos me favorecía y me fui con ella al Uuuuups, el único bar del pueblo, a tomar una cerveza. Regentado por un griego que había ido a parar a ese rincón perdido del norte de Alemania por motivos que escapaban a mi comprensión, el sitio era deprimente. Oscuro, maloliente y siempre con la misma panda de bebedores habituales que ahogaban sus frustraciones en enormes jarras de cerveza caliente al terminar su jornada laboral. Olga y yo nos sentamos en una de las mesas del fondo, cerca de la diana y a una distancia prudente del billar y de los parroquianos que se sentaban a la barra. Decidí no comentarle nada acerca de la situación en casa porque en los pocos meses que llevaba allí me había dado cuenta de que un chisme es un chisme en España y en la Conchinchina, y que allí las paredes oían tanto o más que en mi pueblo natal. En cualquier caso, ninguna de las dos hablaba alemán lo suficientemente bien como para tener grandes conversaciones, pero en noches como esa, compartir una cerveza en silencio con una presencia amable me parecía un oasis.
La noche pasó como todas las noches que íbamos al Uuuuups, evitando hablar con los habituales que hacían turnos para invitarnos a beber y atajando sus insinuaciones subidas de tono con frases cortantes y miradas tan frías como el clima local. Había calculado que para cuando acabara el verano no quedaría ninguno que no hubiera intentado acostarse conmigo, incluyendo al dueño del bar, a pesar de que su mujer servía copas a su lado. Mientras regresaba a casa de madrugada, pensaba en cómo era posible que aquello me pareciera mejor que quedarme un sábado noche en casa de los Schmidt.
Llegué a casa agotada y dispuesta a dormir durante doce horas seguidas, pero unos gritos en la planta de arriba me espabilaron de golpe. Subí las escaleras corriendo, buscando el origen del ruido, y mis pasos me llevaron hasta el despacho de Udo. La puerta estaba abierta y al asomarme hacia la penumbra del interior pude ver un amasijo de cuerpos forcejeando en el suelo. Distinguí unas nalgas desnudas moviéndose en bruscas embestidas y una melena rubia desparramada por el suelo. Me costó unos instantes darme cuenta de lo que estaba pasando y mi primer impulso fue largarme, convencida de que no debía estar allí. Pero entonces escuché con total claridad una llamada de auxilio, un «Hilfe!» desesperado que conectó directamente con mi cerebro reptiliano y me empujó a actuar. Entré en el despacho y sin pensarlo dos veces agarré el primer objeto contundente que encontré y golpeé con él la cabeza del agresor, que cayó inerte sobre Hannah. Esta se lo quitó de encima de un empujón; tenía los ojos desencajados, el pelo enmarañado y el vestido roto. El hombre quedó boca arriba sobre la moqueta y comprobé horrorizada que se trataba de Udo, que ya se llevaba las manos a la cabeza torpemente. Las preguntas se amontonaron en mi mente, pero Hannah cortó de un tajo mis pensamientos al asestarle un nuevo golpe en la cabeza. Se oyó un ruido sordo, como un enorme huevo al quebrarse contra un plato y vi pequeñas manchas oscuras salpicar la moqueta y el buró. Yo me tapé la cara con las manos y ahogué un grito. Tenía la boca seca y estaba temblando.
Cuando volví a España un par de semanas más tarde, todo el mundo me preguntó por mi inesperado regreso. Yo me limitaba a responder que los padres de los niños tenían problemas y entonces todos asentían, como si comprendieran. Hoy, dos décadas después de esa noche, me parece que todo fue un sueño. Recuerdo, como si lo hubiera visto en una película, que Hannah me empujó fuera del despacho, cerró la puerta con llave y me llevó de la mano hasta mi cuarto. Allí hizo mi maleta apresuradamente mientras yo lloraba, apoyada de pie contra el armario. Unos minutos más tarde estábamos en el coche, camino a la estación de tren, donde no hizo falta decir gran cosa: me dio dinero de sobra para pasar un tiempo en Berlín y regresar a casa. Insistió mucho en que nadie me llamaría, y el caso es que así fue. Me pidió que me cuidara y me ordenó que me olvidara de ellos. Y yo me limité a intentar hacer ambas cosas lo mejor que pude.