El cine de Trueba —el único de los tres con algo que contar en la actualidad, Jonás— requiere un tiempo de introspección, luz poco intensa, espacios cálidos interiores y exteriores donde se vea el aliento que contiene las emociones de los personajes, muchas veces congeladas durante años en su interior, y que al proyectarse fuera de su escondite, no se atreven a manifestarse por miedo, cobardía, por ese ridículo autoimpuesto para seguir disimulando los errores del pasado. El cine de Trueba desarrolla la máxima filosófica de Kierkegaard, «La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante». Los personajes de Jonás Trueba viven en el permanente dolor del recuerdo sin dejar de vivir en el presente que han querido, por comodidad o por seguridad. Estamos ante una intensa noche y madrugada que hace reencontrar a dos seres que se negaron por su propia excepcionalidad 15 años atrás, y que puestos frente a frente, deambulan entre la vergüenza, la parálisis y la contención sentimental, en una puesta al día que no sirve para eliminar los fantasmas, reencuentro y despedida final en el mismo lugar entre los que media toda una catarata de sensaciones capaces de hundirnos en la nostalgia y el dolor inexpresable.
Construida sobre dos segmentos y con diferentes intérpretes, el director muestra el presente y el pasado de los mismos personajes, el reencuentro de dos personas que se amaron en la adolescencia visto ahora mismo y la reconstrucción de esos momentos de ensoñación romántica vivida en el pasado, un recuerdo que la película reconstruye como un sueño de Olmo, un sueño del que se arrepiente por no luchar lo suficiente como para convencerse de que el abandono de Manuela era sincero y real y no una prueba de amor más puesta para ser superada. La película fluye con la naturalidad de la espontaneidad y las situaciones ridículas, con el evidente sentimiento de culpa que se asoma a la expresión de ambos a partir del momento en que, roto el hielo inicial, ese que fuerza las risas estúpidas y las conversaciones intrascendentes, se atreven a hablar de su pasado y comienzan a buscarse con la mirada en una noche que concluye con el negativo de ese paseo en Vespa de Nanni Moretti por la Roma del ferragosto, porque en un plano magistral, tras la resignación melancólica de un reencuentro que va a terminar haciendo mucho daño en le futuro próximo, la cámara sigue a Olmo (Francesco Carril) a bordo de una vespa filmando siempre su espalda y lo que se aventura es un recorrido por un Madrid que despierta ajeno al hundimiento del personaje en medio del frío de diciembre.
Cada uno encontrará su momento especial en la película, incluso muchos espectadores no se sentirán para nada identificados con la historia y sus entresijos, considerarán excesivamente adultos y formados a ese par de adolescentes que pasean por la casa de Campo y hablan sacados de Stendhal, y no lo puedo negar, el cine de Jonás Trueba exige la complicidad de un cierto desapego adolescente, un cierto sentimiento trágico del pasado que marca el presente que, es posible, no todo el mundo comparta ni haya pasado, pero mediada la historia del presente, hay una escena que recoge, en una canción, y en un plano fijo enrojecido por la luz, y que muestra el rostro de ambos actores mientras escuchan a Rafael Berrio cantar «somos siempre principiantes», la esencia de la relación de ambos, el enorme chasquido interior que les supone escuchar en la voz del cronista (que hace de padre de ella en la ficción) el reflejo de lo que fue su historia y el eterno retorno que obligará a repetir errores una y otra vez. Para que nadie se llame a engaño, Trueba nos enseñará de dónde viene esa herida del corazón, de dónde parte y porqué terminó, y cómo quedó en el interior de ambos la eterna semilla de la duda, un germen que ninguno se atreverá a arrancar tras esa noche romántica aislados de su verdadera vida, que les espera a la mañana siguiente.
Al inicio de la película el personaje de Manuela ofrece a Olmo la receta para el olvido, de manera indirecta, al contarle cómo consiguió desterrar de su memoria a otro hombre del pasado. En esa carrera hacia el olvido, podríamos interpretar que Manuela pretende lo mismo con Olmo y por eso, pasados 15 años, ha vuelto a él con una carta del pasado, una carta olvidada, una carta en la que los lugares comunes del lenguaje amoroso se agolpan, y los perdonamos porque pertenecen a la intimidad de una pareja que desconoce que los estamos observando. No faltan quienes no comparten el cine de Trueba por su uso de la literatura, de las referencias cinéfilas, por la inclusión de lo que llaman videoclips en sus películas, sin sentido pero no puedo estar más alejado de esa idea, cuestión diferente es si aceptamos ese uso compartido de las artes o no, si nos convence, como es mi caso, o si nos repele, pero las referencias literarias no son gratuitas, ni las canciones de Berrio que suenan en la película son inanes. Música, literatura y cine se confunden en la necesidad de reflejar el estado de ánimo de dos personajes obligados a permanecer constantemente anclados al recuerdo de un amor juvenil, contra el que sus actuales parejas tendrán que luchar o acostumbrarse a convivir , aceptar que en el pasado hubo otros y otras, y que en este caso, el poso del recuerdo ha hecho a cada uno como es.
Cuando Aura Garrido, la novia de Olmo, tras regresar éste a casa pasada toda la noche le pregunta si se ha enrollado con Manuela, en el fondo está midiendo la importancia de cada una en la balanza sentimental de Olmo, sabe que no puede competir con ese pasado y ha de limitarse a vivir un presente, un presente para el que Kierkegaard también dictó otra máxima, «El amor es hermoso, sólo mientras duran el contraste y el deseo; después, todo es debilidad y costumbre», porque si la pareja del reencuentro se ha acostado puede que se trate de la despedida definitiva y, por fín, la llegada del olvido completo, aunque quedará la duda de si no será el recomienzo de algo que siempre estuvo como una pavesa expectante de reavivarse en el fuego, por eso necesita la reafirmación, saber si van a volverse a ver antes de que la joven abandone de nuevo Madrid y regrese a su vida lejana en otro país. Agotado por la noche, abrumado por el cúmulo de sensaciones, aturdido mentalmente ante la confirmación de que ese pasado no estaba borrado, sino dormido, Olmo sueña, y sueña como podemos imaginar que lo ha hecho muchas veces, recordando el inicio, el primer beso, la primera canción, los primeros roces piel con piel, el romanticismo que hace reir a los demás y sonroja a los que lo viven. Un largo epílogo de dos jóvenes extremadamente maduros pero inseguros, formados pero ilusos, y que termina con un despertar de una mirada angustiada, la mirada de quien no sabe cómo enterrar el momento de su vida donde más vivo se sintió, con el temor de, a sus 30 años, tener que reconocer que lo mejor de su vida ya ha pasado.
Aquellos que renieguen del cine de Jonás Trueba no creo que caigan en sus redes con su nueva película, más elaborada que Los ilusos o Los exiliados románticos pero no menos fresca ni vitalista dentro de su melancólico discurrir. Sigue Jonás viajando a través de las mujeres del pasado a bordo de canciones que parecen hablar siempre de sus personajes. Ojalá perdure este estilo y esta libertad porque no anda sobrado nuestro cine de creadores capaces de sostener a lo largo de cuatro películas una línea creativa definida y sin aparentes interferencias. Un cine español muy alejado del que la «prensa del movimiento» se encarga de publicitar mediante obscenas campañas de marketing corporativo teñidas de información, un cine útil para hacernos pensar, un cine lleno de heridas sentimentales, las más difíciles, sino imposibles, de cicatrizar y que nos obligan a llevarlas siempre con nosotros.
Ficha técnica