Hace muchos años, una madre llamó a otra madre, que a su vez llamó a su hija, para contarle un secreto. La primera madre contó que el hijo no era lo que decía ser. Y esa llamada, a la hija, le cambió la vida. La hija era la esposa del hijo, y esa llamada la hizo libre.
Poco tiempo después, la primera madre murió víctima de un cáncer cruel y traicionero que solo dio la cara cuando era demasiado tarde para poder hacer nada, salvo despedirse. Y la hija lo lamentó profundamente, pues se sentía culpable de una deuda de agradecimiento que nunca pudo saldar con ella.
Y así, la vida fue pasando y la hija, lejos del hijo, sanó. Creció, ganó confianza en sí misma, aprendió a valorarse. A desconfiar de quienes no le daban crédito. Se independizó y abrió un negocio propio. Prosperó y se convirtió en madre. Ella sola, o mejor dicho, tan bien acompañada. Solo que sin un padre. Sin el hijo. Sin, en su caso, esa carga.
La vida fue pasando y la hija empezó a peinar canas donde antes hubo cabellos cobrizos. Y las cosas le iban bien. La vida le sonreía y su criatura crecía alegre, sana y feliz. Pero tras su fachada de realización, la hija no olvidaba. No olvidaba a esa madre que, en contra de las imposiciones de la época, se sobrepuso a un hijo, y también a un esposo, para descolgar un teléfono y contar un secreto. Uno que la dejó en evidencia, a ella y a su estirpe, pero que hacía justicia a otras mujeres y que fue, al final, lo que prevaleció. La hija aprendió la sororidad por aplicación práctica. Y fue la mejor forma de aprenderlo.
Hoy quiero honrar a esa hermana que, ayer y siempre, ha sido y será un bastión de resistencia contra esta sociedad que pretende silenciarnos. Y a ese ejemplo que nos insufla vida y nos hace alzar la voz. Por encima de quienes pretenden hacernos callar, aunque sean nuestros propios hijos. ¡Quién sabe de dolor, si no son nuestras almas!